Ese ocho de diciembre, el día empezó con el sol clavándose lento en el asfalto y las cervezas sudando sobre la mesa del colmado de Veterano. Por la esquina de la calle Beller con la Estrelleta llegaron figuras parecidas a una procesión de sombras cargadas de utilerías y vestuarios raídos. Eran ellos, el Teatro de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD). Los antiguos. Cada uno con el cuerpo vencido por los años y el peso de sus propios fracasos. Habían vuelto a juntarse por primera vez en décadas, como si aquella fiesta fuese un conjuro que los arrancaba de su letargo. Todos parecen personajes salidos de una obra trágica: rostros ajados, cuerpos cargados de achaques, pero con la chispa intacta en los ojos. Los convocó el músico José Duluc para que participaran en un homenaje a Luis Días, un espectáculo que mezcle música, poesía y teatro.

La idea tomó cuerpo entre las carcajadas, las cervezas y el ron. Se sentaron en círculo, improvisando el respirar, recordando sus viejos días de teatro estudiantil. Duluc escribió los primeros versos: "Somos las grietas del tiempo, los ecos que nunca se callan…". La conversación era un desastre encantador: todos hablaban a la vez, mezclando anécdotas sobre Luis, críticas al estado del arte dominicano, recuerdos de los tiempos de la UASD y lamentos por sus dolores de espalda y rodillas. "Es el último acto, mi gente. Hagámoslo por Luis". "¿Pero por qué tiene que ser el último?". "Porque estamos viejos, ¿no te fijas?". "Estarás viejo tú. No le pongas fecha de vencimiento a mis huesos". "¿Por qué siempre tienen que estar hablando de edades?". "Podemos incluir un artista internacional para conseguir el dinero de la Agencia de Cooperación Española". "Nosotros no necesitamos el dinero, eso es un constructo social de manipulación". "Piensen en un tributo a Luis Días y a Virgilio Piñera". "¿Pero por qué tiene que ser a un cubano? ¿Por qué no puede ser a una mujer o a un dominicano?". "Podría ser 'Pirámide 179′ de Máximo Avilés Blonda o 'Una mujer está sola' de Aída Cartagena Portalatín". "Esa gente está muerta". "Luis y Virgilio también". "Por eso, ¿por qué no pensamos en la generación de ahora? Abrirse a lo nuevo para que nos recuerden". "¿Y por qué tienen que recordarnos? No pasa nada, disfrutemos sin esperar nada a cambio, sigamos rompiendo sistemas". "Lo único que está roto son tus huesos". "Quien sea, pero tenemos que crear algo para El Terror". "Pásame mi iPhone, quiero fotografiarme con estos gatos". "¿Se acuerdan de 'Un arropamiento sartorial en la caverna platónica'? Podemos versionarla otra vez". "Mire, ese nombre es muy largo. Ya no hay tiempo para una vaina tan larga". "Haré un documental sagrado". "Que no, que de aquí a que lo termines nuestros nietos están viejos".

Reinaldo Arenas, siempre en las sombras, apoyado en un poste de luz, observaba todo. Toma notas. Desde allí veía cómo las parejas se enredaban al ritmo de "Mi Guachimán me salvó", cómo los teatreros se sentaban en sillas plásticas desvencijadas con dificultad dolorosa y a punto de desencajar huesos, y cómo los niños, ajenos a la solemnidad, lanzaban piedras a los gatos callejeros.

Y adentro del colmado, El Veterano está contento. Es el día de más venta. Veterano es el mejor amigo de Luis Días, la viva voz del terror, el que más sabía de los últimos días del músico, siempre según él. Se planta en medio del grupo con vaso en mano, empieza a soltar sus historias, como si tuviera un contrato con la imaginación. "Aquí es donde Luis bebía", señala a una esquina. "A las nueve se tomaba dos cervezas y después un Brugal de los pequeños. Me decía que se lo apunte porque ya no tenía cuartos. Yo era el que le buscaba el dinero que le mandaba Shakira a Caribe Tours. A mí era al único que le tenía confianza". "¿Y a este quién le está preguntando?". Que si recibió una llamada de Luis desde el más allá, que si el difunto le habló de un colmado celestial donde venden ron que no da resaca. Y la gente, que piensa que todo es parte del espectáculo teatral, ríe y aplaude.

