Todos, quizás sin quererlo, vivimos desviviendo entre sueños, aspiraciones, esperanzas, deseos alcanzables y de otros que, tal vez, podrían desbordar nuestras expectativas de vida.
Como se ha de suponer, la vida, de este aquí y ahora, está fuertemente condicionada no solamente por la tecnología, sino por los tormentosos estragos de la libertad prisionera.
También se habría de pensar que la libertad prisionera permitiría hacer, consumir y transitar sociedades saturadas de p, apariencias, simulaciones y posverdades.
Pudiera decirse, además, que algunas sociedades de este tiempo padecen, tal vez involuntariamente, terribles enfermedades de corrupción, inmoralidad, estrés y depresiones.
Las mismas se complican, incluso, debido al funcionamiento de mecanismos coercitivos y violencia sutil, agudizada, probablemente, por algunas privaciones existenciales.
Consciente de esas y otras cosas, el filósofo surcoreano Byung Chul Han expresaría una verdad que, a ojos vistas, parecería irrefutable:
“La libertad, que ha de ser lo contrario de la coacción, genera coacciones. Enfermedades como la depresión y el síndrome de burnout son la expresión de una crisis profunda de la Iberoamericana. Son un signo patológico de que hoy la libertad se convierte, por diferentes vías, en coacción”.
Esas palabras, en gran medida, encarnan la esencia significativa de la libertad prisionera, la cual, como se sabe, mantiene gran cantidad de personas ofuscadas en enjambres de prejuicios, dificultades, insatisfacciones y recordaciones agolpadas en lo más profundo de la memoria.
En su interesante obra ‘Psicopolítica’ (de admirable valor epistémico y filosófico), Chul Han sostendría, al menos, lo siguiente:
“Vivimos una fase histórica especial en la que la libertad misma da lugar a coacciones. La libertad del poder hacer genera incluso más coacciones que el disciplinario deber”.
“El deber-continúa diciendo- tienen un límite. El poder hacer, por el contrario, no tiene ninguno. Es por ello por lo que la coacción que proviene del poder hacer es ilimitada. No encontramos, por tanto, en una situación paradójico. La libertad es la contra figura de la coacción (…)”.
Como se puede apreciar, ese tipo de libertad no habría de ser auténtica, sino, en todo caso, prisionera de sí misma, en tanto está permeada por la coacción y la violencia imperceptible.
En verdad, no se podría menos que decir que Han tiene sobrada razón al reconocer que la libertad, como tal, es opuesta a la coacción.
Y lo es, ciertamente, ya que donde existe coacción, no habría, al menos, espacio para la libertad.
Sería así, porque la libertad, mediada por restricciones, habría de ser, por demás, absurda y deshumanizada.
Por ello, cabe decir, no sin razón, que la libertad prisionera es, a todas luces, irracional y antidemocrática.
Tanto en la forma como en el contenido implica la ausencia de valores morales que regularían la conducta y manera de pensar de sujetos que compartirían el mismo espacio- tiempo de una sociedad determinada.
Convencido eso, Han defiende, a capa y espada, la libertad exenta de restricciones, prejuicios y coacciones.
Diríase, por tanto, y salvo raras excepciones, que Han ha criticado, sin miramiento alguno, las pulsiones y desafueros del capitalismo, así como el uso indebido de las redes sociales.
De igual manera y, no sin motivo, habría cuestionado el falso rendimiento, el cansancio; el manejo irracional de la tecnología; el estrés, las depresiones, la infocracia y varias enfermedades generadas por la libertad prisionera de sociedades atrapadas entre la envidia, el escozor del rencor, el odio feroz y la prisa del tiempo.
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