El 18 de enero de 1845 fue expedido el decreto Núm. 27, que crea las “comisiones militares para juzgar a los conspiradores”, cuyas atribuciones les permitían conocer delitos considerados privativos o exclusivos de su jurisdicción, que listados por el artículo 5 del referido decreto, pese a la confusa redacción, no tenían límites.

En efecto, inicialmente se justifica la creación de semejantes Comisiones para conocer casos de espionaje, comunicación escrita con el enemigo, cartas sediciosas y, en general, propaganda de carácter sedicioso. La validez de tales medidas puede encontrar justificación en el estado de guerra prevaleciente, en la debilidad institucional de la naciente República para lidiar con semejantes hechos.

Pronto se advierte el verdadero y terrible carácter de estas disposiciones. Se incluyeron hechos propios de la competencia de estas Comisiones Militares (en el artículo 5 del citado Decreto) “toda conversación que tenga tendencia a inspirar la idea de que se restablecerá la esclavitud…, todo escándalo hecho a la moral pública, todos los que se hagan para turbar los actos religiosos…, toda conspiración, infidelidad, todo ataque injurioso de palabra o por escrito contra los actos del gobierno o empleados públicos en el ejercicio de sus funciones”.

Asimismo, el art. 8 del referido Decreto disponía que de estas imputaciones y sus consecuencias no quedaba nadie exento, ni por el sexo, ni por el fuero, ni “casa ni persona privilegiada” que no estuviera sujeta a las Comisiones Militares, que además de los referidos podían conocer y proceder con “todos los actos que sean necesarios para aclarar los delitos y castigar a sus autores y cómplices”.

El procedimiento penal (en aquellos años, procedimiento criminal) se estructuró con pasmosa sencillez: la prueba era “a verdad sabida y fe guardada”, sistema basado en la ausencia de procedimientos probatorios de cualquier tipo, en los que el juzgador quedaba convencido de la verdad procesal de manera directa, por convencimiento íntimo, sin formalismos ni exigencias: bastaba la presentación de denuncia para proceder al juicio y ella era suficiente para que el juez retuviera la responsabilidad penal.

La pena dictaminada por estas Comisiones era de muerte y sin posibilidad de recurso, usualmente por fusilamiento y ejecutada “en el acto” (art. 7, Decreto 27 de 1845).

Solo dos meses y pocos días antes de la promulgación de esta terrible disposición, que llevó al asesinato legalizado de héroes y patriotas, en la ciudad de San Cristóbal fue proclamada la Constitución de 1844, cuyo artículo 121 disponía: “Ningún dominicano podrá ser juzgado en causas civiles ni criminales, por comisión alguna, sino por el Tribunal competente determinado con anterioridad por la ley, sin que en caso alguno puedan abreviarse ni alterarse las formas de los juicios”.

Es constante que esta norma constitucional provee el contenido jurídico preciso del debido proceso como de los principios de juez natural y legalidad, ya considerados desde el art. 19 de esta misma Carta que, sin dobleces, estableció el derecho a no ser encarcelado “ni sentenciado sino por el juez o tribunal competente en virtud de leyes anteriores al delito y en la forma en que ellas prescriban”.

Como el ordinal décimo catorce del art. 94.14 de esta Constitución concedía al Congreso Nacional “conmutar la pena capital en virtud de apelación a su gracia” … entonces esta norma también quedó sin efecto, dado el carácter irrecurrible de las decisiones de las Comisiones Militares.

La redacción de los artículos 19, 94.14 y 121 de la Constitución de 1844, entre otros, debieron dar lugar, por su sola evolución jurídica, a la consagración jurisdiccional del debido proceso, el derecho a la prueba, la tutela judicial y otros derechos de similar textura constitucional, cuya consagración y aplicación efectiva sin duda hubieran dado lugar a una cultura de respeto y aplicación de la ley en el entonces llamado procedimiento criminal.

En su lugar, la clase política reinante en 1845 se decantó por aniquilar la institucionalidad, por pisotear cualquier atisbo del debido proceso penal y por mantener la ignominia de haberse consagrado un orden constitucional avanzadísimo para dejarlo sin efecto por decreto.