Ya iban más de cuatro tragos de ron y, Veterano, con su manera de hablar atropellada y a manera de confesión, comenzó a contar lo que según él le pasó con su amigo Luis. "Veterano", decía, imitando la voz de Luis. "Veterano, yo quiero hacer un negocio con usted. Si tú te mueres primero, te meto un celular con quinientos pesos de recarga en el ataúd para que me llames desde el otro lado". Luis siempre decía que la muerte no era el final, y aquel día parecía que lo estábamos comprobando. "Pero si soy yo el que se va antes, tú me haces lo mismo. Así me llamas de allá y me dices cómo es eso por allá abajo". "Pero, Luis, si yo no tengo dinero", le dije, "no tengo para pagar las pensiones de mis hijos y voy a comprar un teléfono para meterlo en una caja de muerto. Ya tú quieres que estas mujeres me maten". "Tranquilo, Veterano. Yo te lo doy, mira. Coge ese dinero, que, si yo muero primero, tú compras el celular". La gente se reía. ¿Quién más iba a pensar en morirse y preocuparse por la cobertura del más allá? El Veterano, medio borracho y tentado por el billete que Luis le agitaba frente a la cara, aceptó sin pensarlo, lo guardó para comprar el teléfono luego. ¿Qué sabía uno que se iba a morir tan pronto? Una de las madres de sus hijos, al verle el dinero, aprovechó para quitárselo porque los muchachos no tenían leche. Era solo un juego, ¿no? Pero Luis murió apenas unos días después. Un infarto, dijeron. O tal vez el cansancio de cargar con tantas canciones que algunos no supieron entender del todo. Veterano no pudo cumplir el trato. "Pero ya no quiero que él me llame, caballero. Ni un toque perdido. Yo no le robo a los muertos, pero cuando un muchacho llora por hambre, ya sabes. Soy un hombre serio. Óiganme, me metí en miedo. Y yo cuando vi que le pusieron su guitarra ahí en el pecho… No hablen de dinero. No hablen de quinientos pesos. No hablen de dinero, hablen del celular. Hablen del celular con quinientos pesos de recarga. Que no existe dinero, no recarga, la data. La data para comunicarse con el artista". Respiró. Los demás lo miraban boquiabiertos. "El hombre no me ha llamado", continuó. "Nunca, y yo no quiero que me llame, yo no quiero que me llame. Reinaldo, escribe eso en el cuento, que no quiero que me llame ya". Desde entonces, el Veterano vive aterrado. Se niega a tocar un teléfono, convencido de que cualquier llamada puede ser El Terror.

Reinaldo Arenas lo miraba con curiosidad. Sus ojos chispearon; parecía que había encontrado un viejo manuscrito olvidado. ¿Y si la novela se tratara de eso? De las grietas, de los muertos que vuelven a esta calle, donde la historia se mezcla con el teatro y sus propios fantasmas. Pero el Veterano hablaba de algo más tangible. ¿Quién más iba a pensar en morirse y preocuparse por la cobertura del más allá? La multitud reía, pero también escuchaba. Algo en Veterano atrapaba, una mezcla de desparpajo y tragedia. Reinaldo sentía que este hombre podía ser un personaje perfecto para su próxima novela. ¡Un tipo que llama a los muertos para robarles historias, eso sí es literatura! El teatro siempre fue un lugar para los muertos. Quizá por eso han venido a parar aquí. Mientras tanto, en el fondo del colmado, Luis Días, empapado en sudor y con la guitarra que asemejaba a un cadáver cargado en el hombro, destapó su botella de ron, tiró un chorro en una esquina y sonrió. "No saben que ya están muertos, ¿verdad, Luis?". Luis no respondió. El tambor sonaba a lo lejos, acompañado por un bolero que se desvanecía entre las grietas del suelo. Los del teatro, que Dios los tenga en paciencia, seguían creando, como si la vida misma dependiera de esa obra. Quizá, pensó Reinaldo, eso era el teatro: un intento desesperado de burlar a la muerte. Quizá todos somos actuantes inesperados de la vida.

