Al Sharaa, exyihadista de 43 años, asumió la jefatura del Estado interino tras encabezar la coalición insurgente que derrocó a Asad el 8 de diciembre de 2024, cerrando más de cinco décadas de gobierno familiar. En medio de grandes tensiones, muchos ciudadanos siguen apostando por su liderazgo, temiendo que un vacío de poder devuelva al país a la anarquía.
"Se ha abierto un capítulo que muchos consideraban imposible", estima la analista Nanar Hawach, del International Crisis Group, destacando el regreso de Siria a los foros diplomáticos después de años de aislamiento.
El presidente estadounidense Donald Trump celebró su ascenso, pese a que Washington lo había considerado un enemigo por sus antiguos vínculos con Al Qaeda. Estados Unidos y la ONU levantaron las sanciones en su contra, y una delegación del Consejo de Seguridad viajó a Damasco para respaldar a las nuevas autoridades. Londres y la Unión Europea también desmontaron parte de las restricciones económicas.
Durante su primer año, al Sharaa visitó varias capitales árabes y europeas, y Damasco anunció inversiones en infraestructura, transporte y energía. Paralelamente, restableció relaciones con Moscú, aliado clave del régimen caído.
Pero Hawach advierte: "Los avances externos no bastan si los sirios no perciben seguridad en su vida cotidiana". La verdadera prueba, señala, será la respuesta a las tensiones internas.
Tensiones comunitarias y críticas internas
Aunque para algunos simboliza una transición, al Sharaa también ha sido señalado como autócrata en ciernes. El presidente del Consejo Islámico Alauita, Ghazal Ghazal, llamó a boicotear las celebraciones por la caída de Asad, denunciando que “se reemplaza un régimen opresivo por otro aún más opresivo”.
La minoría alauita —a la que pertenecía Asad— ha sufrido recientemente ataques, alimentando temores entre comunidades drusa, cristiana y kurda. En marzo y julio se registraron episodios violentos con miles de muertos, que golpearon la credibilidad del nuevo gobierno, acusado de no proteger adecuadamente a estas poblaciones.
Aunque se han abierto investigaciones y detenido sospechosos, persiste la percepción de que excombatientes —incluidos antiguos yihadistas integrados al nuevo ejército— actúan sin control completo. Para el analista Nicholas Heras, estos episodios evidencian que al-Sharaa aún no ha logrado encauzar la reconciliación nacional.
El peso de los actores armados y el desafío israelí
Investigadores como Gamal Mansour, de la Universidad de Toronto, advierten que algunos "señores de la guerra" vinculados a grupos insurgentes hoy ocupan cargos oficiales o semioficiales, lo que dificulta la restauración de un Estado plenamente funcional. Aun así, una parte importante de la población considera que, por ahora, al-Sharaa es la única figura capaz de evitar un colapso institucional.
Otro frente crítico es la continua actividad militar israelí en Siria. Tel Aviv sostiene que combate a grupos islamistas, mientras mantiene presencia en la zona desmilitarizada del Golán. A inicios de diciembre, Trump pidió a Israel que evitara interferir en la transición siria.
Al Sharaa y Occidente: pragmatismo y límites
El nuevo presidente, que en su momento tuvo una recompensa multimillonaria por su captura, sorprendió al lograr un acercamiento con Washington. Trump lo elogió públicamente como "un líder duro con un pasado sólido". A cambio, al-Chareh aceptó cooperar en la lucha antiterrorista y limitar la influencia iraní, aunque dejó en suspenso la normalización con Israel.
Prometió respetar el acuerdo de separación del Golán firmado en 1974, mientras Israel continúa destruyendo infraestructura militar siria. El 28 de noviembre, un bombardeo israelí dejó trece muertos, generando tensiones diplomáticas.
Reacomodo entre Moscú, Washington y Ankara
Bashar al Asad se refugió en Rusia, pero al Sharaa ha optado por una relación pragmática con Moscú, buscando impedir que las fuerzas leales al expresidente se reorganicen. Rusia mantiene sus bases en Siria, lo cual sigue siendo un factor de disuasión frente a Israel y una garantía de acceso al Mediterráneo.
Damasco necesita también financiación rusa para la reconstrucción. En octubre, al Sharaa visitó Moscú para reunirse con Vladimir Putin, con acuerdos económicos discretos pero estratégicos.
Al mismo tiempo, Turquía se ha convertido en garante de acuerdos firmados con Estados Unidos. Ankara entrena a soldados sirios para reconstruir unas fuerzas armadas fragmentadas. Recep Tayip Erdoğan calificó la caída de Asad como “una revolución magnífica” y prometió apoyar la estabilidad siria.
En Francia, al Sharaa buscó tranquilizar a Macron respecto a la protección de todas las comunidades. Su visita fue recibida con honores militares, y la UE acordó levantar por completo las sanciones, un paso decisivo para la recuperación económica.
El aliado saudita y el regreso al mundo árabe
Arabia Saudita —hoy uno de sus principales respaldos— se convirtió en destino de su primera visita oficial. Para Riad, el fin del aislamiento sirio es clave para la estabilidad regional. El apoyo saudita, junto con el de Catar, también permitió saldar parte de la deuda siria con el Banco Mundial y captar miles de millones en compromisos de inversión.
En julio, el gobierno anunció 6.400 millones de dólares en fondos destinados a la reconstrucción. Para Damasco, los países del Golfo son un sostén económico imprescindible y una plataforma para reinsertarse en el mundo árabe.
Un año de realineamientos
Según el canciller As’ad al Chaibani, Siria busca ahora una política exterior menos polarizada y centrada en estabilidad y cooperación. Las autoridades afirman haber atraído 28 mil millones de dólares en inversiones en menos de un año.
En septiembre, al Sharaa se dirigió a la Asamblea General de la ONU, la primera intervención de un presidente sirio desde 1967, afirmando que Siria recupera el lugar que le corresponde entre las naciones.
Su objetivo principal es consolidar el nuevo poder surgido en diciembre de 2024. Y, pese a las fracturas internas y la fragilidad del país, ha logrado avances que muchos consideraban improbables. Para una parte de la población, agotada por la guerra, comienza a abrirse la posibilidad —aunque tenue— de confiar otra vez en un Estado funcional.
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