
¿Qué significa que un Estado “funcione bien para la mayoría”? De acuerdo con los estándares internacionales, un Estado que funciona para la mayoría de sus ciudadanos no solo mantiene el orden y recauda impuestos, sino que también brinda servicios públicos eficaces, administra la justicia con independencia y equidad, respeta y protege derechos humanos y libertades fundamentales, reduce activamente la desigualdad y promueve la movilidad social, es eficiente, transparente y relativamente libre de corrupción, facilita el crecimiento económico sin sacrificar el bienestar social y mantiene una administración pública competente y estable . A esta lista, yo quisiera agregar el manejo eficaz de sus recursos naturales.
Si tomamos el PIB, el ingreso y el gasto de países de similar tamaño en población y en territorio, tenemos que reconocer que la República Dominicana es un Estado que tiene poco que gastar. Con un gasto público total de apenas USD 17.5 mil millones en 2021, el equivalente al 18.53 % de su PIB, muy por debajo de lo que gastan Austria (55.96 %), Bélgica (55.49 %) o incluso los Emiratos Árabes Unidos (26.4 %), un país no precisamente modelo de democracia, pero sí de capacidad de ejecución. Esta situación se agudiza si lo vemos contra la población que tenemos. El gasto público per cápita: USD 1,660 por persona, una cifra más cercana a la de Haití (USD 179) que a la de cualquier país europeo (Austria y Bélgica superan los USD 27,000). Tenemos un ingreso per cápita relativamente bajo, con ingresos fiscales sobre el PIB equivalentes al 15.6 %, que claramente apuntan a una escasa presión tributaria. Este indicador no es bueno. Pero, recordemos que sólo es eso, un indicador. Es el número en el termómetro, no es la fiebre. Y sin entrar en los detalles acerca del indicador, creo que podemos estar de acuerdo en que lo que debemos atacar, como sociedad, es la fiebre.
Si evaluamos lo que se hace y se ha hecho con los pocos ingresos comparativos de nuestro Estado, de acuerdo con los parámetros citados en el primer párrafo, los dominicanos salimos mal parados. De entre todos los servicios que provee el Estado, sobresale el sistema educativo. Hoy, hay transporte escolar y se proveen dos comidas diarias que garantizan que nuestra niñez y adolescencia puedan pensar y entender con dignidad. Hoy, hay aulas, algunas con serios problemas de construcción y otras que no se han podido ejecutar 13 años después, pero muchas más que las que había en el 2010. Sin embargo, no hay contenido para nuestros estudiantes. Hoy, gran parte del 4% de las sombrillas amarrillas se encuentra secuestrado por una ADP que no quiere educar pero que ha logrado bloquear evaluaciones, incentivos por mérito, y hasta reformas mínimas, a la vez de apropiarse de sueldos y condiciones laborales de un país escandinavo afrentosas en nuestra realidad, particularmente para los alumnos en sus aulas e, injustificadas, desde el punto de la capacidad técnica que muestran la mayoría de sus integrantes. Hoy, muchos quieren ser maestros, pero no por lo que saben, ni porque disfrutan de la actividad, ni por lo que desean aprender, si no por lo que paga.
Lo mismo pasa con el sistema de transporte. Hay esfuerzos, como el metro o los corredores, que buscan dignificar y eficientizar el transporte humano entre nosotros. Pero, si miramos a nuestro sistema de transporte urbano e interurbano con honestidad, tenemos que admitir que, más que un “sistema”, es una red clientelar de rutas asignadas por lealtades partidarias, donde imperan el caos, el pasajero es lo último en que lo se piensa y el “derecho” a paralizar la ciudad o el país, a voluntad de los cabecillas, es socialmente asumido.
La justicia, por su parte, vive entre dos mundos: una élite judicial cada vez más profesionalizada, enfrentada a una realidad que sigue sirviendo al dinero, al poder o, peor, al miedo. La independencia institucional avanza, pero a paso muy lento frente al descaro de aquellos que protegen a sus delincuentes respectivos. (Ver mi artículo anterior “Una deuda histórica de nuestro Poder Judicial”).
Todo esto sin hablar de los programas de ayuda condicionada que nacieron como refugios de los olvidados y pronto devinieron en el catalizador de un clientelismo derrochador, que garantizó en parte una perpetuidad mucho más allá de los confines de la, también abultada y mucho más conocida, nómina pública. Y esto, sólo para mencionar las disfunciones más evidentes en un espacio de naturaleza reducida. Pero, claro está, los ejemplos sobran. Entonces, creo que podemos concluir que el Estado Dominicano gasta “malo”.
Esta premisa nos obliga a descartar que la solución sea simplemente de agrandar el Estado, proveerle más dinero, elevar los impuestos. Nuestro vistazo comparativo revela una situación estructuralmente débil donde no sólo es tamaño, si no también es diseño.
El Estado dominicano es herencia de la dictadura trujillista que de igual forma la recibió de la Invasión Estadounidense de 1916. En ambas realidades, la fuerza pública se organizó para servir a un amo que, en ninguno de los casos era el pueblo. De igual forma, en ambas realidades, ni la justicia ni el Congreso eran verdaderamente libres. Caído el dictador, nunca hubo un verdadero rompimiento con esta forma de ver el Estado. Tanto la justicia como el congreso se mantuvieron serviles al ejecutivo. Nunca se vieron o entendieron como defensores de la gente o el territorio, sino, en el mejor de los casos, como representantes de un partido.
Los cambios que han acaecido en el país y que podemos decir nos lanzan a una realidad más democrática se inician con el gobierno de Antonio Guzmán (1978), luego vino el famoso Pacto por la Democracia (1994) y, finalmente, desembocamos en la Marcha Verde (2017) y la consecutiva elección de Luis Abinader (2020) como presidente.