El grupo carga con un estandarte donde se lee "Teatro UASD: Resistiendo". Sus voces, ahora ásperas por los años, se entremezclan en un ensayo atropellado. Cada movimiento parece un desafío contra el tiempo y el olvido. Una mujer se mueve, bélica y guerrera, mientras recita versos de Virgilio Piñera: "visto el caso y comprobado el hecho, declaramos, que todo lo dicho queda sin efecto". Su voz se alza sobre el ruido de la fiesta, clara y desafiante.

La presentación comienza con una improvisación: un círculo de sillas vacías que el público va rodeando, mientras narran fragmentos de la obra. Se agolpan, entre ellos artistas e intelectuales que parecen más interesados en captar la esencia de Luis Días y Virgilio Piñera que en las fallas técnicas del grupo. Reinaldo, desde su rincón, toma notas mentales. La voz de la actriz lo envuelve: "¡Nos hemos equivocado de caverna!". Cada palabra, una revelación. Al fondo, la música de la fiesta se detiene un momento, y el aire parece cargarse de algo más que nostalgia. Es como si los muertos también estuvieran escuchando.

Las voces flotan, fragmentadas, sin seguir un orden. A veces, Reinaldo Arenas, apoyado contra una pared desconchada, con su acento cubano, narra en su cabeza: "Mira pa' eso, un enjambre de locos intentando atrapar el aire con las manos", y se pregunta si las voces de los muertos tienen alguna coherencia. En lo que pudo haber sido. En lo que fue y ya no es. Los actores discutían. Uno olvidó su texto, otro dejó la peluca en casa, y una actriz, que juraba ser la última Delta Soto de la patria, improvisaba gritos desgarradores que confundieron a más de un borracho en el público. "Esto no es un homenaje, es un circo", pensó Reinaldo, aunque con un dejo de ternura. Después de todo, él también vivió ese delirio de crear en medio del caos, de intentar construir arte donde se amontonaban escombros, control, persecución y engaños revolucionarios.

Cuando la fiesta comenzó a disolverse, con los actores guardando vestuario y utilería y cuando los borrachos buscaban un lugar donde caer, los artistas, cansados de pelear con el tiempo y el caos, se sentaron en la esquina a beber cerveza Bohemia. La noche se hizo más oscura. Reinaldo se acercó a Veterano. "Ellos lo sabían, Veterano", le dice, "tú solo eras un actor en su teatro. Pero el teatro ya no existe. El dinero, las mentiras, las canciones… todo eso se llevó algo. Y ahora están atrapados".

Las calles quedaron vacías. Veterano entró al colmado, encontró las botellas mal apiladas y el suelo pegajoso de ron barato. Cerró y se sentó frente a la caja registradora. Encendió un cigarrillo. Las paredes parecían hablarle, las manchas de humedad tomando formas que no quería reconocer. Reinaldo también permanecía de espectador fantasma. Y de pronto la ve: la grieta. Una fisura negra que se extendía cual suspiro de la tierra. Veterano la miró, fascinado y aterrorizado. "¿Será esto la puerta al más allá?", pensó como quien habla de comprar un plátano en la esquina. Con esos ojos de quien ha visto más de lo que puede procesar. Se pasa una mano por la cara. Pensó que era el ron adulterado que a veces vendía, o el cansancio. "Anda, Veterano. Cumple el trato". Palidece. Se levanta, tambaleante, y camina hacia la grieta cual condenado al patíbulo. "¿Vas a seguir inventando cuentos o vas a vivir una historia de verdad? La muerte no es silencio, sino un concierto eterno". Se negó. Sabía que las grietas no eran solo grietas, y que mirar más allá de ellas era asomarse al borde de un precipicio. "Ahí está lo que te falta, compadre. La verdad que no te atreves a contar". Al principio, no siente nada. Pero luego la grieta comenzó a tirar de él, parecía hambrienta y que él fuera su único banquete. Gritó, pero nadie lo escuchó. Es pequeña, una cicatriz que respira, que pulsa, tal si lo estuviera llamando. Él da un paso hacia atrás, no quiere problemas. En ese momento, una de las madres de sus tantos hijos llegó aporreando la puerta. "¡Veterano, desgraciado, tienes tres meses sin pagar la pensión! ¡Yo sé que tú estás ahí!", le espetó. Sin decir palabra, Veterano dio un paso hacia la grieta. Luego otro. Y otro más, hasta que su figura desapareció en la oscuridad.

