Desde la infancia, los libros han marcado mi existencia con un poder cercano a la magia. Mi relación con ellos no ha sido un lujo ni un adorno: ha sido una fuerza vital, tan natural como la sangre que corre por mis venas. Antes de aprender a leer, un ejemplar de Las maravillas del mundo me hechizó. Me mostró mares que aún no conocía, resplandores y desmesuras que estiraron el horizonte más allá de Buena Vista, Jarabacoa, mi origen. Aprender a leer fue la emoción más fantástica de mi niñez, un rito de iniciación que me abrió puertas infinitas.
A los once años emprendí mi primera formidable travesía: la Biblia. No la leí como dogma, sino como un conjunto de relatos apasionantes donde convivían filosofía, poesía, épica y sensualidad. Vi en Job la primera obra estoica; en Eclesiastés, una voz existencialista; en El Cantar de los Cantares, la delicadeza del amor. En paralelo, llegaron Mujercitas y Hombrecitos, y un manual de Historia Universal que me hizo viajar por ciudades antiguas, desiertos y galaxias. En medio de un país convulso por la guerra civil de 1965 y de mis propias turbulencias infantiles, los libros se volvieron refugio y certeza.
Mi vida lectora avanzó por oleadas. Primero, los paquitos y las novelitas románticas o de vaqueros; después, las lecturas políticas, filosóficas y feministas; más tarde, la ciencia y las matemáticas en una etapa de curiosidad insaciable. Cada oleada tuvo su carácter, su intensidad y sus preguntas, pero la corriente que nunca se interrumpió fue la literatura y la poesía. Entre los once y los treinta y un años, dos décadas decisivas, se definió mi identidad como lectora y, con el tiempo, como escritora. La literatura me dio gozo, energía moral y claridad espiritual, incluso en momentos de angustia personal, social o política. Leer me hacía sentir parte de una patria sin fronteras, una democracia de culturas y tiempos unidos por la imaginación.
A mis trece años, una epifanía me aguardaba en Constanza: Anna Karenina, de Tolstói. Aquella lectura me transportó a un mundo más vasto y complejo que todo lo que conocía. Al cerrar el libro, vi brotar del suelo una rosa amarilla. No había mata. La flor, nacida de golpe, se volvió símbolo de belleza, esperanza y vínculo con lo infinito. Desde entonces, una rosa amarilla encarna para mí la dicha inesperada y la fuerza de la literatura para transformarnos.
Pronto aprendí a distinguir entre entretenimiento y literatura. Antes de los veinte ya había recorrido a Dostoievski, Balzac, Victor Hugo, Pérez Galdós, Chateaubriand, Chejov, Maupassant; entre los latinoamericanos, a Jorge Isaacs y José Eustasio Rivera; y, de Norteamérica, a Tom Sawyer. Mi oído se formó con poesía dicha en voz alta o hecha canción: Salomé Ureña, Miguel Hernández, León Felipe, Neruda, Serrat, Joan Báez. Para mí, la poesía se escucha como música y como justicia.
Mis primeras grandes escuelas fueron los narradores rusos y franceses del XIX; luego llegaron los latinoamericanos y caribeños. El primer cuento que me marcó fue El gabán, de Gogol. En la narrativa dominicana, mis entradas fueron Cuentos escritos en el exilio, de Juan Bosch, e Infancia feliz, de Armando Almánzar. Con los años, mi biblioteca interior se pobló de voces que aún me acompañan: Maupassant, Borges, Clarice Lispector, Yourcenar, Rulfo, Mansfield, Arenas, Wilde, Kipling, Hilma Contreras y muchos otros. En cada crisis o etapa vital, reaparecen libros con nuevas resonancias: El castillo de Kafka cuando la burocracia se vuelve laberinto; Eugenia Grandet de Balzac ante la avaricia; Abel Sánchez de Unamuno cuando la envidia corroe. Los libros se han convertido para mí en brújulas éticas y existenciales.
Mi camino con los libros está hecho también de personas. Siempre encontré ángeles bibliófilos: un anciano enfermo que me prestó a Dostoievski, Victor Hugo y José Enrique Rodó; un oftalmólogo que me regaló a Calvino; una amiga que me envió a Proust y a Ovidio. Cada obsequio fue una forma de afecto y una apuesta por mi deseo de leer. También hubo pérdidas: amigos que se adueñaron de ejemplares queridos, como Historia de un deicidio. Aprendí a mirar esas fugas con humor: los libros viajan, llevan alegría a otros, y a veces el destino de un volumen es circular más que reposar. La familia fue un pilar. Mi hermano cargó desde México el pesado Manual del ingeniero químico cuando estudiaba esa carrera. Mi hermana Gloria me regaló la primera máquina de escribir. Pastora, la menor y poeta, El lobo estepario de Hermann Hesse. Lourdes y José, cómplices literarios, Momentos cumbres de la humanidad, por solo mencionar algunos. En tiempos escasos, esos objetos se volvieron símbolos de confianza y esfuerzo.
Mis afinidades se han expandido sin obedecer más ley que la del asombro. Me deslumbra la lucidez de Octavio Paz y Jorge Luis Borges; me hechizan Dostoievski, Flaubert, Le Clézio, Lispector y Asturias; admiro el modo en que García Márquez, Vargas Llosa y Steinbeck narran el poder; me atraen la singularidad de María Zambrano y el misterio de Maeterlinck. De Nietzsche aprecio la crudeza honesta, aunque no comparta todas sus ideas. Entre las escritoras que me dieron certeza de mi vocación reconozco a Sor Juana, Gabriela Mistral, Rosario Castellanos, Marguerite Yourcenar y Aída Cartagena Portalatín, entre muchas otras. Mi gusto se ha mantenido fiel: novela, cuento, ensayo, poesía, de cualquier época y región. Busco obras que me sumerjan y me hagan sentir parte de un haz de lazos vivos. En tiempos recientes, me conmovieron Yan Lianke y Marie Ndiaye; la aventura de leer nunca termina.
Mi biografía lectora está trenzada con mudanzas. A cada cambio de lugar, un nuevo libro parecía esperarme. En San Isidro, la Biblia y Mujercitas; en Constanza, Anna Karenina; de vuelta a San Isidro, novelitas de vaqueros; en Jarabacoa, casi toda la biblioteca del liceo; en Santo Domingo, los célebres narradores rusos y franceses del XIX y varias voces latinoamericanas. Así fueron llegando las obras que necesitaba, como si respondieran a un llamado secreto. A veces pienso en puntitos luminosos en un espacio abierto: no son las migas de pan de Hansel y Gretel —que las aves se comen—, sino señales de un sendero que se va dibujando a medida que avanzo.
Con el tiempo, comprendí que leo por gusto, no por estar “actualizada” ni por cargar una enciclopedia en la cabeza. Leo para vivir mejor, para entender mejor, para habitar con otros la intemperie y la fiesta del mundo. Los libros me han dado una segunda acta de nacimiento: me hicieron ciudadana de una patria sin fronteras, tejida por la memoria de los pueblos, la imaginación desvelada y el trabajo singular de cada autor y autora.
Si tuviera que trazar la síntesis, diría esto: los libros han sido mudanza, oleada, corriente y constante en mi vida; compañía en la soledad; guía en la incertidumbre; espejo del amor, del absurdo y de la injusticia; fuente de belleza y motor creativo. Por eso creo que los libros no solo se leen: se viven. Y en cada paso, incluso en los más arduos, una rosa amarilla —símbolo de la literatura que brota donde nadie la espera— vuelve a recordarme que la esperanza tiene páginas, y que la luz, a veces, llega encuadernada.
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