A pesar del aparato partidario enquistado en el Estado, aunque ya no representativo de la población, la democracia dominicana resistió el embate. Necesario es decir que, con sus luces y sus sombras, Luis Abinader ha sido consciente de esta nueva realidad y ha gobernado de una nueva manera. Honestamente, no creo que se le pueda acusar nunca de abusar personalmente del poder y, hasta ahora, sus cercanos acusados no han contado con ninguna protección (pública) por parte de él. El se asume y se comporta por debajo de la ley y en gran medida como un sujeto más en el juego democrático, no como su dueño. Tanto la resistencia al embate, como el cambio desde el Ejecutivo son cambios significativos que demandan reconocimiento y aplauso. Pero ellos mismos ya no son suficientes. Pues la maquinaria (la lógica detrás del poder) sigue enquistada.
Desde 1966 a la fecha, han habido 6 constituciones (66, 96, 03, 10, 15 y 24), al menos cuatro de ellas han sido impuestas por las élites políticas y no respondieron al deseo o la voluntad de un pueblo que ha sido tradicionalmente apático a este documento y que lo sabe altamente variable de acuerdo al humor del presidente de turno. Nunca, la élite política nacional ha visto necesario cambiar esta lógica de Estado a pesar de que tanto el PLD como el actual PRM vienen de trincheras donde la misma les hizo mucho daño.
Por esto, la necesaria revisión de las cuentas nacionales no debe abrirse en el vacío, tiene que abrirse desde un reconocimiento profundo de la realidad que habitamos. Y esto implica que antes tenemos, todos, como sociedad, que abocarnos a repensar el Estado: A quién sirve y por qué, su costo, el uso que se hace de nuestro tesoro, el alcance que el mismo ha de tener, su rol como parte de una sociedad, no el todo y, sobre todo, de cómo construir y mantener su propia autosostenibilidad.
Porque un Estado pequeño, si es torpe, no es barato: Es caro porque no puede hacer que la ley se cumpla. Porque un Estado grande, si es paternalista, no es barato: Es caro porque se convierte en botín de pocos. El Estado que los dominicanos tenemos hoy en día se parece más a la segunda descripción: Un aparato costoso que consume recursos sin transformarlos en bienestar para toda la población, sino en favores para segmentos o personas determinadas.
Es un Estado donde los maestros están sobreendeudados y los alumnos mal educados, donde se invierte poco en salud preventiva, en atención primaria, en infraestructura barrial, donde la seguridad social es rechazada por la mayoría de la población y donde sobran estudios, asesores, vehículos oficiales, pensiones graciosas, compras cuestionables y “botellas” de pensión incluida.
Un Estado con una burocracia abultada e ineficiente, poco interesada en resolver problemas públicos, mas, cimentada y guiada por una partidocracia clientelar que está metastatizando frente a nuestros ojos, con narcos en sus filas. Hoy, no hay rincón de la vida nacional libre de la influencia partidaria: Gremios, universidades, empresas, iglesias, comunicadores, militares. Todo parece ser una sola amalgama hegemonizada a la conveniencia de distintas banderías partidarias. Desde cómo registramos nuestros actos de la vida civil hasta la adquisición de cualquier activo requerido por el pueblo, todo parece impulsado por el fin tácito de proteger de alguna forma a esta partidocracia. Desde la compra de medicamentos hasta las becas estudiantiles, pasando por los empleos públicos, las rutas de guaguas y los libros de texto, todo parece visto y metabolizado en nuestra sociedad desde una lógica partido/estado que hace secundario el bien común y el bienestar de aquellos que finalmente pagamos. Y esta hegemonía, cuando no se sustenta en ideas, sino en dinero, cuesta y cuesta mucho.
Tanto así, que los gremios han devenido en estructuras feudales que bloquean el progreso y distorsionan toda posibilidad de una política pública que mejore los servicios básicos. Y, como Karl Marx nos enseñó que “la clase no se suicida”, parece que la solución no es reformarlos, si no desmantelarlos y encontrar nuevas formas de representación social para profesionales independientes y obreros que sean éticas, democráticas y alineadas con el bien común. Estructuras capaces de ver y pensar su propio bienestar en función de un conjunto, no como una parcela privada por tal o cual condición.
Algo similar hay que decir de los partidos políticos. Muchos, verdaderos feudos de personas de acciones angurriosas que imponen su miopía a la sociedad, en contra de lo que conviene al colectivo. Esta partidocracia que pisa y pesa y que si se ve de frente a los criterios antes descritos de un Estado funcional tendrá que admitir que añade muy poco valor social y cuestan mucho a la sociedad.
Los dominicanos debemos convocarnos no a conseguir que un indicador se vea mejor o peor. Esto es “quedarse en la sábana”. Los dominicanos debemos convocarnos a resolver la peligrosa combinación de baja recaudación, gasto miope y una realidad extremadamente politizada. Una combinación que genera y ha generado un círculo vicioso donde el Estado no puede (y muchas veces no sabe) cumplir con sus funciones más básicas.
Un Estado que funcione para todos no es un lujo. Es un prerrequisito para que la igualdad ante la ley sea una realidad cotidiana, la seguridad ciudadana y jurídica sea asumida por todos, la educación, el trabajo y la vivienda sean realidades tan nuestras como el merengue o la bachata. En fin, es un prerrequisito para la prosperidad de todos. Lamentablemente, el Estado nuestro de hoy, es malo y por lo tanto es caro. Así no es posible agrandarlo, pues seguirá aduciendo las mismas carencias para entender, buscar y asegurar el bienestar de todos los dominicanos.
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