La reciente integración de nuevos jueces a la Suprema Corte de Justicia, decidida por el Consejo Nacional de la Magistratura, no puede analizarse como un simple ejercicio de sustitución funcional. Se trata, en realidad, de un momento de inflexión institucional, porque ocurre tras la salida de magistrados que habían logrado imprimir al alto tribunal un estándar técnico y argumentativo que, con todas sus imperfecciones, elevó la expectativa sobre lo que debe ser una sentencia suprema en un Estado constitucional de derecho.

Los magistrados recientemente designados —Edyson Alarcón Polanco, Miguelina Ureña Núñez, Manuel Hernández Victoria, Yorlin Vásquez Castro y Namphi Rodríguez, junto a Nancy Salcedo Fernández, quien asume además funciones directivas dentro del pleno— llegan con trayectorias profesionales diversas: jueces de carrera con experiencia en cortes de apelación, académicos, abogados del ejercicio con reconocimiento técnico y solvencia ética. Desde el punto de vista formal, cumplen los requisitos constitucionales; desde el plano personal, no pesan sobre ellos cuestionamientos públicos de orden moral. Pero el verdadero examen comienza ahora.

El primer reto es evidente: no bajar la vara. La Suprema Corte no parte de cero. En los últimos años había iniciado un tránsito hacia decisiones mejor estructuradas, con mayor conciencia del deber de motivación y una comprensión más clara de su rol como tribunal de cierre del sistema ordinario. Sustituir jueces técnicamente sólidos por decisiones pobres, mecánicas o complacientes no sería un simple retroceso estilístico: sería una pérdida de autoridad jurídica.

El segundo reto, central y no negociable, es la calidad de la motivación de las sentencias. La motivación no es una fórmula ritual ni una acumulación de citas normativas. Es un ejercicio de racionalidad pública, una obligación constitucional que conecta directamente con la interdicción de la arbitrariedad. Una sentencia que no explica por qué decide, aunque acierte en el resultado, fracasa en su función democrática. Y una Suprema Corte de Justicia que tolere motivaciones aparentes —esas que simulan razonamiento pero evitan el conflicto jurídico real— renuncia a su responsabilidad histórica.

Aquí la exigencia es mayor. Se espera de los nuevos magistrados profundidad dogmática, capacidad para trabajar con principios, ponderar derechos, enfrentar tensiones normativas y justificar de manera honesta sus opciones interpretativas. El derecho contemporáneo no se resuelve con silogismos pobres ni con transcripciones automáticas de la ley. Exige jueces que piensen, expliquen y asuman el costo argumentativo de decidir.

Un tercer reto es el manejo del precedente. La Suprema Corte de Justicia ha oscilado muchas veces entre dos extremos: el apego acrítico a precedentes defectuosos y el voluntarismo que los ignora sin explicación. La nueva integración tiene la oportunidad —y la obligación— de construir una jurisprudencia coherente, estable y evolutiva, donde el cambio sea fruto de razones explícitas y no de impulsos coyunturales. La seguridad jurídica no se opone al desarrollo del derecho; se opone a la arbitrariedad.

El cuarto reto es la independencia real. No la declamada, sino la que se demuestra cuando decidir conforme a la Constitución incomoda al poder político, al clamor mediático o a la opinión pública momentánea. Los nuevos jueces deben recordar que no representan a quienes los eligieron, sino al orden constitucional. Su legitimidad no proviene del aplauso ni de la prudencia estratégica, sino de la solidez de sus razones jurídicas.

Hay, además, un reto interno que suele subestimarse: la calidad de la deliberación colegiada. La suprema no es una suma de voluntades aisladas. Necesita debate, disenso razonado, liderazgo intelectual y visión institucional. El ingreso de perfiles diversos —jueces de carrera y abogados del ejercicio— debe traducirse en riqueza deliberativa, no en fragmentación ni en silencios cómplices.

Finalmente, está el reto de reconectar la Suprema Corte con la ciudadanía, no desde el populismo judicial, sino desde la claridad argumentativa. Sentencias comprensibles, bien estructuradas, capaces de ser leídas y criticadas por la academia y por el ciudadano informado. La confianza pública no se construye con gestos simbólicos, sino con decisiones que resisten el escrutinio racional.

La nueva integración de la Suprema Corte de Justicia enfrenta, en suma, un desafío mayor que ocupar cargos, esto es, demostrar que el derecho sigue importando. Si logra consolidar una jurisprudencia profunda, motivada y valiente, habrá honrado la función judicial. Si falla, el retroceso no será personal, sino institucional. Y ese es un costo que la democracia dominicana no debería volver a pagar.

Carlos Salcedo Camacho

Abogado

Abogado, litigante, asesor jurídico, estratégico e institucional de diversas personas, empresas e instituciones. Dirige desde 1987 su firma de abogado, Salcedo y Astacio, con oficinas en Moca y Santo Domingo. Tiene varios diplomados, postgrados y maestrías, en diversas ramas del derecho, como la constitucional, corporativa, penal y laboral. Autor y coautor de varias obras de derecho y en el área institucional. Columnista y colaborador de las revistas Estudios Jurídicos, Ciencias Jurídicas y Gaceta Judicial y periódicos nacionales y de obras internacionales como el Anuario de Derecho Constitucional, de la Fundación alemana Konrad Adenauer. Desde el año 2010 es articulista fijo del periódico El Día. Ha sido redactor y coredactor de diversas, leyes y reglamentos. Ha sido profesor en la PUCMM y en diversas universidades, tanto en grado como en maestrías. Conferencista en el país y en el extranjero, en diferentes ramas de las ciencias jurídicas y sociales. Fue Director Ejecutivo de la Fundación Institucionalidad y Justicia (Finjus) (2001-2003). Director Estratégico del Senado de la República y Jefe del Gabinete del Presidente del Senado de la República (2004-2006). Fue asesor ejecutivo y el jefe del Gabinete del Ministerio de Cultura (2012-2016).

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