En pocos días hemos visto dos noticias importantes sobre el café. Por un lado, caficultores del sur advirtieron que la cosecha peligra por falta de mano de obra. Las lluvias se adelantaron, el café madura en las ramas y no hay quien lo recoja. Los productores, desesperados, reconocen que “ya no quedan recolectores dominicanos y los haitianos no se atreven a venir”.
Por otro lado, el Instituto Dominicano del Café (Indocafé), celebró el lanzamiento de la primera certificación de finca de café sostenible del Caribe, un paso histórico que coloca al país en la ruta de la trazabilidad ambiental y la exportación hacia los exigentes mercados europeos.
Una noticia preocupante y otra alentadora, que al mirarlas juntas revelan una paradoja: el mismo Estado que impulsa la imagen de un café “sostenible” mantiene una política migratoria que priva al sector de su fuerza laboral esencial.
Pero ¿cómo hablar de “trabajo digno” si quienes cosechan el café viven en la invisibilidad, sin papeles, sin acceso a seguridad social y con miedo a moverse? La sostenibilidad no puede limitarse al suelo y al bosque
Durante décadas, la recolección del café en la región sur —Barahona, Peravia, San José de Ocoa, Neyba, Polo— ha dependido de trabajadores migrantes haitianos. Son ellos quienes suben las lomas, recogen el grano y mantienen viva una tradición que combina economía, cultura y paisaje. Hoy, las deportaciones masivas, los controles en carretera y el temor a los operativos migratorios han vaciado las fincas. Muchos trabajadores prefieren no desplazarse o se ocultan para evitar ser detenidos. Los dominicanos, por su parte, se han alejado del trabajo agrícola: los jóvenes buscan otras ocupaciones y el campo envejece.
El resultado es un círculo vicioso: las cosechas se pierden, los precios suben, los pequeños productores se endeudan, y el país se presenta al mundo como modelo de sostenibilidad mientras no puede recoger su propio café.
La certificación anunciada por Indocafé responde a los nuevos estándares de la Unión Europea, que exige garantizar la trazabilidad ambiental y social de los productos agrícolas.
No se trata solo de evitar la deforestación o medir la huella de carbono, sino también de demostrar que el café se produce en condiciones laborales justas y dignas.
Pero ¿cómo hablar de “trabajo digno” si quienes cosechan el café viven en la invisibilidad, sin papeles, sin acceso a seguridad social y con miedo a moverse? La sostenibilidad no puede limitarse al suelo y al bosque. Debe incluir a las personas que hacen posible la cosecha.
La contradicción no se reduce a un error de política puntual. Es el reflejo de una visión fragmentada del desarrollo: se promueve la modernización técnica y la imagen verde del país mientras se ignora el sustento humano que la sostiene. El Estado impulsa programas de certificación, pero sus propias decisiones migratorias bloquean el trabajo rural. Así, la “sostenibilidad” se convierte en un discurso vacío, desconectado de la realidad de los productores y de los trabajadores del campo.
El futuro del café dominicano no se juega solo en los mercados internacionales ni en los laboratorios de certificación. Se juega en la capacidad del país para armonizar sus políticas agrícolas, sociales y migratorias. No hay café sostenible sin trabajadores con derechos. No hay trazabilidad posible cuando la cadena productiva empieza con la exclusión y el miedo.
Hablar de sostenibilidad implica hablar también de coherencia: entre el grano y la tierra, entre el discurso y la realidad, entre el progreso y la justicia.
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