En este artículo tengo el propósito de abordar de manera sucinta el contexto histórico e intelectual en que surge la filosofía ecológica, más específicamente la ética ecológica o del ambiente, conocida también como ecoética.
Durante la década de los setenta en el siglo XX hace su aparición un nuevo flanco teórico en el campo de la filosofía moral o ética. En forma simultánea emergieron reflexiones acerca de la necesidad de un replanteamiento de la concepción de la naturaleza prevaleciente hasta entonces.
Se planteaba la necesidad imperiosa de adoptar una nueva postura donde se rebasaría la visión antropocéntrica tradicional y se asumiera un tipo de relación amigable con la biodiversidad y el planeta en su conjunto. Las nuevas ideas tomarían cuerpo a través de reflexiones ecofilosóficas y éticoambientales.
En la denominación se advierte ya su carácter mixto o híbrido: por una parte, el eje o componente científico, y por la otra el elemento filosófico-ético. Desde una perspectiva epistemológica, la ética ambiental no es un subdominio únicamente filosófico o ético, pero tampoco se limitaba a lo puramente científico; es ambas cosas a la vez. Esto marcaría un hito muy importante dentro de la historia de la ciencia y de la filosofía, toda vez que significaba un exitoso punto de encuentro o intercambio entre saberes diferentes que, ante problemas antes nunca vistos, deciden marchar de la mano, complementándose de manera recíproca.
La cuestión estriba en que, mientras que la biología y la ecología arrojaban importantes conocimientos y datos científicos para una mayor comprensión de las relaciones entre los seres vivos y su entorno; la filosofía y la ética, por su parte, retomaban estos resultados científicos como objeto de reflexión teórica, lo cual viene a confirmar una característica del quehacer filosófico: ser un conocimiento de segundo grado.
Al asumir los hallazgos suministrados por la ecología, los tratadistas éticos los decantaban y reinterpretaban desde una mirada epistemológica distinta, esto es, a partir de cosmovisiones y las valoraciones ético-morales; pero, además, desde enfoques ontológicos y estéticos. Esto implicaba un esfuerzo cognitivo que los biólogos o ecólogos no estaban en capacidad de asumir o desempeñar, pues escapaba al alcance de sus competencias profesionales. Nos referimos a cuestiones éticas, ontológicas y estéticas; pero también a temas de mayor concreción como serían: ética de la tierra, justicia ambiental, respeto por la biodiversidad, dignidad de la naturaleza.
En efecto, como resultados de sus prácticas científicas estos expertos proporcionaban a filósofos y tratadistas éticos, materiales pertinentes que ameritaban reconsiderarse e interpretarse con herramientas conceptuales de raigambre filosófica; las cuales, aunque ventiladas en el marco de un plano epistemológico distinto, no olvidaban o se desconectaban del sustrato empírico que le dio impulso primario.
Resulta lógico, pues, que la ética ambiental adquiriera una connotación mixta, pues ni la ciencia por sí sola (en este caso la biología y su nueva rama la ecología); ni la filosofía operando de forma unilateral, estarían en capacidad de formular respuestas adecuadas a los nóveles problemas que tenían ante sí, fenómenos complejos que requerían del análisis multidisciplinar
Por otro lado, considero oportuno poner de relieve el carácter normativo del primero de estos ejes cognitivos: la ética. Aplicada al campo específico del ambiente, la ética postula (y también exige) respeto y protección para con el entorno natural, lo que deja planteado e implicado un sentimiento de empatía, de ecoamistad.
Es harto conocido que la ética tiene que vérselas con categorías axiales como libertad o libre albedrío (facultad para decidir ante opciones presentadas), conciencia y norma moral (imperativo o mandato que se asume como deber ser), responsabilidad (toma de decisiones voluntarias, conscientemente asumidas, ante las que se deberá responder o dar la cara).
Conforme lo postulado, dentro del complejo teórico y práctico de la disciplina ética concurren e interactúan principios, valores, normas, planteamientos, acciones, convicciones, actitudes. Desde los inicios de la ética durante la antigüedad griega, sus categorías y máximas solo tenían relevancia dentro del plano o trato con los demás seres humanos. Ni en Platón, ni en Aristóteles o Kant, la filosofía moral tuvo entre sus cometidos reflexionar o exhortar en el sentido de que las personas observaran conducta ético-morales frente a la tierra o la naturaleza, porque todavía los ecosistemas o la biodiversidad no estaban expuestos al peligro que varios siglos después confrontarían.
Sin embargo, ya a mediados del siglo XX devenía en una necesidad adoptar comportamientos morales en lo que atañe al entorno natural o ambiental, vale decir, frente a la fauna, la flora, los ríos, los mares. Esto representó un paradigma teórico totalmente nuevo dentro del ethos occidental, y para abrirse paso teórica y culturalmente, ha sido necesario vencer múltiples escollos por parte del canon ético tradicional.
