Hace dos siglos, el 14 de diciembre (26 en el calendario gregoriano), un grupo de militares rusos, guiados por sus oficiales, se reunió frente al Senado en San Petersburgo jurando fidelidad al zarevich Constantino Románov y pidiendo una Constitución. Había muerto Alejandro I y su hermano era el heredero natural.
Personaje complicado, Constantino, que había gobernado como virrey de Polonia con mano de hierro, apreciaba la cultura polaca y sobreestimaba la fidelidad polaca a Rusia. Se había casado en nupcias morganáticas con una noble polaca, la condesa Grudzińska, creando así un doble problema, religioso y de rango, para la sucesión al trono. Había resuelto la cuestión renunciando a su derecho de sucesión, informando al hermano mayor, pero no al hermano menor, que incluso, a la muerte del zar, le juró fidelidad, desconociendo su renuncia. Gestión privada del imperio, vendría de pensar.
Ese movimiento militar fue derrotado a cañonazos por orden de Nicolás I, una vez que fue claro que él era el heredero designado por Alejandro y que Constantino confirmó no reclamar ningún derecho de sucesión. El uso de la artillería contra la protesta no fue un hecho aislado en la historia europea: a finales del siglo, Bava Beccaris recurriría al mismo método en Milán, a pesar de que Italia era ya un reino constitucional y no absoluto.
Dada la época, las penas a los insurrectos se pueden considerar relativamente moderadas: unas cuantas condenas capitales y muchos destierros a Siberia. Sin embargo, el impacto político fue profundo. Los decembristas no eran una masa popular, sino una élite ilustrada: oficiales que habían conocido Europa durante las guerras napoleónicas, lectores de Montesquieu, Rousseau y Benjamin Constant, influidos por el constitucionalismo, el liberalismo y, en algunos casos, por el primer socialismo utópico y por ideas republicanas. Su fracaso cerró abruptamente la posibilidad de una transición gradual del absolutismo ruso hacia formas constitucionales.
Comprender la Rusia de hoy exige reconocer las capas, las contradicciones y las ocasiones perdidas que la han moldeado.
El recuerdo de esa revuelta sobrevivió menos en la historia política que en la literatura. Cercano a los revolucionarios fue el gran poeta Aleksandr Pushkin, exiliado y vigilado por el régimen. In nomine omen: pushka significa cañón. Pushkin encarna la tensión de la Rusia del primer Ochocientos: europeísmo cultural y autocracia política, libertad estética y censura estatal. Nicolás I se proclamó su censor personal, una forma ambigua de protección que era, al mismo tiempo, control, aunque no impidió la publicación de En las profundidades de las minas siberianas, poema de esperanza y valoración de la experiencia decembrista: “No se perderá vuestra dolorosa labor, ni el alto impulso de pensamientos libres” La esperanza,…
Despertará el ánimo y la alegría, y llegará el tiempo deseado”.
La muerte de Pushkin en duelo, en 1837, fue percibida por muchos contemporáneos como un símbolo: no solo el final del poeta nacional, sino la derrota de una generación que había creído posible reconciliar Rusia con Europa sin romper el orden imperial. El duelo, ritual aristocrático heredado de Occidente, se convirtió paradójicamente en un acto final de una cultura que el propio Estado comenzaba a considerar peligrosa.
La introducción de la cultura occidental en Rusia había tenido, hasta entonces, ejemplos notables: el barroco imperial de Rastrelli en San Petersburgo; la admiración de Catalina II por Voltaire; su mecenazgo con Euler; la compra de la biblioteca de Diderot. Todo ese impulso ilustrado sufrió una condena histórica tras 1825. Con Nicolás I, el miedo al contagio revolucionario europeo —acentuado tras 1830 y 1848— se tradujo en censura, vigilancia y represión. La condena y ejecución simulada de Dostoyevski en 1849, bajo el mismo zar, cerró simbólicamente ese ciclo.
La revolución decembrista fue una ocasión perdida, pero dejó un legado duradero. Inspiró a generaciones posteriores de intelectuales, populistas y revolucionarios, desde Herzen hasta los narodniki, y fijó un modelo de oposición moral al poder: minoritaria, ilustrada, dispuesta al sacrificio. Un siglo después, la Plaza del Senado cambiaría de nombre para recordarla. El sueño de la Constitución tuvo una realización parcial solo ochenta años después, con la revolución de 1905, cuyo recuerdo quedó inmortalizado en la película La corazzata Potëmkin de Eisenstein, estrenada en el primer centenario de la revolución decembrista.
Puede sorprender, o quizá no, que ese aniversario haya sido hoy en gran medida ignorado. En la prensa internacional que he consultado, solo The Economist le ha dedicado atención. ¿Damnatio memoriae hacia todo lo que tiene que ver con Rusia? Tal vez. Pero hay también algo más profundo: la dificultad de aceptar una historia que no es lineal ni unívoca. La revuelta decembrista recuerda que la historia rusa no puede reducirse ni a una tradición inmutable de autoritarismo ni a una simple anomalía europea. Está hecha de tensiones, de intentos de apertura, de proyectos abortados y de regresiones, de impulsos ilustrados y de reacciones autocráticas. Ignorar esa complejidad empobrece la comprensión del pasado y, sobre todo, del presente. Comprender la Rusia de hoy exige reconocer las capas, las contradicciones y las ocasiones perdidas que la han moldeado.
Compartir esta nota