Partiendo del discurso sobre la cibernética desarrollado por el filósofo José Gaos, esta no debe entenderse únicamente como una disciplina científica emergente. Más bien, Gaos la concibe como la metáfora más nítida de la nueva condición de la técnica: el arte de pilotar o gobernar procesos. Dichos procesos ya no se limitan únicamente al ámbito material, sino que también abarcan la dimensión vital y espiritual, mostrando así el alcance transformador de la cibernética en la manera de comprender y dirigir la existencia humana.
El hecho de que la raíz griega kybernētēs aludiera al timonel de una embarcación le permitía ver que esta ciencia no se limitaba al cálculo, sino que encarnaba la capacidad de orientar, dirigir y regular la vida misma. En las máquinas de calcular veía el inicio de un tránsito histórico: la técnica pasaba de ser prolongación del cuerpo a convertirse en proyección de la mente, capaz de vehiculizar el pensamiento y, con ello, de reclamar un lugar en el timón de la existencia humana.
Las reflexiones filosóficas de Gaos sobre Tecnocracia y Cibernética, en Filosofía de la técnica (2022, pp. 169-208), se sitúan a finales de los años sesenta del siglo XX y cobran relevancia en el contexto actual marcado por el auge de la inteligencia artificial (IA), la robótica y los algoritmos que gobiernan economías, comunicaciones y decisiones políticas:
“(…)las máquinas de calcular –ah, éstas son instrumentos de los órganos del cuerpo humano, en cuanto éstos son órganos de la mente o el espíritu humano, en una forma, con un sentido, en que y con que no lo son los demás artefactos de toda nuestra revista, a pesar de que también éstos son manejados por el cuerpo al servicio de la voluntad y del pensamiento…; pero estas máquinas, las de calcular, son parte del más reciente y ambicioso desarrollo de la técnica, bautizado con el nombre de cibernética, que reclama la mayor consideración aparte posible” (Gaos, 2022, pp. 175-177).
El viejo discurso nacionalista, la exaltación de la identidad pura, la demonización del otro, ahora viajan en memes, videos cortos, narrativas envenenadas que circulan con la apariencia de humor o de noticia.
El discurso filosófico de Gaos sobre la filosofía de la técnica adquiere plena vigencia en estos tiempos cibernéticos y convulsos. Si la cibernética es, en esencia, el arte del pilotaje, la pregunta decisiva es: ¿quién pilota a quién? Si el ser humano logra conservar el control consciente sobre la técnica, ésta seguirá siendo un instrumento de su libertad. Pero, si se entrega a la lógica autónoma de las máquinas, entonces la tecnocracia que Gaos vislumbraba se vuelve un horizonte inevitable, donde la vida ya no está guiada por la razón humana, sino por el cálculo implacable de los propios artefactos.
Desde esta visión filosófico-política de la cibernética, que Gaos indagó y sometió rigurosamente al tamiz de la crítica filosófica, se hace posible analizar los entramados de poder en el actual cibermundo. La irrupción de la IA ha abierto un nuevo campo en el que los movimientos de ultraderecha encuentran espacio para desplegar su ideología política. En este contexto, la ciberpolítica emerge como un territorio definido por lo virtual y por la intensificación de las batallas simbólicas, donde la reflexión crítica sobre el poder y la técnica se vuelve imprescindible.
En esto no se puede dejar a un lado el hacktivismo, que como movimiento es símbolo del ciberespacio y cuyo propósito es atacar páginas web, ejecutar la filtración de datos, la alteración de contenidos y los sabotajes digitales con fines políticos, sociales o ideológicos, más que económicos o criminales. En esta forma de accionar en el cibermundo se encuentra el hacker o jaquer (en español).
A finales de la década de los noventa, definí al hacker como alguien apasionado “por todo lo que es programación y tecnología informática, con amplio conocimiento filosófico, matemático y político que se paseaba por la red de redes del ciberespacio”.
De igual manera, señalaba que este individuo tiene “la capacidad de alterar los sistemas de programación de cualquier computadora conectada a la red”, y que, dependiendo de su relación con el poder cibernético, el hacker puede clasificarse como de derecha, anarquista, terrorista, delincuente, mercenario, revolucionario o de extrema derecha (Merejo, 1998; 2012).
