Lo que se convertiría en el mayor juicio de la Historia no surgió de manera espontánea en la mente de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Durante una cena con sus homólogos occidentales en 1943, Stalin propone fusilar a 50.000 alemanes, principalmente oficiales de carrera. Ante la indignación de Churchill, Roosevelt bromea diciendo que podrían reducir la cifra a 49.000, y el asunto queda ahí, por el momento.
Cuando el conflicto se acerca a su fin, el primer ministro británico imagina elaborar una lista de algunos cientos de «criminales de guerra» para ejecutarlos de inmediato.
Será finalmente Harry S. Truman, quien sucedió a Franklin D. Roosevelt tras su fallecimiento en marzo de 1945, quien dará al conflicto una salida judicial. Trump impulsó la creación del Tribunal Militar Internacional y dio luz verde al juicio de Núremberg, el cual reflejará los ideales democráticos de los Aliados occidentales.
Sin embargo, los países vencedores distan mucho de ser ejemplares en materia de derechos humanos. La URSS invadió Polonia junto con la Alemania nazi en 1939, y después Finlandia, lo que la hace culpable de "guerra de agresión", uno de los cargos imputados a Alemania y, además, el que más interesa a Estados Unidos.
El rol clave del fiscal general Robert Jackson
Dicho esto, los crímenes nazis son excepcionales tanto por su naturaleza como por su magnitud. El fiscal general Robert Jackson pretende también utilizar el juicio para establecer, al menos sobre el papel, nuevas exigencias de dignidad para toda la humanidad. Define cuatro categorías: conspiración, crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Estas categorías fundamentarán la competencia de los tribunales de Núremberg y Tokio.
La creación de un tribunal internacional tropieza con la diversidad de tradiciones jurídicas. Franceses y soviéticos distinguen entre la fase de instrucción y el juicio, según el sistema inquisitivo. Estados Unidos y Gran Bretaña, en cambio, siguen un sistema acusatorio, donde la investigación se desarrolla durante el juicio. Finalmente se adopta este último método, aunque se hace un esfuerzo especial en la redacción del acta de acusación, particularmente detallada.
Núremberg, antigua "capital ideológica" del Reich
La elección de Núremberg no es casual. La segunda ciudad de Baviera, rica en pasado imperial, fue promovida por Adolf Hitler como «capital ideológica» del régimen. Allí, en el inmenso complejo arquitectónico del Reichsparteitagsgelände —el «terreno del congreso del partido del Reich» diseñado por Albert Speer—, el NSDAP celebró sus congresos entre 1933 y 1938. Allí se promulgaron en 1935 las Leyes de Núremberg, que inocularon el veneno del antisemitismo nazi en el aparato jurídico del Reich.
Allí también, en 1934, la cineasta Leni Riefenstahl rodó El triunfo de la voluntad, himno visual al régimen estrenado al año siguiente, que completaría en 1937 con Los dioses del estadio, filmado en los escenarios monumentales de los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936. En el otoño de 1945, Berlín y Núremberg son solo ruinas. Pero, en medio de la segunda, se mantiene milagrosamente intacto un inmenso palacio de justicia, que se convertirá en el escenario ideal del juicio.
La lista de acusados se elabora sin un plan global, cuando muchos altos responsables ya han muerto o desaparecido. Martin Bormann, por ejemplo, falleció durante la caída de Berlín el 2 de mayo de 1945, pero su cuerpo no se hallará hasta 1978. Robert Ley, otro acusado, logra suicidarse antes del inicio del juicio, lo que provoca una vigilancia extrema sobre los demás.
"No culpable": la cínica defensa de los acusados
Si la presencia de Hermann Göring, número dos del Reich y su más alto representante vivo tras los suicidios de Hitler, Goebbels y Himmler, parece evidente, engranajes esenciales del régimen como la SS y la Gestapo solo están representados por Ernst Kaltenbrunner. En cambio, figuran cuatro miembros del alto mando alemán: Wilhelm Keitel y Alfred Jodl, de la Wehrmacht, y Alfred Dönitz y Erich Raeder, de la Kriegsmarine. Además, se acusa a siete instituciones junto a las personas físicas: el gabinete del Reich (su gobierno), los dignatarios del partido nazi, la SS, la Gestapo, la SA, el Estado Mayor General y el Alto Mando de las fuerzas armadas alemanas.
En el segundo día del juicio, el 21 de noviembre de 1945, los acusados son llamados a declararse culpables o no culpables. Hermann Göring es el primero en responder, con una fórmula que otros repetirán y que define el papel que pretende asumir: "Im Sinne der Anklage, nicht schuldig" (No culpable de lo que se me acusa).
