“Inclina el mundo a un lado y todo lo que está suelto terminará en Los Ángeles.” Frank Lloyd Wright
Antes de sentarme a empezar la crónica que leen hoy, decidí bajar a sacar la basura y el reciclaje y dar una vuelta a la cuadra antes de ir al super siguiendo los consejos de mi nuevo programa favorito de salud de salir a caminar tres veces al día. También dejé el celular en el apartamento para dar el paseíto sin distraerme y me recordé de que salir a caminar todos los días es uno de los hábitos que mi papá practica y que le ha ayudado a mantenerse en salud a sus 75 añitos. Mi viejo no lo sabe pero hasta viviendo a más de 5 mil kilómetros de distancia me sirve de ejemplo.
Aunque todavía tengo días en que vivir tan lejos de mi familia me pone triste, disfruto mucho más vivir en California ahora que me mudé a Los Ángeles. Yo siempre he sido de ciudades grandes y ya la experiencia de vivir en el pueblito donde está la universidad en la que trabajo me hacía sentir emocionalmente claustrofóbica. Eso de que todo cierra a las 9 y las 10 de la noche no es para mí. Ni mucho menos que la “salida” más emocionante de mi semana fuera ir al mercado de los domingos a comprarle flores a Don Gilberto y ponerle conversación a él y a los dos Ahmed que venden los mejores tabule del mundo mundial (perdón Abdallah).
Y no me vayan a malinterpretar. El pueblito es hermoso y ahora que solo voy dos o tres veces por semana a dar mis clases me lo encuentro más lindo todavía. Pero yo necesito el escándalo y la vida intensa de la metrópoli. Mis amistades se explotaban de la risa los días después de la mudanza cuando les contaba que hasta oír la sirena de los carros de policía o el ruido de la guagua en la parada desde mi apartamento me hacía sonreír de felicidad. Ya ese efecto se me está pasando pero me sonrío igual cuando me siento a trabajar en mi escritorio, como estoy ahora, al lado de la ventana y veo las grandes torres de cristal y de acero del centro de la ciudad.
Un centro (“Downtown LA” como le dicen aquí) que todavía se está despertando poco a poco de las décadas de abandono que sufrió y pasa por el controversial fenómeno de la gentrificación. Y ver el cambio más de cerca solo ha aumentado mi fascinación con Los Ángeles. De hecho, siempre he considerado a las ciudades como seres con alma y personalidad propia. Con razón terminé haciendo de la sociología urbana una de mis áreas de especialización, para orgullo de mi mentor Carlos Dore Cabral, destacado académico de la disciplina.
Pero nunca pensé que Los Ángeles llegara a seducirme. No sólo porque en la sociología urbana siempre se le ha visto como el ejemplo que no se debe seguir sino también porque, si hubiera que escoger una de las tantas ciudades en que he vivido en Estados Unidos, mi favorita por muchos años fue Nueva York y en muchas cosas me siento todavía newyorkina. Y ni se diga de mi amor por Santo Domingo que es plato aparte. Con todo y sus problemas, solo me basta volver a pasar por el Malecón, Gascue o la Zona para sentirme feliz y en casa. Me he enamorado de muchas otras ciudades (incluyendo Nueva Orleans, Melbourne y Sydney) pero mi primer amor será siempre Santo Domingo.
Lo que siento por Los Ángeles es diferente. Es una mezcla de sorpresa y curiosidad. Sorpresa tanto por las chulerías que recién empiezo a conocer como por la complejidad de sus problemas y curiosidad por todo lo que me falta por experimentar. Los problemas son versiones extremas de lo que pasa en otras partes de California: la crisis de los miles de personas sin casa que viven en las calles, el precio excesivo de la vivienda para alquilar y mucho menos para comprar y el alto costo de la vida en general. Las chulerías son infinitas y hay para todos los gustos. Para mucha gente, especialmente para quienes vienen por primera vez, el atractivo principal es Hollywood o la riqueza extrema de barrios como Beverly Hills. Y no puedo negar que en las visitas de mis amigas Louise y Miosotis y de mi papá y mi mamá, gozamos un mundo viendo los nombres de nuestras estrellas favoritas del cine en el Paseo de la Fama que tanto habíamos visto en las películas y la televisión, tomando fotos del popular Teatro Chino donde las celebridades ponen las manos para dejar sus huellas en el cemento de la posteridad, visitando el museo de cera de Madame Tussauds y caminando por el famoso Rodeo Drive, una de las calles con las tiendas más caras y exclusivas del mundo donde por supuesto no compramos ni un chicle.