El hacker de extrema derecha es un sujeto cibernético que utiliza sus conocimientos tecnológicos, informáticos y la IA con fines políticos e ideológicos vinculados al autoritarismo, el nacionalismo y la difusión de discursos de odio. Este tipo de hacker se caracteriza por manipular redes y plataformas para promover propaganda, hostigar a opositores políticos, atacar infraestructuras digitales de movimientos progresistas o minoritarios, y reforzar narrativas radicales en contra de la democracia.
Estos hackers no actúan únicamente como expertos técnicos; se configuran también como sujetos ciberpolíticos que encuentran en el ciberespacio un campo de acción para expandir y sostener agendas extremistas. Su existencia transcurre entre algoritmos y flujos de información, donde las ideologías que promueven se transforman en auténticos virus: fuerzas que se propagan con la velocidad de los datos y la precisión implacable de los cálculos algorítmicos.
La extrema derecha ha entendido que en el nuevo orden cibernético la protesta pública es insuficiente: es preciso infiltrarse en los sistemas que regulan la atención, dominar los lenguajes técnicos de la red, falsear la apariencia de lo real y presentar la posverdad como una verdad legítima.
El algoritmo se ha convertido en un arma. El hacker ciberguerrillero de ultraderecha sabe que su objetivo no es conquistar territorios, sino ocupar imaginarios, colonizar deseos y sembrar sospechas en el tejido social del cibermundo. En ese mismo ecosistema actúa también el hacker mercenario, que vende su conocimiento a cibermillonarios por millones de dólares para sabotear procesos electorales o robar información en el ámbito político y empresarial.
De esta manera, se pasa del ciberespacio al espacio real, de lo virtual a lo concreto, generando zonas que desestabilizan la democracia y se oponen a la convivencia pacífica entre los países democráticos, con el propósito de obtener ambas formas de poder para imponer una dominación absoluta.
El viejo discurso nacionalista, la exaltación de la identidad pura, la demonización del otro, ahora viajan en memes, videos cortos, narrativas envenenadas que circulan con la apariencia de humor o de noticia. El hacker ciberguerrero de la derecha extrema que practica el hacktivismo no necesita desplegar un cúmulo de información falsa; le basta con viralizar un rumor, manipular un dato o inventar un enemigo imaginario que alimente la angustia de la multitud inteligente o el rebaño digital.
Lo terrible de esto es que estos hackers no son sujetos sueltos que actúan en el cibermundo; detrás de estos ciberguerreros se encuentran corporaciones tecnológicas, partidos, incluso estados que invierten en la producción industrial en campaña de noticias falsas, posverdad y de discursos radicalizados contra la minoría.
La ultraderecha se configura como un enjambre: un colectivo distribuido que se oculta tras múltiples identidades, pero que converge en una misma misión. Su objetivo es corroer la confianza social, fragmentar a la comunidad y moldear un orden en el que la obediencia se disfraza de libertad, mientras el sistema democrático se reduce hasta volverse irrelevante o desaparecer por completo.
Este extremismo de derecha también se encuentra en la izquierda radical o ultraizquierdista, la radicalización política constituye su punto de coincidencia. Ambas se reconocen como enemigas mortales, promueven y practican el culto a la personalidad y mantienen un enfoque dictatorial en nombre de un supuesto ideal perfecto de sociedad; van contra todo lo que no está con ellos. En el fondo, esto se traduce en la eliminación del adversario, la violencia contra el otro y la defensa nacional exacerbada, junto con el odio hacia todo aquel que no se someta a esa línea de acción.
Aunque cada país conserva sus particularidades en lengua, cultura y política, en el cibermundo existen hilos conductores que generan coincidencias. Esto se debe a que las ideologías extremistas operan como sistemas cerrados, como conjuntos de ideas políticas, sociales, económicas y culturales que se conciben a sí mismas como exclusivas y excluyentes.
De acuerdo con Castells (2022), dos factores comunes tienen este movimiento político de extrema, sin importar la sociedad en que se encuentre: “El primero es la normalización de ideologías extremas en el sistema político y en una parte importante de la ciudadanía”. Esta situación según su enfoque se da por el rechazo hacia la inmigración, a la inseguridad y al miedo. Se refiere específicamente al temor a la delincuencia y a la violencia entre bandas que se enfrentan en las calles, una violencia que suele atribuirse a la inmigración y a las minorías étnicas. Además, indica que existe un clamor social por imponer orden a cualquier costo.