Huelga traer a colación otra modalidad cognitiva afín a la ecoética, aparecida también a mediados de siglo XX. Nos referimos a la bioética, en cuyo seno se realizaron novedosas reflexiones interdisciplinarias donde confluían la biología, la medicina y la ética. La incipiente disciplina tendría la función de orientar decisiones éticas relacionadas con el ámbito médico, especialmente tras las investigaciones biológicas y nuevos experimentos impulsados por los nazis, donde usaron como “conejillos de indias” a niños y prisioneros de los campos de concentración.
Entre la ética ambiental y la bioética se dio un aire de familia epistemológica y de relación de complementaria, si bien la bioética ha tenido un mayor radio de acción, pues además de abarcar la ética del ambiente, incluye sectores como la salud y temas como la eutanasia, la reproducción asistida y la relación médico-paciente.
Pero lo que conviene resaltar en ambos casos es que, a partir de entonces, realidades concretas del mundo natural y de la vida humana y no humana, ajenas hasta el momento a cualquier abordaje de carácter ético o moral, adquieren relevancia ética. De ahí que, nociones como “respeto”, “responsabilidad” o “justicia”, no se limitarán ya al trato estrictamente intra humano, sino que cobrarían vigencia en nuestro comportamiento de cara a los ecosistemas, los animales, las plantas. Y esto constituyó uno de los grandes logros del trabajo desplegado por la ética ecológica o ambiental.
Pero ¿qué incitó a un grupo de biólogos, ambientalistas, filósofos y artistas a la defensa radical del medio ambiente? Fundamentalmente que, durante ese intervalo, y por vez primera, los adelantos cosechados dentro del accionar científico tecnológio, dotaron de un poder ilimitado al ser humano, observándose por doquiera los riesgos inexorables de su intenso incursionar en el seno de la naturaleza.
Constatada la gravedad de los hechos, se consideró como un imperativo ético- moral trazar límites al desbordado poderío político-militar practicado sin escrúpulos durante el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial. Conmovió observar la forma en que la ciencia y la técnica terminaron poniéndose al servicio del exterminio de millones de personas, exponiendo el resto de la biodiversidad a peligros inminentes.
En las décadas siguientes el proceso de vulnerabilidad de la naturaleza continuaría in crescendo. Un evento llamado a marcar un punto de inflexión en las preocupaciones y perplejidades generadas ante lo ocurrido, lo constituyó el Club de Roma, donde en 1968 se reunieron cien personalidades del mundo científico, económico y político, procedentes de cincuenta y dos países, para elaborar un diagnóstico-propuesta acerca de lo que venía ocurriendo en materia ambiental.
El planteamiento clave fue que habría de realizarse un alto en el camino y así marcar un final a la marcha progresiva de agresión que se perpetraba contra el Planeta y toda su biodiversidad. Las conclusiones del cónclave se presentaron en 1972, dando lugar a un documento histórico denominado Los límites del crecimiento.
Diez años más tarde la ONU daría a conocer la Carta Mundial de la Naturaleza de las Naciones Unidas; mientras que una década más tarde, en 1992, la ONU celebraría en Rio de Janeiro la Conferencia sobre Medio Ambiente y Desarrollo o Cumbre de la Tierra de Río.
Mientras tanto, en 1993, un libro del filósofo noruego Jostein Gaarder, convertido en best seller se haría eco de las profundas inquietudes de la humanidad frente a la cuestión ecológica. En especial, subrayaría la atención y preocupación expresada desde el litoral filosófico: “Una importante corriente filosófica del siglo XX es en consecuencia la ecofilosofía. Muchos ecofilósofos occidentales han señalado que toda la civilización de Occidente va por muy mal camino, por no decir que está a punto de llegar al tope de lo que puede tolerar el Planeta” (El Mundo de Sofía, 1996).
El año 2000 registra otro avance significativo en lo que concierne a la protección y preservación de la biodiversidad, al colocarse el foco de atención ético y filosófico en el grave problema del maltrato humano a los animales. En esta fecha se proclama La Declaración Universal de los Derechos de los Animales, tras la insistente denuncia y defensa llevadas a cabo por el filósofo australiano Peter Singer.
El intenso trabajo desplegado por el Movimiento Verde impactaba a nivel mundial, y en 2010 la ONU da a conocer La Declaración Universal de los Derechos de la Madre Tierra. Cuatro años más tarde se crea el Tribunal Ético Permanente de los Derechos de la Naturaleza.
Siempre que la humanidad ha sufrido el azote de grandes encrucijadas, no ha tenido otro remedio que recurrir a la amplia oferta de posibilidades que ofrece la cultura en su vastedad de expresiones. Entre estas se tienen la ciencia y la filosofía, el arte y la religión, el mito y el saber cotidiano.
Conscientes de la necesidad de trazar límites prudenciales al incipiente peligro que amenazaba la vida a escala planetaria, los primeros en dar la voz de alarma fueron los biólogos. Pero dentro de todo esto llama la atención un hecho peculiar: desde los albores mismos de la ética ambiental ya se tenía el convencimiento de la importancia del rol del filósofo de cara a la causa de preservación de Planeta.
Tal necesidad la argumentaría en un relevante escrito el ingeniero forestal y pensador estadounidense Aldo Leopold, al mediar el siglo XX. La historia le dio la razón, como se podrá apreciar en un próximo escrito.
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