“La fuerza es una tentación permanente en la política exterior” — Raymond Aron.
Donald Trump suele presentarse como una anomalía, un outsider que irrumpió en la política estadounidense. Sin embargo, basta observar el contexto global y doméstico que lo vio surgir para comprender que no encarna una ruptura radical, sino una aceleración de tendencias que ya estaban en marcha. El desgaste del multilateralismo y el ascenso de dinámicas transaccionales fueron erosionando durante años el orden liberal construido después de la Segunda Guerra Mundial. Como recuerda Derek Stokes, la hegemonía estadounidense se apoyó en alianzas estratégicas, instituciones multilaterales y una economía interdependiente. Hoy esa arquitectura aparece debilitada y Trump la confronta con franqueza.
Su estilo de política exterior no remite al aislacionismo clásico, sino a lo que podría llamarse un aislacionismo instrumental. No busca retirarse del mundo ni observarlo desde una torre mientras emergen nuevos bloques en el Sur Global, sino reordenarlo bajo una lógica de beneficios inmediatos y aleccionadores.
De ahí la conversión de aliados en clientes, tratados en contratos renegociables y la diplomacia en un negocio más que en un mecanismo para equilibrar pérdidas y beneficios compartidos. Análisis del Center for Strategic & International Studies señalan que esta visión obliga a otros actores a replantearse qué pueden esperar realmente de Washington. Trump no inventa el debilitamiento de las alianzas, más bien lo intensifica y lo convierte en una doctrina tácita.
En lo migratorio y lo comercial ocurre algo similar. No asistimos a reformas históricas radicales, sino a la institucionalización de políticas que antes se aplicaban con mayor moderación. Sus arremetidas contra la inmigración irregular y el uso global de los aranceles como palanca de negociación no buscan preservar el funcionamiento tradicional de la economía mundial. Se trata de acciones deliberadas que alimentan la desconfianza en un clima ya marcado por la polarización interna.
Todo ello reduce, casi imperceptiblemente, la fiabilidad de la política exterior estadounidense y refuerza la idea de que el orden internacional ya no se sustenta en la norma y el consenso, sino en la presión y la imprevisibilidad.
Varios estudios recientes lo confirman. Un análisis del Royal Geographical Society interpreta su política exterior como una retirada hegemónica desde dentro, no como repliegue puro, sino como una reorganización del poder en un ambiente de competencia creciente. Otras fuentes coinciden en que no se trata de un simple ciclo, sino de un patrón estructural: lo externo se somete y lo doméstico se proyecta hacia afuera. Las decisiones exteriores responden cada vez más a tensiones internas.
En este escenario emerge una paradoja central. Trump llegó al poder denunciando la “excesiva” responsabilidad global de Estados Unidos, el inmenso gasto en guerras regionales y el sostenimiento de organismos orientados a combatir la pobreza o el cambio climático. Criticó también los grandes déficits comerciales que, a su juicio, beneficiaban a otros en detrimento del bienestar de los norteamericanos. Prometió mirar hacia adentro y hacer prevalecer la consigna de América Primero.
Sin embargo, la realidad sugiere lo contrario. Observamos que su presidencia depende cada vez más de lo que Estados Unidos hace fuera de sus fronteras, quizá porque su capacidad de influir en la opinión pública interna está condicionada tanto por éxitos externos como por asedios domésticos. De aquí que sea razonable pensar que su lugar en la historia, estará marcado, sobre todo, por cómo gestione a rivales como China, Rusia, Irán y Corea del Norte.
Las consecuencias para el resto del mundo no son menores. Los países que dependían del liderazgo estadounidense ahora enfrentan una incertidumbre creciente en materia de alianzas regionales, tratados comerciales y acuerdos de seguridad. Conviene recordar que la hegemonía norteamericana descansa no solo en su poder militar o económico, sino en su fiabilidad. Cuando esta se erosiona, la legitimidad se debilita. Investigaciones de Springer Nature muestran cómo la polarización interna y el estilo transaccional del presidente alimentan una “menor fiabilidad exterior”.
A ello se suma un clima de desconfianza global alimentado por demostraciones de fuerza, gestos simbólicos y amenazas creíbles. Son mecanismos no belicistas en sentido clásico, pero proyectan un poder intimidante que altera el cálculo geopolítico de los demás.
Ese poder se ha ido fraguando en múltiples frentes: la reconfiguración de la OTAN, la presión sobre Europa para aumentar su gasto en defensa y adquirir armamento estadounidense, las negociaciones estratégicas en el Indo-Pacífico, la sugerencia de reanudar pruebas nucleares, la idea de combatir el narcotráfico con fuerza militar y la creciente competencia tecnológica. Cada movimiento consolida una imagen de poder que busca imponerse más por impacto que por consenso.
Todo ello alimenta la percepción de que Trump acelera un orden ya en crisis. No crea las fracturas, pero las exhibe sin disimulo y actúa con una velocidad que desecha cualquier transición gradual.
La política exterior estadounidense se vuelve menos predecible para europeos, asiáticos y latinoamericanos, y más dependiente de los ciclos internos, la presión electoral y la necesidad presidencial de mostrar control. Trump rehúye las ocupaciones prolongadas, pero se aferra a la lógica de la demostración. Ese espectáculo puede escalar sin intención y desestabilizar el orden internacional, proceso que creemos está en curso.
Al desnudar las grietas de su propia sociedad, Trump convierte esas fisuras en una lección geopolítica incómoda, a saber: la fuerza sin intermediarios, las alianzas sin compromiso y el poder sin justificación moral pueden imponer resultados inmediatos, pero a costa de un orden internacional más vulnerable y más frágil que, paradójicamente, impulsa la multipolaridad que él mismo rechaza.
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