A juzgar por lo que uno lee o ve a través de los medios, parece que la gente está preocupada por la tasa de cambio. La razón es que el común de la población la asocia mecánicamente con la inflación. Las autoridades del Banco Central también. Pero yo siempre he discrepado.
Hace cuatro años, en febrero del 2021, el dólar se vendía en el mercado dominicano a 58.12 pesos; ahora, en febrero del 2025, se vendía a 62.29 pesos, un aumento de 7.2% en esos cuatro años.
En febrero del 2021, el índice de precios al consumidor (IPC base 2020) estaba en 106.12, y en febrero del 2025 se colocó en 131.62. Eso significa que en esos mismos cuatro años los precios subieron en un 24%. Devaluación de 7.2% e inflación de 24%.
Cabe la pregunta, ¿qué fue lo que subió los precios? El dólar no fue, porque entonces no habría razón para tanto aumento. La intención de este artículo no es dar respuesta a esa pregunta, sino restar intranquilidad a la gente por variaciones tenues del tipo de cambio, porque su reflejo en el nivel medio de precios no es automático.
Eso no significa que no tengan relación, porque al fin de cuentas, la economía es parte del proceso social, y en el proceso social nada es independiente de nada; todo se relaciona. Lo que sí debería preocuparnos es que los precios suban mientras el dólar se mantiene inalterable, porque eso es un cuchillo para el turismo y toda la producción nacional de bienes susceptibles de comprarse en el exterior (transables), porque pierden competitividad. Sería más barato traer todo de fuera.
A lo largo de décadas el IPC dominicano ha subido con mucha más celeridad que el dólar, y eso no es bueno para la industria, la agricultura ni para el empleo formal, los salarios y la pobreza.
Dado que las variaciones de ahora no están originadas en cambios bruscos en ninguna de las variables macroeconómicas fundamentales que determinan la tasa de cambio, es de suponer que obedecen a la incertidumbre que impera en la economía mundial, pero hasta ahora, no hay señal de que generen inestabilidad. Y esa sí sería peligrosa, como demuestra lo ocurrido en 1987-1991 y en 2003-2005.
La República Dominicana aprendió mucho de esas experiencias, y desde hace más de 20 años la estabilidad es el bien más preciado. Yo no estaría preocupado, salvo fenómenos imprevistos. Tenemos plena confianza en que las autoridades fiscales y monetarias (y hasta políticas) siempre harán todo lo que esté a su alcance para preservarla, aun al costo de sacrificar otras cosas.
Desde hace meses me había prometido no escribir más sobre la economía dominicana, particularmente desde las frustraciones relativas a la negociación del pacto fiscal. Pero heme aquí nuevamente, como el salmón, obligado por naturaleza a navegar contra la corriente.
Y a propósito del tema, todavía la gente sigue preguntando si es verdad que el presidente renunció definitivamente a la reforma fiscal. Yo les digo que sí, pero no solo renunció a eso, sino también a la relevancia histórica, porque con ello, renunció a emprender y hasta a terminar infinidad de obras de infraestructura, grandes, medianas y pequeñas, que se necesitan por toda la geografía nacional.
También renunció a reformas del sistema de salud, de la seguridad ciudadana, de seguridad social, de agua, de saneamiento ambiental, de transporte, del tránsito, de educación superior, de servicios comunitarios y municipales, etc. Y lo peor de todo, renunció a parar el endeudamiento público.
Sin reforma fiscal, seguirá proclamando a todo pulmón por la televisión y los medios de difusión cuántas maravillas ha hecho, mientras la gente ve que casi todo sigue igual.
¡Qué habría sido de su imagen ante la historia de no haber nombrado un ministerio público independiente!
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