“I start in the middle of a sentence and move both directions at once.”

(“Yo empiezo en medio de la estrofa y me muevo en ambas direcciones a la vez)

John Coltrane

 

Hoy 3 de agosto del 2022, mi querido Carlos Dore Cabral habría cumplido 80 años de vida. Su familia y sus amigas y amigos habríamos estado alegrándole el día con visitas y dulces (especialmente helado, mucho helado) como hicimos su hija Patricia, Arturo Victoriano y yo el año pasado y como hacíamos todos los años. Por eso es “justo y necesario” dedicarle esta primera entrega de esta columna de crónicas que inicio hoy en Acento. Y lo hago no sólo porque Carlos fue mi amigo y mi mentor y de muchas maneras mi padre intelectual, sino porque, además de mi padre Arsenio Hernández Fortuna y mi madre Yluminada Medina Herasme, Carlos fue la persona que más creyó en mí y quien más se preocupó por ayudarme a entender las cosas más importantes de la vida. (Lo sé, suena telenovelesco a más no poder, pero ténganme un chin de paciencia y verán a lo que me refiero).

Carlos Dore, por supuesto, me enseñó muchísimo como sociólogo pionero que fue y como político de toda una vida. Y de eso, se los prometo, hablaré en un artículo académico para Estudios Sociales que Pablo Mella ya me comprometió a enviarle en esa dulce danza de chantaje emocional-intelectual que tan bien sabe hacer el Pablito. De lo que quiero hablarles aquí es del Carlos ser humano que tantas veces me sorprendió, que tantas veces me desafió a crecer y que tan amorosamente me trataba como si fuera una más de sus hijas. ¿Por qué? Porque como dijo Patricia junto a sus hermanas y hermano agradeciendo a las personas presentes en la funeraria en enero pasado, el principal legado de Carlos fue el de enseñarnos a vivir con alegría, sin excusas, apostando a lo que viene sin miedo, o sea, plenamente.

Me refiero al Carlos Dore que le sonreía con cariño a Magaly Pineda cuando Magaly lo acusó de “haberse robado ese cuadro” (o sea, yo) que ella había formado con tanto ahínco como investigadora y activista feminista para trabajar con él en la Presidencia. Ella, que era una maestra del debate y la perseverancia hecha gente, lo buscaba y enfrentaba en los eventos en los que coincidieron durante meses con argumento tras argumento y él sonreía y la abrazaba mientras le decía lentamente “pero Magaaaaaaalyyyyy”. Porque para Carlos (como para otros dos de mis héroes ya idos, el Gordo Oviedo y Omar Fortuna), la amistad no era espacio posible para el conflicto.

Carlos Dore Cabral

A diferencia del tono directo y hasta agresivo de sus muchos artículos políticos que representaban la imagen pública de Carlos, he visto pocas personas más pacientes y generosas especialmente con las y los amigos. Una paciencia que, por cierto, él decía haberse construido a pulso ayudado por la meditación diaria y el vegetarianismo que practicó por tantos años después de una discusión en la que sintió que se alteró demasiado nada más y nada menos que con mi dilecto padre en una de las tantas reuniones maratónicas del Partido Comunista Dominicano (PCD). A esa paciencia también contribuía el sentido del humor más despiadado consigo mismo como cuando nos hacía la historia, una y otra vez, de cómo un camarada del PCD lo presentó en un evento como “Carlo’ Dore, ¡el hombre del afro al revé’!” en la época en que se estaba quedando calvo, pero todavía tenía cabello en la parte de atrás de la cabeza. Y para que no quedara duda ninguna, nos mostraba la foto de lugar como ayuda visual para la risa que compartíamos, en su casa o en su oficina de diferentes momentos, discípulos y discípulas que lo adorábamos como el mismo Omar, Arturo, José Manuel Guzmán Ibarra, Tony Henríquez y yo.

Aunque pareciera casual, ese humor agudo era parte del arsenal inmenso que Carlos utilizaba para romper los momentos de tensión y de estrés que tantas veces vivimos quienes trabajamos con él en la Presidencia en ese primer gobierno del Dr. Leonel Fernández en la recién desaparecida y a menudo controversial DIAPE. Y, en mi caso, sé que lo usaba también (como me dijo muchas veces) para enseñarme a flexibilizar el intenso perfeccionismo con el que viví los primeros años de mi carrera. Pero volveremos a eso más tarde.

