Dedicado a Manuel Matos Moquete (Premio Nacional de Literatura, 2019)
La lengua constituye uno de los patrimonios más significativos de la humanidad, pues es el reflejo más auténtico de la historia, la memoria y la identidad de los pueblos. No es simplemente un instrumento de comunicación, sino la manifestación viva de cómo una comunidad ha aprendido a nombrar el mundo, a interpretarlo y a transmitir sus valores, creencias y cosmovisión. En este sentido, afirmar que la lengua es un producto cultural de un pueblo significa reconocer que está tejida por la experiencia colectiva, por los procesos históricos y por la herencia que cada generación deja a la siguiente.
Como señala Edward Sapir (1921), “la lengua no es solo un medio para transmitir ideas, sino la representación simbólica de la cultura misma”. Esta afirmación nos ayuda a entender que el idioma que hablamos no es un código aislado, sino un entramado cultural que condensa la manera de vivir y de pensar de un pueblo. Por eso, el español de América no es idéntico al español peninsular, porque la historia, el mestizaje y las realidades socioculturales de cada región han dejado huellas imborrables en la lengua.
En la República Dominicana, por ejemplo, las palabras presuntamente heredadas de los pueblos taínos, como hamaca, yuca o batey, no son simples vestigios lingüísticos: son memoria viva de las raíces originarias de nuestra tierra. Del mismo modo, la influencia africana dejó en el habla dominicana expresiones como chévere o el ritmo sincopado de ciertas entonaciones, testimonio de la resistencia cultural de quienes fueron arrancados de África y trajeron consigo no solo su fuerza de trabajo, sino también su visión del mundo. La lengua, en este caso, se convierte en un archivo histórico, en una marca indeleble que guarda las huellas de los encuentros y desencuentros entre culturas.
La relación entre lengua e identidad también ha sido destacada por Eugenio Coseriu (1981), quien sostuvo que hablar una lengua es participar de una tradición histórica y cultural. La lengua no es solo una herramienta individual, sino una práctica colectiva que nos vincula a una comunidad concreta. Por eso, cuando un dominicano utiliza giros propios como concho para referirse al transporte urbano o pariguayo para describir a una persona ingenua, no está simplemente comunicando: está reafirmando su pertenencia a una identidad lingüística que lo distingue de otros pueblos hispanohablantes.
Pedro Henríquez Ureña, en su célebre ensayo El español en Santo Domingo (1940), subrayó que la lengua refleja la fisonomía espiritual de un pueblo. Para este insigne humanista, el habla dominicana no debía considerarse un español “degradado”, sino una expresión legítima de la vida cultural y social de la nación. Esa visión pionera nos invita a valorar las particularidades del español dominicano como testimonios de nuestra historia y de nuestro modo propio de habitar el mundo. Henríquez Ureña entendió que la lengua es memoria colectiva y, al mismo tiempo, proyecto de futuro.
En esta misma línea, Manuel Matos Moquete (2006), en su obra La cultura de la lengua, sostiene que el idioma es a la vez patrimonio y creación constante. La lengua, según este destacado autor, no solo pertenece a la historia de un pueblo, sino que también se renueva en el uso cotidiano de los hablantes, quienes la recrean y resignifican. Es de este modo como cada generación se apropia de la lengua heredada y la moldea conforme a sus nuevas necesidades expresivas y culturales. Esta perspectiva refuerza la idea de que la lengua es una construcción dinámica, siempre en diálogo con la historia y con la identidad en movimiento.
La lengua evoluciona en paralelo con los acontecimientos políticos, sociales y culturales. Basta recordar cómo, en América Latina, los procesos de independencia del siglo XIX estuvieron acompañados de un fuerte debate sobre la lengua. Intelectuales como Andrés Bello defendieron la necesidad de valorar el español americano como una expresión legítima y propia, diferenciada de la norma peninsular. Este gesto no fue solo filológico, sino político y cultural, porque significaba reconocer que los pueblos americanos habían forjado un modo particular de hablar y, por ende, de ser.
Otro ejemplo lo encontramos en el caso del catalán, el euskera o el gallego en España. Estas lenguas, que durante largos periodos fueron marginadas en favor del castellano (español de España), han sido reivindicadas como símbolos de identidad regional y cultural. En ellas no solo se expresan palabras distintas, sino maneras diferentes de entender el mundo y de afirmar la pertenencia a una colectividad histórica. El renacer de estas lenguas muestra cómo los pueblos luchan por preservar su patrimonio cultural más íntimo: su forma de nombrar la realidad.
El pensamiento de Ferdinand de Saussure también ilumina esta reflexión. En su Curso de lingüística general (1916), planteó que la lengua es “un producto social de la facultad del lenguaje”. Aunque su enfoque fue estructural, la idea de producto social resulta fundamental, porque resalta que la lengua no es obra de un individuo aislado, sino el resultado de la interacción de una comunidad a lo largo del tiempo.
En el contexto de la globalización y la irrupción de la inteligencia artificial, la lengua sigue mostrando su carácter cultural. Las nuevas generaciones crean neologismos, adaptan extranjerismos y resignifican palabras, lo que evidencia que la lengua es dinámica y siempre está en diálogo con la historia viva de los pueblos. Las expresiones que circulan en redes sociales, por ejemplo, son una muestra de cómo los hablantes reinventan constantemente su idioma para expresar nuevas realidades culturales.
Por consiguiente, la lengua es la voz de la memoria colectiva, la huella de los procesos históricos y el signo más profundo de la identidad de un pueblo. Es a través de ella que se preservan las tradiciones, se transmiten los valores y se construye la pertenencia. Desatender esta dimensión cultural de la lengua sería desconocer que en cada palabra se esconden siglos de historia, luchas, sueños y resistencias. Por eso, defender y valorar la lengua propia equivale a defender la cultura misma de un pueblo. ¡Enhorabuena!
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