El país observa, con una mezcla de indignación y desconcierto, las revelaciones que rodean el caso Senasa, presentado públicamente por el Ministerio Público como una trama de corrupción administrativa investigada bajo el nombre de Operación Cobra.

En el expediente y en las informaciones divulgadas en la prensa se habla de “miles de millones” de pesos captados mediante sobornos y otros mecanismos ilícitos, llegando incluso a citarse la afirmación de que uno de los imputados habría entregado RD$ 1,000 millones en efectivo como soborno.

Estas declaraciones, que deberán ser probadas en sede judicial, trascienden el plano estrictamente penal y colocan sobre la mesa un cuestionamiento mucho más profundo y estructural.

Más allá de quién recibió o entregó esos recursos, hay un ángulo que debe preocupar seriamente a todo el sistema financiero dominicano: si parte de esos fondos se movió en efectivo a gran escala, resulta inevitable preguntarse cómo un volumen de dinero de tal magnitud pudo circular sin que se activaran los controles mínimos de prevención de lavado de activos. No se trata de una discusión menor ni técnica; se trata de la efectividad real de uno de los pilares institucionales en la lucha contra la corrupción.

En cualquier programa serio de prevención de lavado de activos y financiamiento del terrorismo, el manejo de efectivo en montos inusuales constituye una señal de alerta inmediata. No porque todo efectivo sea ilícito, sino porque históricamente ha sido el vehículo más utilizado para ocultar la trazabilidad del dinero, fragmentar operaciones y convertir pagos irregulares en hechos difíciles de reconstruir.

Cuando se habla de cifras que, según versiones difundidas, podrían alcanzar miles de millones de pesos, el riesgo deja de ser teórico y se convierte en un riesgo sistémico.

Si una empresa o un individuo realiza retiros recurrentes y extraordinarios de efectivo, ya sea por monto, frecuencia o patrón, ninguna entidad bancaria puede tratar ese comportamiento como una simple transacción de ventanilla.

Operaciones de esa naturaleza deben generar alertas internas de monitoreo por conducta transaccional atípica, activar procesos de debida diligencia intensificada sobre el origen y el propósito de los fondos y, cuando corresponda, derivar en la elaboración de Reportes de Operaciones Sospechosas. Este no es un criterio discrecional, sino una obligación derivada del marco normativo vigente.

La normativa dominicana es clara en este sentido. Existen reportes formales dirigidos a la Unidad de Análisis Financiero, tanto de operaciones sospechosas como de transacciones en efectivo, precisamente para permitir que el Estado detecte patrones, cruce información y actúe de manera oportuna.

Las transacciones en efectivo que superan determinados umbrales no son opcionales desde el punto de vista del reporte; forman parte del núcleo duro del sistema de prevención. A ello se suma el mensaje reforzado por la Ley 155-17: el efectivo tiene límites y barreras, especialmente en operaciones de alto valor, como mecanismo para reducir la opacidad y elevar el costo del soborno y del lavado de activos.

Por ello, si en un caso de esta magnitud se comprueba que se movilizaron montos gigantescos en efectivo, el debate público no puede quedarse exclusivamente en quién recibió o quién entregó. Debe ampliarse para incluir preguntas incómodas pero necesarias: quién permitió que eso ocurriera, quién no preguntó lo suficiente y por qué no se reportó lo que debía reportarse. El silencio o la omisión también forman parte del problema.

No se trata, además, de la eventual falla de un solo banco. Un caso de esta naturaleza tensiona toda la arquitectura de control. Interpela a las entidades financieras, que deben explicar cómo evaluaron el perfil transaccional del cliente, qué documentación exigieron y cómo justificaron retiros repetitivos de gran magnitud.

Compromete a la supervisión, que debe examinar qué se encontró o qué no se encontró en inspecciones, pruebas de cumplimiento y evaluaciones sobre la calidad y efectividad de los reportes enviados. Alcanza a la Unidad de Análisis Financiero, que debe aclarar si recibió reportes, si hubo análisis, tipologías y retroalimentación al sistema, y se conecta directamente con el engranaje penal y anticorrupción, que depende de señales tempranas para iniciar investigaciones patrimoniales oportunas.

Lo verdaderamente grave es el mensaje que se envía si el sistema falla frente a montos tan desproporcionados: que la gran corrupción puede pagarse en efectivo con un bajo riesgo de detección.

La experiencia regional demuestra que los sobornos de gran escala casi nunca viajan solos; suelen venir acompañados de empresas de carpeta, intermediarios y una posterior colocación de los fondos en activos como inmuebles, vehículos o inversiones financieras. Precisamente por eso, el control del efectivo es una línea de defensa crítica.

La discusión responsable, sin condenas anticipadas, debe conducir a acciones concretas. Se impone una auditoría forense del flujo de efectivo, que reconstruya fechas, montos, sucursales, autorizaciones internas, transporte de valores, beneficiarios finales y posibles esquemas de fragmentación.

Debe revisarse la calidad y oportunidad de los reportes enviados, porque no basta con que existan: deben ser útiles, completos y oportunos, y, si se comprueban fallas de control, negligencia o incluso ceguera deliberada, las responsabilidades deben ser administrativas, civiles y penales, sin excepciones.

Este caso debe llevarnos a interpelar directamente a las áreas de prevención de lavado de activos de la entidad o entidades bancarias desde donde presuntamente se movilizó tanto efectivo.

¿Cómo se justificaron esos retiros? ¿Qué análisis se hizo del perfil del cliente y del propósito económico de las operaciones? ¿Cuántas alertas se generaron y cuántas se cerraron sin escalar?

¿Se emitieron reportes de transacciones en efectivo y reportes de operaciones sospechosas, o se asumió que el tamaño, la relevancia o las conexiones del cliente lo hacían intocable? Estas preguntas no buscan linchamientos, pero sí transparencia y rendición de cuentas.

Finalmente, este episodio representa una oportunidad y una obligación para que la Superintendencia de Bancos actúe con firmeza.

Es necesario profundizar las inspecciones focalizadas en gestión de efectivo, evaluar la calidad real de los reportes enviados a la UAF, revisar los umbrales internos que utilizan las entidades frente a los mínimos legales y exigir modelos de monitoreo más sensibles a operaciones corporativas de alto riesgo.

Reforzar las sanciones y promover una cultura de cumplimiento donde ningún cliente quede fuera del escrutinio es indispensable. Porque si el sistema financiero no es capaz de detectar el movimiento masivo de efectivo vinculado a la corrupción, entonces no solo falla la banca: falla una de las principales barreras institucionales del Estado dominicano frente al delito.

La columna “La Banca Dominicana por Dentro”, es desarrollada por Jesús Geraldo Martínez, en el interés de aportar al fortalecimiento del Sistema Financiero Dominicano desde una perspectiva analítica y práctica orientada a la formación de conocimientos y divulgación de informaciones exclusivas de dicho sector.

Para contactar con el autor. Email jesusgeraldomartinez@icloud.com, o seguir a @Jesusgeraldomartinez en Instagram

Jesús Geraldo Martínez

Economista

Dominicano, consultor, con amplia experiencia profesional en regulación y supervisión del sector financiero, destacado por sus conocimientos en gerencia, finanzas bancarias, gestión de riesgos, administración y optimización de portafolios, investigación económica, planificación estratégica, análisis de riesgos financieros y sectoriales, análisis y estructuración de bases de datos, econometría, estadística, diseño y aplicación de modelos de pruebas de estrés.

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