El primer autor en percatarse de la importancia de la filosofía en la reflexión de los temas y problemas relacionados con el medio ambiente fue el estadounidense Aldo Leopold (1887-1948). Su ensayo La Ética de la tierra, publicado en 1949, lo convirtió en el padre de la ética ambiental. Nos dice: “Me parece inconcebible que pueda existir una relación ética con la tierra sin amor, respeto y admiración por la tierra, y sin un gran aprecio por su valor. Por valor me refiero, obviamente, a algo mucho más amplio que el mero valor económico, me refiero al valor en el sentido filosófico” (A Sand County Almanac with Essays on Conservatión from Round River, Ballantine, N. Y. 1966. Traducción de R. Rozzi y Francisca Massardo).
La filosofía, pues, estaría llamada a fundamentar principios éticos y ecológicos donde la tierra, más que un conjunto de elementos dispuestos para la satisfacción de necesidades humanas, encierra cualidades que la convierten en un fin en sí mismo. Gran parte del afán teórico de la ética contemporánea -y sobre esto Leopold tenía plena conciencia- radicaba en asimilar esta nueva dimensión ética de la tierra.
¿Pero estaba preparado conceptualmente el ethos occidental, tanto antiguo como moderno, para tratar adecuadamente los nuevos problemas y tareas, en tanto derivaciones directas de las nuevas herramientas tecnológicas que daban al ser humano una cada vez mayor capacidad para intervenir sobre el entorno natural?
El mismo Leopold muestra su preocupación en su manuscrito de 1948 (Tómese en cuenta que solo habían transcurrido tres años del fin de la segunda guerra mundial), al declarar: “El hombe cabalmente moderno está separado de la tierra por muchos intermediarios y por innumerables artefactos físicos. No tiene una relación vital con ella; para él, es el espacio entre ciudades en donde crecen los cultivos” (Ib.). Persuadido de cómo la humanidad ignoraba el nuevo modo de relacionarse con la naturaleza que demandaban las nuevas circunstancias de posguerra, Leopold concibió este ensayo inaugural de la ética ambiental.
Desde Sócrates hasta Kant, el ethos tradicional solo asignaba valor moral a los actos generados en el marco de relaciones y comportamientos entre seres humanos; nunca frente a la fauna, la flora o cualquier otra realidad de carácter natural.
Que filósofos como los mencionados no le atribuyeran relevancia moral a las especies animales y vegetales, ni a los componentes inorgánicos de la realidad natural, no significa que fueran ineptos o que acusaran deficiencia teórica. Lo correcto sería ubicarlos en sus respectivos contextos histórico-sociales, donde las consecuencias ecológicas del accionar del hombre no conllevaban alteraciones significativas dentro de los ciclos de la naturaleza. En otras palabras, para las épocas en que ellos vivieron, la techne empleada no ponía en riesgo las condiciones de la vida en la tierra.
Así pues, las crisis ambientales vendrían luego, a resultas del impacto causado por el accionar humano sobre la comunidad biótica, especialmente tras la irrupción de la revolución tecnológica, la proliferación de ciudades y el apogeo del industrialismo.
Ya instalado en este nuevo estadio histórico, con el respaldo de la tecnociencia, la situación varió de forma reveladora, conforme el ser humano tuvo una creciente vocación de dominio sobre el Planeta, sustentada en sofisticados medios tecnológicos para asegurarlo.
Los efectos acumulados de sus acciones mostraron las fragilidades de la naturaleza, razón por la cual surge otro filósofo que, al percatarse de lo acaecido, propuso una ética nueva, fundamentada en el principio de responsabilidad, en que el ser humano deberá responder por los daños y perjuicios propinados a la biosfera y al entorno natural en general. Este filósofo fue Hans Jonas (1903-1993), quien en 1979 da a conocer su libro El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica.
En la portada de su obra presenta las manos de una persona sosteniendo el globo terráqueo, lo cual habla de manera clara de la intención del autor al concebirla. Aunque, en realidad, se trata de un cometido y de una preocupación presente ya en el ensayo de Aldo Leopold, publicado treinta años antes, que Jonas sistematiza y dota de una mayor fundamentación teórico y conceptual.
Jonas, luego de declarar que la naturaleza, en cuanto responsabilidad humana es un novum sobre el que la teoría ética tiene que reflexionar, se pregunta: “¿Qué clase de obligación actúa en ella? ¿Se trata de algo más que de un interés utilitario? ¿Se trata simplemente de la prudencia que nos prohíbe matar la gallina de los huevos de oro o cortar la rama sobre la que uno está sentado?” (El principio de responsabilidad, 1995, p. 33).
Este poder excesivo para maniobrar sobre el orbe natural tendría que ser limitado por una instancia exterior e independiente del poder político, militar y económico, puesto que los intereses comunes y estratégicos de estos sectores están impulsados por los resortes de una palabra mágica concebida desde la Ilustración. Nos referimos al vocablo progreso. En tal sentido, Jonas argumenta que “Con respecto a la idea de progreso la pregunta es si la ciencia y la técnica contribuyen con su progreso a la moralización general” (Op. Cit., p. 272).