El segundo factor, según Castells (2022), “es el amplio rechazo popular a la clase política, especialmente entre los jóvenes. El ‘no nos representan’ se exacerba cuando hay problemas graves, como ocurre actualmente, que requieren medidas con un costo social”. El autor añade que, si bien la extrema derecha no cuestiona el sistema económico —al contrario, lo respalda—, dirige su rechazo principalmente hacia el sistema político.
Señala que es fundamental no confundir estos dos tipos de antisistemas, ya que la crítica a un sistema económico injusto está representada de distintas formas por la izquierda. También indica que, a esta antipolítica de la extrema derecha, se suma la oposición a los nuevos valores de feminismo, ecologismo y solidaridad, considerados elitistas.
El cibermundo virtual está profundamente interconectado con la realidad cotidiana, de modo que las acciones políticas de extrema derecha se expanden del ciberespacio hacia la vida diaria, donde se concretan y adquieren nuevas formas. Este fenómeno es posible gracias al control que ejercen los hackers y ciberguerreros ultraderechistas sobre los dispositivos digitales, así como a las estrategias de la ciberpolítica.
Mientras tanto, el político tradicional sigue sin creer en la importancia del cibermundo y continúa viendo la tecnología solo como una herramienta, un instrumento que puede usarse para el bien o para el mal. En cambio, los extremistas comprenden la ciberpolítica dentro de un marco de control virtual, desarrollando estrategias para construir espacios digitales que operan tanto en la oscuridad como en la visibilidad del ciberespacio.
Estos ciberguerreros de extrema cuentan con el apoyo de los cibermillonarios más importantes del planeta, transformando al cibermundo en un campo minado de discursos manipulados, en un panóptico digital donde la vigilancia se disfraza de entretenimiento y la sumisión de elección libre. Transitan por el ciberespacio como cibernautas reprogramados; no empuñan fusiles, empuñan algoritmos y pantallas. Cada golpe hiere conciencias en lugar de cuerpos.
No llegan con uniformes ni banderas, sino disfrazados de píxeles, ocultos tras perfiles anónimos. Son los nuevos guerreros de estos tiempos transidos y cibernéticos, hackers de la ultraderecha, heraldos de la posverdad. Sus armas no son balas ni misiles, sino mensajes encriptados en titulares falsos, cadenas virales y campañas de desinformación.
En este cibermundo ya no importa la verdad, importa la mentira repetida hasta volverse creíble. Las noticias falsas, afiladas como bisturís, se transforman en armas de precisión quirúrgica, capaces de sembrar dudas, dividir sociedades y manipular conciencias con un solo clic.
Estos hackers de extrema se infiltran en el algoritmo que organiza la vida cotidiana, moldeando lo que vemos, lo que creemos, lo que tememos. El viejo fascismo ha mutado en un virus digital; ya no marcha al ritmo de tambores, ahora late en los latidos del cibermundo, en cada me gusta, en cada video compartido, en cada rumor disfrazado de noticia. Son marcas de tiempos oscuros en el mundo y el cibermundo como híbrido planetario.
En este nuevo orden, la ultraderecha y el ultraliberalismo ya no necesitan cadenas ni cárceles físicas: le basta con encadenar el deseo, encarcelar la imaginación y reducir la política a un teatro de mal gusto, de ese kitsch que manifiesta Kundera en La insoportable levedad del ser (1985), y que lo define como “un mundo en el que la mierda es negada y todos se comportan como si no existiese” (Kundera, 1985, p. 260).
En un Cibermundo transido. Enredo gris de pospandemia, guerra y ciberguerra (Merejo,2023), que muestra su crudeza en el presente, el kitsch político encubre, edulcora la tragedia y la convierte en un simulacro confortable que anestesia la crítica: “el kitsch es la negación de la mierda; en sentido literal y figurado: el kitsch elimina de su punto de vista todo lo que en la existencia humana es esencialmente inaceptable” (Kundera, 1985, p. 260).
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