En determinado momento de su tensa e intensa existencia, Vargas Llosa afirmaría con argumentos sólidos lo siguiente:
“Escribir es una manera de negar el mundo, el mundo tal como el escritor lo siente y lo ve. Ahora, ¿por qué el escritor es un rebelde? Yo creo que él no lo sabe, porque si supiera la causa de la reversión la traduciría en actos más directos que escribir libros, que en última instancia son actos indirectos, una forma de no-acción, de reacción, tan solitarios para el escritor. La dificultad para el escritor reside en que le es desconocida la raíz de su malestar frente al mundo”.
Se diría, no sin razón, que la práctica escritural tiene su razón de ser en la vocación literaria, cuyo impulso pasional implicaría, en todo caso, la necesidad de trascender obstáculos que, por su engorrosa complejidad, deberían ser superados y así, posibilitar conocimiento pleno de las causas generatriz de los hechos y fenómenos mundanos.
Se pudiera decir, sin duda alguna, que la vocación literaria no es sino la fuerza esencial que, de manera continua, nos conduciría a leer y escribir o realizar correctamente cierto oficio o profesión.
El impulso de la vocación literaria nos llevaría, en cierta medida, a comprender el universo y, si acaso fuese posible, también permitiría construir mundos fantasiosos, de carácter dialéctico, tanto ascendente como descendente.
En verdad, la vocación languidecería con creaciones literarias triviales y de mal gusto que, en vez de buenas impresiones, dejarían estela de amargura y frustraciones en el espíritu de los lectores.
Ahora bien, la vocación literaria, siempre y cuando sea auténtica, proporcionaría la fuerza necesaria para crear obras de elevado nivel estético. Solamente así y no de otro modo, dejaría su impronta en la cultura universal.
Consciente de eso, Vargas Llosa cultivó la vocación literaria, al tiempo que conservó su yo identitario, sin olvidar nunca, si quiera por un instante, que el “Yo” y no “Yo” constituyen, por así decirlo, términos disímiles, que se condicionan y complementan mutuamente.
Todos, sin excepción alguna, tenemos latente en nuestro ser interior el “Yo” y el no “Yo”. A sabiendas de ello, el gran filósofo alemán Johann Fichte, continuador, hasta cierto punto, del criticismo kantiano y precursor del idealismo de Friedrich Schelling, dejaría entrever que la incomprensión de nuestro mundo interior viene dada, principalmente, por las acentuadas desavenencias entre ellos.
No habría posibilidad alguna de negar que el “Yo” y el no “Yo”, inciden, de manera directa o indirecta, en nuestros pensamientos y actitudes conductuales.
Por tal motivo, Vargas Llosa se ocuparía, con mucho empeño, de entender la lógica funcional del “Yo” y el no “Yo”.
Tal vez por eso, en gran medida, mostraría buen dominio se sus proyectos literarios, observados y valorados a la luz de sus conocimientos e ímpetus de su imaginación creadora.
Pensaría así y sin prejuicio alguno, probablemente, porque concibió la escritura como actividad excelsa y dadora de sentido en el agitado proceso de soñar, vivir y desvivir.
Convencido de eso, escribiría, ante todo, para vivir y sortear desafíos de la sociedad, controlada y dirigida desde la sombra del poder, cuya lógica funcional y mecanismo de coerción, quizás, no obedecerían a ninguna maniobra del azar.
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