El colmado, fosco y lleno de humo, parece un limbo donde las almas descarriadas encuentran consuelo en un vaso de ron y una guitarra desafinada. Las paredes están forradas de afiches descoloridos: el Che de la estrella, Duarte mal pintado, Benny Moré en blanco y negro, Luis abrazando su guitarra, y hasta un póster de Shakira arrancado por la mitad. Se sabe que fue Luis quien lo rompió en un arrebato, incapaz de borrar aquella historia de tribunales y plagios que, dicen las malas lenguas, lo mató. Al fondo del lugar, Víctor Víctor está discutiendo con Benny Moré sobre cuál de los dos sabe más de boleros. En una esquina, Johnny Pacheco y Celia Cruz se ríen a carcajadas, mientras alguien (creo que es José Martí o Máximo Gómez, no lo puedo asegurar) se sirve una línea de cocaína en un viejo disco de vinilo de Juan Luis Guerra. La portada de "Bachata Rosa" ahora tiene una línea blanca que divide a los dos peces. "¡Dile a Juan Luis que me dé mis cuartos!".

La risa de Luis es contagiosa, y por un momento hasta Benny Moré y Víctor Víctor dejan su discusión para unirse al coro de carcajadas. Incluso Martí sonríe desde su rincón, aunque su bigote sigue cubierto de polvo blanco. De repente, la puerta del colmado se abre con un golpe, y entra un nuevo personaje. Es Freddy Beras-Goico, llevando una bandeja con vasos de ron y un salero en equilibrio sobre su cabeza. "Caballeros, ¿ustedes creen que la eternidad es gratis? ¡Hay que trabajar para la diversión!". Freddy comienza a repartir los vasos, y el ambiente se llena de una energía renovada. Benny arranca con un "Cuando te encontré" improvisado, mientras Pablo Milanés deshoja una rosa roja que parece haber salido del aire. No es tan diferente de la vida que dejamos atrás: un desorden de pasiones, arte y tragedia. Y quizá eso sea lo único que importa, en este limbo entre el Vedado y Ciudad Nueva, donde la muerte nunca está tan lejos como parece.

—Mira, chico, lo que me tiene intrigado —le dice Reinaldo a Luis desde una esquina oscura—, es cómo carajo lograste traer a ese vivo hasta aquí. Yo qué sé, en primera clase, en bote o en motoconcho, papi. Luis, con su sonrisa entrecortada y un cigarro apagado que cuelga de sus labios, responde sin prisa, dueño de la eternidad para hablar: "Lo traje con un permiso especial para saldar la deuda de una promesa absurda". Carcajadas. "Si logré demandar a Shakira desde una computadora que no pasaba de Windows 98, ¿tú crees que no iba a poder traer al Veterano con un poco de rezos y una botella de ron barato?".

El Veterano, mientras tanto, sigue aferrado a su cerveza cual si fuera un salvavidas en un océano de fantasmas. Su voz, temblorosa, intenta interrumpir la conversación. Aquí las paredes sudan ron, y el aire huele a tabaco y flores marchitas. Su guitarra, descansando a su lado, al cubano le pareció un amante cansado. "Dime algo, Reinaldo", dice Luis, con una sonrisa torcida. "¿Tú crees que Dios le dio sentido al caos o que solo se lo está inventando sobre la marcha?". "Dios está demasiado ocupado censurando libros para preocuparse por nuestras creaciones", le responde Reinaldo encendiendo un cigarrillo que sabe a papel mojado. "Todos somos nuestros propios verdugos, buscando redención en cada sorbo de alcohol y cada nota de música". "Reinaldo, ¿qué te trajo aquí?". "El mismo tren que a ti, amigo: un exceso de vida en una isla secuestrada".