Carlos no sólo reconocía mi dedicación, sino que lo hacía con un nivel de respeto solo equiparable al que ahora tengo después de haber vuelto a la academia estadounidense. Todavía ahora, un cuarto de siglo más tarde, no logro entender cómo Carlos se arriesgó a designarme como encargada del departamento más grande de la DIAPE cuando yo solo tenía 24 años, para coordinar el trabajo de lumbreras de las ciencias sociales como Tahira Vargas, Leopoldo Artiles e Yvette Sabbagh. Yo no salía de mi asombro cuando se lo comunicó a las 23 personas a las que tendría a mi cargo y varias tomaron turnos para agregar razones a las que ya él había explicado. Meses antes también me había confiado la enorme responsabilidad de coordinar el equipo de relatoría y editar junto con él los libros resultantes del Diálogo Nacional, el proceso de consulta ciudadana que ayudamos a conducir desde la DIAPE con más de 4 mil personas en todo el territorio nacional. Libros que, a pesar de las controversias de la política local, han seguido siendo referentes de propuestas de políticas públicas en el país. (Hace solo unos meses una amiga me comentaba que los volvieron a revisar en la oficina gubernamental en que labora en la actual gestión).

Pero ése era Carlos. Como atestiguaron tantas personas en las redes sociales a raíz de su muerte, “CarloDore” como le decía tanta gente combinando en uno su nombre y apellido, rompía o mejoraba las reglas que no funcionaban y vivía sin miedo a tomar riesgos ni a caminar por nuevos senderos. Era el primero en defender y ayudar a quien lo necesitara, fuera amigo o adversario, conocida o extraña y de muchas de esas diligencias y aportes nos seguimos enterando todavía hoy. Yo, con el “trabajolismo” y la devoción por la planificación que mis amistades conocen bien (pero que he ido mejorando, reconózcanlo, mis amores), le criticaba con frecuencia lo que veía como su falta de disciplina en esos menesteres. Él, con su paciencia de siempre, toleraba mis ataques, pero insistía en que tomara mi espacio, desarrollara mi voz y mi liderazgo sin preocuparme de lo que pensaran las y los demás, él incluido.

Y no se crean que Carlos me dejaba hacer y deshacer. Una de las pocas veces en que me llamó la atención fue porque se quedó esperando un informe en que yo estaba trabajando y que teníamos que entregar al Presidente Fernández antes de una reunión. Yo, acostumbrada a los tiempos de la academia y las ONG, estaba todavía aprendiendo los tiempos de la toma de decisiones públicas y de las Presidencias y no subí el informe a tiempo. Carlos solo me dijo lacónico: “ya no subas”. Sin maltratos, pero sin condescendencia me hizo saber que eso no podía volver a pasar, como efectivamente no dejé que ocurriera.   

Aún así, conociéndome tan bien como me conocía, había cosas en las que Carlos sabía que yo caería por mi propio pie, cosas en las que solo creería si las aprendía por mi cuenta, aunque él ya las viera. Como cuando, muchos años después, ya haciendo mi doctorado en Sociología en Estados Unidos, le tuve que reconocer que, sin darme cuenta, había terminado siguiendo sus pasos otra vez. Cuando le conté cómo acabé escogiendo la sociología urbana como una de mis áreas de especialización, el área en que él más se había destacado como académico, él se reía feliz por mí y por él en su casa de la Calle Cervantes y me repetía “¿tú ves? ¿tú ves?”

Ser mi mentor ciertamente lo llenaba de orgullo, pero, como hija adoptiva que era para él, se preocupaba por mi corazón tanto o más que por mi cerebro. Una de las tantas veces que fui a su casa a comer con Patricia Pérez, primera administradora de lo que sería la DIAPE, no encontraba qué hacer cuando me puse a llorar de repente a causa de otra crisis amorosa con mi novio de la universidad. Después de intentar distraerme con chistes de todos los tipos, cambió de táctica y me dijo muy serio lo mucho que me parecía a su mamá, Doña Rosa, foto en mano para que yo viera el supuesto parecido. El gesto me enterneció tanto que dejé de llorar y me quedé sin palabras mirando la foto.

Sin embargo, el momento que más me recuerda a Carlos y su amor por la vida, fue su reacción cuando en medio de una reunión sobre otro informe (apremiante pero no tan urgente como el primero), me mencionó al jazzista John Coltrane y yo, entre cansada y molesta por la distracción, le confesé que no sabía quién era. “¡¿Que tú no sabes quién es John Coltrane?!” me dijo con la preocupación de quien descubre que un ser querido no sabe nadar y se acaba de lanzar a una piscina olímpica. “¡Pero eso hay que resolverlo ahora mismo!” Y procedió a tocar todos los discos de Coltrane que tenía en la oficina (empezando por Love Supreme si mal no recuerdo) y explicarme el rol fundamental que el afroamericano había jugado en la música de EEUU como si la salvación de mi alma dependiera de ello.

¿Y saben qué? Ahora que lo pienso, yo no recuerdo sobre qué era ese informe supuestamente tan importante. Pero siempre recordaré ese momento con Carlos y lo que tantas veces trató de inculcarme y que todavía estoy aprendiendo: la vida es aquí y ahora, es la gente que queremos, la belleza que creamos y todo lo que estamos por aprender. Es la nota que tocamos desde el mismo centro.    

Sí, Carlitos, yo sé, sigues teniendo razón. Y cuánto me alegro.