Göring quiere transformar este juicio, cuya sentencia personal ya conoce, en una tribuna para el nacionalsocialismo. Ninguno de los acusados se declara culpable. Más tarde, algunos evolucionarán hacia el reconocimiento de una responsabilidad global, intentando así exculparse a título individual. Solo Albert Speer admitirá una parte de responsabilidad, una maniobra táctica que le permitirá escapar por poco de la condena a muerte.
La risa estruendosa de Göring al evocarse el Anschluss —la anexión de Austria por la Alemania nazi en 1938— aumenta el malestar. Para romper el negacionismo y la arrogancia, se proyectan dos películas: Nazi Concentration Camp, montada con imágenes filmadas en Dachau y Buchenwald (29 de noviembre) y Nazi Plans, elaborada a partir de archivos de noticiarios alemanes (11 de diciembre de 1945).
Las proyecciones se realizan en una oscuridad casi total, salvo por la pantalla y los dos bancos de los acusados, iluminados para captar sus reacciones en directo.
La última tribuna de Hermann Göring
La primera película muestra la magnitud de los crímenes nazis, mucho más allá de lo que muchos en el tribunal —sobre todo los representantes occidentales— habían imaginado. La segunda revela la estrecha relación de los acusados con Hitler: conversando con él, participando en mítines, pronunciando discursos, desempeñando en suma un papel activo en la maquinaria del régimen nazi.
El impacto es devastador. "Mostraron esa horrible película [la de los campos] y eso lo arruinó todo", lamenta Göring, que, desintoxicado del opio y adelgazado, ha recuperado gran parte de sus facultades intelectuales. No tiene dificultad en imponerse sobre el juez Robert Jackson, más hábil en la instrucción que en el duelo oratorio.
Como otros once acusados, Göring no escapa a la condena a muerte, pero logra adelantarse a su ejecución ingiriendo una cápsula de cianuro. Tres acusados son indultados, lo que provoca la ira soviética. Las tensiones aumentan durante los diez meses del juicio, donde asoman los primeros signos de la Guerra Fría.
Ni una palabra sobre Katyn
La masacre de Katyn —el asesinato de 22.500 oficiales polacos por el Ejército Rojo en la primavera de 1940— genera un profundo malestar. Los soviéticos atribuyen la responsabilidad a los nazis, aunque ya está claro que fueron ellos los autores. El episodio desaparece del fallo.
El fiscal adjunto Nicolaï Zoria se niega a participar en la falsificación y quiere expresar sus dudas a Vychinski, el gran organizador de los procesos de Moscú, encargado de coordinar la participación soviética en Núremberg. El 23 de mayo de 1946 aparece muerto en su habitación de hotel, oficialmente por un accidente mientras limpiaba su arma de servicio.
Testigos y cronistas
Las más grandes plumas —periodistas y escritores— asisten al juicio: el estadounidense John Dos Passos, el soviético Ilya Ehrenbourg, el francés Joseph Kessel, la británica Rebecca West, la argentina Victoria Ocampo, que lamenta la ausencia de mujeres entre jueces, abogados y acusados, y también alemanes que regresan del exilio, como Erika Mann y Alfred Döblin.
Está también Ernest Michel, periodista judío alemán, superviviente de los campos, de 21 años, que firma sus artículos para la agencia alemana Dana —bajo control militar estadounidense— con su número de deportado. Göring pide verlo en su celda. El encuentro es breve: tras las primeras palabras del jerarca nazi, el joven grita que lo dejen salir.
Entre los testigos hay pocos supervivientes de los campos. El 18 de enero de 1946, Marie-Claude Vaillant-Couturier, nueva diputada comunista y superviviente de Auschwitz y Ravensbrück, ofrece un relato preciso que sume a la sala en la consternación. Con ella, la voz de las víctimas se hace presente: sobria, digna, implacable. Pasarán décadas antes de que otras voces se escuchen fuera de los tribunales, durante mucho tiempo los únicos espacios donde se les permite hablar.
Citemos sus palabras, pronunciadas con la mirada fija en el banco de los acusados, como si —recordará— "a través de mis ojos, miles y miles de ojos [los miraran], y por mi voz, miles de voces [los acusaran]": "Una noche nos despertaron gritos espantosos. Supimos, al día siguiente, por los hombres del Sonderkommando —el comando del gas— que la víspera, al no tener suficiente gas, habían arrojado a los niños vivos a los hornos".
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