Luis suelta una carcajada, y hasta Freddy Beras-Goico, que sigue equilibrando el salero en la cabeza, suelta un "¡asere, tú sí eres descarado!", desde la barra. "Compadre, yo sé que no es… no es normal". "¡Normal!", responde, soltando la guitarra y levantándose con un dramatismo que hasta Milanés aplaude desde su rincón. "Normal es un unicornio en bicicleta por el Malecón de La Habana".

Las risas se desbordan otra vez, y el Veterano parece a punto de romper en lágrimas. Pero entonces, Benny Moré empieza a cantar algo que suena a una mezcla de "El Yerberito Moderno" y un verso perdido de "El Guardia del Arsenal" de Luis. Mientras Benny improvisa, Johnny Pacheco y Celia Cruz comienzan a mover los pies al ritmo de un guaguancó que nadie pidió, pero que todos necesitaban. Y entonces, como si las palabras fueran un conjuro, el que parecía Martí, pero que no lo era, en un arrebato de inspiración, levanta su copa y declara: "Caballeros, si esta es la eternidad, ¡bendita sea la muerte!". Golpeó la barra y marcó el ritmo de una tambora imaginaria.

El Veterano está al borde de un colapso. "No, no, no puedo. ¿Y si me quedo aquí para siempre? ¿Qué pasará con mis hijos? ¿Quién va a celebrar tu cumpleaños? ¿Qué pasará con el colmado?". Yo lo veo y pienso: este tipo no aguanta ni un guarapo más. Tiene las manos sudadas, y si no fuera porque aquí nadie se muere otra vez, diría que se está quedando sin aire.

"¿Pero qué crees que te va a pasar? ¿Que se te aparezca el espíritu de Luis diciéndote que le devuelvas los royalties?". Luis suelta otra carcajada que hace vibrar los estantes del colmado. Se levanta, toma una guitarra con más historias que cuerdas, y comienza a tocar los acordes de "Marola". El colmado entero parece detenerse. Hasta Benny Moré deja su discusión con Víctor Víctor para escuchar. Luis detiene la música de repente y clava los ojos en el Veterano. "Tú no entiendes, ¿verdad? Aquí no hay escapatoria si no cumples tu palabra. Ese celular es tu única salida".

El Veterano, temblando, se acerca al aparato. Lo mira como si al tocarlo fuera a abrirse un agujero negro que lo trague para siempre. "Yo no puedo…", susurra. "Claro que puedes. Solo tienes que decidir qué miedo es peor: ¿el de quedarte atrapado aquí o el de enfrentar a los vivos otra vez?". Luis sonríe, pero hay algo en su expresión que da escalofríos. "Llámame, Veterano", dice con voz grave. "Llámame y dime cómo se siente estar muerto".

En ese momento, el colmado cambia. Las paredes se expanden, y las voces de los presentes se mezclan con la música de una tambora invisible. Sintió que todo el lugar respiraba, vivo en su propia forma extraña. Varios teléfonos comienzan a sonar, y el colmado entero se queda en silencio. Hasta Benny Moré, que ya estaba por soltar un bolero, se calla. Entonces, alguien contesta: "¡Aló! ¡Aló!". Era una voz suave, un susurro entre canciones. El Veterano retrocede hasta tropezar con una caja de cerveza. Reinaldo suelta una sonrisa tan ancha como La Habana Vieja, entendiendo algo que Veterano aún no ha descifrado.