Pero lo que más me ha sorprendido es la cultura de la ciudad. Por ejemplo, Los Ángeles tiene una colección maravillosa de museos de arte, la mayoría con entrada gratis permanente. (¿Oíste Nueva York?). Al primero que fui, recién acabada de mudarme a California, fue el Broad, el impresionante museo de arte contemporáneo donde me reencontré con mis queridos amigos Ali y Michael después de 13 años sin vernos. Después conocí el Getty, un lugar absolutamente mágico no solo por su colección de arte sino también por su arquitectura y el hecho de que se encuentra en una colina desde donde se puede ver toda la ciudad desde las montañas hasta el mar. Y si vienen no pueden dejar de ir también al Museo de Arte Contemporáneo (MOCA) y al Museo de Arte del Condado de los Ángeles (LACMA).
Y cuando digo cultura no me refiero solo a la cultura formal de los museos sino todo lo que se hace aquí. La comida también es de morirse y uno de mis paseos más chulos por el centro fue con mi amigo Rafael al histórico Grand Central Market o mercado central que me recordó los grandes mercados de Ciudad de México y de Madrid (en parte porque se habla español con casi la misma frecuencia). También hay sitios para ir de brunch como el icónico Blu Jam Café al que fui con mi amiga Sarah, a quien todavía tengo que juntar junto con su marido con mi amigo Rafael para que armemos nuestro propio grupo de Plátano Power en Los Ángeles. Y el otro día le pasé por el frente a otro de mis lugares favoritos, la proféticamente llamada Última Librería (The Last Bookstore), una ciudad extraordinaria de libros a donde también había ido con amistades dominicanas, mis queridos Rodrigo y Paola, cuando vinieron por aquí.
Y a pesar de lo enorme y dispersa que es Los Ángeles, mi forma favorita de explorarla sigue siendo a pie. En los estudios urbanos esta práctica de explorar y caminar sin rumbo fijo es un elemento crucial de la vida urbana y se representa en la figura del flâneur, el hombre despreocupado que observa y disfruta la ciudad como decía el pensador judío alemán Walter Benjamin. Pero el flâneur tiene una contraparte femenina menos conocida, la flâneuse, que siguiendo a la escritora inglesa Elizabeth Wilson es la mujer que explora y disfruta la ciudad quizás más aún como espacio de placer y de libertad.
Así he estado descubriendo los rincones de Downtown LA como una flâneuse caribeña caminando sin prisa saboreando los tesoros de esta urbe fascinante. Así he caminado, por ejemplo, por la calle Broadway, el primer gran centro de cines del mundo, admirando la arquitectura de sus teatros antiguos. De hecho, varios negocios nuevos se han establecido en estos edificios como, por ejemplo, la tienda de Apple que está en el hermosísimo Tower Theater construido con elementos españoles, franceses, italianos y árabes y con el interior inspirado en la Casa de la Ópera de París.
Así he caminado también por varios de los “distritos” o zonas del Downtown como el Distrito de la Joyería o el Distrito de la Moda que me recuerdan muchísimo a los edificios y los negocios de nuestras avenidas Duarte y Mella. También caminando fui con mi amigo Kouross a uno de los rinconcitos escondidos de Los Ángeles, St. Vincent Court, una calle sin salida en el Distrito de la Joyería que me recordó a las callecitas de las antiguas ciudades europeas donde comimos una comida mediterránea espectacular y a muy buen precio. Y así volví, también con mi amigo Rafael, a explorar el conocido muelle y la playa de Santa Mónica donde nos sentamos a chismear y ver el atardecer sentados en la arena como un par de potentados.
En fin, que cada vez que salgo de mi casa sigo explorando y gozándome Los Ángeles tratando de disimular la sonrisa de idiota que me sale de oreja a oreja. Le invito a hacer lo mismo donde sea que esté. Aunque crea que no se puede en su ciudad, aunque crea que ya lo conoce todo, siempre hay alguna sorpresa por descubrir. Yo seguiré con esto de las tres caminatas al día y mis mega paseos de los domingos a ver si encuentro más chulerías de este lado. Les mantendré al tanto.
Le dedico esta crónica a mi querido amigo Marcos Barinas con quien comparto el amor por Los Ángeles, por Santo Domingo y por todas las ciudades.