Este concepto de progreso, al cabo de varios siglos, fue cambiado o actualizado por otro vocablo más adaptado al nuevo contexto. Me refiero a la palaba desarrollo; pero esta, a su vez, fue sustituid y “maquillada” a fin de compaginarlo o hacerlo más digerible con el desarrollo y los postulados que había experimentado el movimiento ambientalista, adoptándose la expresión: desarrollo sostenible.
Se hacía, pues, necesario realizar una crítica apropiada a estas conceptualizaciones y a los sectores encumbrados de poder que propugnaban la domesticación y explotación de la naturaleza con fines utilitarios.
Como puede evidenciarse, la ética ambiental tenía ante sí una delicada tarea, pues como se ha reiterado, los actos que ostentaban relevancia moral eran del tipo: “respeta al vecino”, “sed justo con los demás”, “Guarda el secreto de tu amiga”. Mientras que expresiones tales como: “Es nuestro deber conservar los ríos”, “Porque amo la Tierra, la protejo y la cuido”, “Es injusto cortar árboles indiscriminadamente”, carecían de sentido o responsabilidad moral.
Por supuesto, para que dentro de las teorías éticas se diera cabida a los temas referidos a los ecosistemas y a la naturaleza en sentido general, debió registrarse un giro dentro del concepto o visión que se tenía acerca de la naturaleza.
El cambio de paradigma no se hizo esperar, desplegándose en un doble sentido: primeramente, impugnando la concepción acerca de la naturaleza como algo hostil, ajeno o exterior a la humanidad y, en segundo lugar, modificando la visión del ser humano considerado como ente superior y centro de todo lo existente; esto es, como amo y señor del mundo.
Esta postura viene a compaginarse con el antropocentrismo, razón por la cual la ética tradicional tuvo que asistir a un proceso de flexibilización o ablandamiento, y así crear las condiciones de posibilidad para que pudiera operarse el vuelco de perspectiva: de una ética antropocéntrica tenía que darse el tránsito hacia una ética biocéntrica, o, en la visión de Arne Naess, ética ecocéntrica.
Por supuesto, esto conllevó que, si bien el ser humano ocupaba el indiscutible centro del universo, ahora será la biosfera o la naturaleza como conjunto de lo orgánico y la orgánico, la que ostentará la posición central. Y en este nuevo espectro teórico que se abren paso los cultivadores de la filosofía ecológica y de la ecoética (hoy llamados filósofos o éticos del ambiente; quienes llegarán a postular incluso que la naturaleza tiene dignidad y, por extensión, derechos. Por supuesto, esto daría lugar a enconadas discusiones.
Huelga reconocer que, en nuestros días la óptica antropocéntrica ejerce un gran predominio dentro de la racionalidad occidental, agravada hace siglos por un orden económico y social que se sustenta en el desmedido afán de lucro. Un sistema social en que la propiedad dista mucho de orientarse aún sea parcialmente a fines sociales, y en cuya lógica el título no solo da derecho de posesión, de uso, sino también de abuso o a la explotación ilimitada.
Para contrarrestar estas tendencias aviesas, en los últimos años han cobrado fuerza expresiones como “justicia ambiental”, “ciudadanía ecológica”, “solidaridad ecológica”, “relaciones de armonía con la naturaleza”.
Se impone, sin embargo, una realidad incómoda: para las personas inmersas dentro de estas realidades de explotación del Planeta, expresiones tales como: “Cuidar la casa común”, “Cultivar relaciones de amistad y armonía con la naturaleza”, “justicia ambiental”, no son más que sensiblerías baratas, posturas propias de espíritus románticos que no llegan a entender la dinámica de la historia humana, como tampoco a darse cuenta que la tierra es un macroorganismo que tiene sus propios mecanismos de autorregulación, lo que permite que vuelva a ser lo que era antes.
Así las cosas, no habría que preocuparse por la contaminación de los ríos, por la tala de árboles, por la extinción de especie, por la reducción de la capa de ozono o por la desaparición de manglares por causas del obrar humano: la naturaleza tiene la facultad de recomponerse.
La miopía ético-moral que provoca estar subsumido dentro de una práctica utilitaria o visión economicista del planeta, lleva a vivir de espaldas al mundo donde palpita y se abre paso la vida a cada instante. En la República Dominicana deviene en una necesidad generar debates teóricos que promuevan una conciencia más proclive a la defensa de nuestra rica biodiversidad.
Por tal motivo, sería un importante ejercicio de reflexión ético ambiental, aprovechar las experiencias vividas por la ciudadanía dominicana en el mes de julio pasado, cuando bajo la consigna: “El Botánico no se toca”, varios centenares de personas formaron una cadena humana en uno de los laterales del Jardín Botánico Nacional Dr. Rafael María Moscoso.
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