Luis se acerca, toma el auricular y escucha. Su rostro, por primera vez, se ilumina con algo que parece paz. Luis cuelga, y el colmado vuelve a la normalidad, o al menos a lo que aquí pasa por normal. El Veterano, todavía pálido, me mira con los ojos llenos de preguntas. No dejo pasar la oportunidad de meterle un aguijonazo y le digo, riéndome porque esto ya me huele a teatro del absurdo: "¿Qué, mi socio? ¿Te diste cuenta de que el único fantasma que importa es el que llevas dentro?". Luis, con una sonrisa, empieza a cantar. Celia Cruz y Johnny Pacheco discuten cuál es el mejor ron del Caribe. "Asere, ¿tú no te cansas de tener miedo?". Veterano finge no escucharlo mientras limpia el mostrador. Pero no lo puede evitar, porque cuando Reinaldo habla, suena como si estuviera leyendo un párrafo recién salido de un libro. "Buen cuento", dice. "Pero me parece, asere, que, con tu silencio, me estás tomando el pelo". "No me digas asere, dime mi nombre". Reinaldo, con su aire melancólico y sus memorias de una Cuba que lo traicionó. Luis, con su guitarra y su risa, representando a una Quisqueya que lo celebró y lo consumió a partes iguales. "Mira que yo, allá en La Habana, viví rodeado de gente que hablaba mierda de revoluciones y de sueños mientras se moría de miedo de mirarse por dentro. ¿Y este Veterano? Este se asusta más que un gato viendo agua". Veterano está cansado. No de su trabajo en el colmado, sino de la vida misma. De los gritos de sus hijos, de las exigencias de las madres que le reclaman manutención, de la rutina que pesa más que las cajas de cerveza que apila a diario. "Asere, la vida es un colmado, y tú eres el cantinero". "Que no me digas asere". "¿No entiendes? No olvides que los mejores cuentos no se inventan, se viven. Aquí todos robamos algo. Hasta la muerte nos roba la paz". Debe decidir si sigue viviendo con su miedo, o si acepta la verdad de lo que ha visto, con todas sus consecuencias.

A veces, el tiempo es una grieta, algo que se abre y se cierra sin previo aviso. Un golpe que no perdona, que se queda flotando, sin llegar a terminar. Esa línea que separa lo que dices que eres y lo que en realidad eres. Es más ancha de lo que crees. Y si no tienes cuidado, te traga. Las grietas se resisten, no quieren lamentos. Sudan un salitre que huele a cementerios coloniales. A veces, cuando el ron se sube, las grietas susurran en idiomas que solo los muertos entienden.

Veterano dejó caer el teléfono y, al hacerlo, vio cómo la luz de la casa se encendía, un estallido, un telón invisible caído sin tiempo. Se desintegró, tal manuscrito arrojado al fuego. La puerta se abrió de nuevo, y cuando salió, el mundo seguía igual: la calle de la fiesta estaba vacía, las luces parpadeaban, parecía que nunca hubieran existido, y la gente había desaparecido.

Cuando el Veterano vuelve al mundo de los vivos, está al borde de una resaca existencial. Los del Teatro UASD lo ven diferente: camina con la mirada clavada en el suelo, como si llevara una carga invisible. La voz no era de este mundo, pero tampoco era la de Luis. Era su propia voz, como si alguien del otro lado repitiera cada palabra evitada en vida. No pensaba en eso. Solo caminaba. Y mientras caminaba, el calor del ron se le subía a la cabeza. Los gritos de la fiesta seguían vibrando en su pecho; pensó que la música de Luis Días nunca dejó de sonar. No se daba cuenta de que cruzó otra frontera, más invisible que la primera, hasta que llegó a la esquina, donde se veía la vieja casa que una vez fue la residencia de Luis. La grieta no perdona. Y siguió caminando.

"Y tú, Reinaldo, ¿cuándo vas a escribir mi novela?". "Cuando lo decidan los muertos", responde Reinaldo, riendo sin mucho sentido. "Hay cuentos que solo los muertos pueden contar", murmuró, encendiendo un cigarro mientras se alejaba hacia el cementerio de la Independencia, pensando en la posibilidad de contarse él también en la historia.

Vladimir Tatis Pérez

Vladimir Tatis Pérez, nacido en Santo Domingo, Distrito Nacional en el año 1968, es escritor de novelas y cuentos, además de dramaturgo y ensayista. Estudió publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD) e hizo en Madrid, España, un curso de administración de empresas culturales. Autor de la novela "Mátalo", y de los libros de cuentos "La herida de Eva" y "De castigo en la azotea".

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