Para apreciar la singularidad artística de Simon Vouet (1590-1649) en el contexto estético religioso de Francia en el que predominó el clasicismo, se imponen algunas imprescindibles digresiones explicativas. Después de las ingentes destrucciones de imágenes, retablos y estatuas cometidas por las vindicativas turbas protestantes en algunas ciudades prestigiosas ( Lyon, Caen, Rouen) de Francia durante la década 1560-70, las respuestas de la iglesia católica a nivel local, más allá de la represión emprendida por las tropas del Rey, consistiría en reconstruir con sus artesanos las estatuas mutiladas y ornamentar las iglesias con severo escrúpulo, eludiendo los torsos desnudos, las posiciones ambiguas.
Anteriormente, el saqueo de Roma (1527) por las tropas imperiales del muy católico Carlos V en su oposición al Papa Clemente VII, desembocó según los historiadores del arte, en particular el francés André Chastel, en la configuración de un arte más patético, con visos claros de teatralidad que no poseía el del renacimiento: el manierismo. Parmiggiano, el Greco y Tintoretto y de cierta manera Miguel Ángel, fueron las máximas figuras de esta ruptura estética con el clasicismo renacentista. Sin transición, en Italia, España y Flandes, irrumpe un barroco espléndido, persuasivo y hasta sensual, suerte de manierismo despojado de sus percances gestuales. Francia se encamina aparentemente por otro sendero.
En Francia, a la iconoclasia devastadora de los calvinistas, ulterior al manierismo (representado por la escuela de Fontainebleau) no le siguió la poética de la exaltación barroca. Hubo una suerte de repliegue en formas plásticas religiosas más parcas, una reflexión para codificar tanto la literatura como la pintura religiosa, y evitar la exagerada expresividad del manierismo, que le restaba ecuanimidad y cierta ‘’decencia’’ a las imágenes piadosas.
En el campo literario, Boileau publica en 1634 su Arte poética en versos, suerte de código del buen escribir, a partir del cual los escritores (dramaturgos y poetas) debían atenerse a reglas estilísticas y léxicas sin dejar de aportar su impronta imaginativa. En este contexto de regulación estética, surgen grandes autores de la historia literaria francesa: Racine, la Fontaine, Moliere, Corneille. Luis XIII (1601-1643) reina en un trono centralizado a ultranza y gustaba codearse con grandes artistas y obras refinadas, antes de pasar el relevo a Luis XIV, que perpetuaría el esplendor de las artes en general. En las artes visuales prima sin ortodoxia la misma compostura creativa, con líneas claras, ritmo cromático, y a grandes rasgos se prescinde del pathos barroco. Claude Lorrain, Nicolas Poussin, George La Tour hacen resplandecer héroes paganos, y cristianos, cristos, vírgenes y paisajes, con “arte del pudor y la mesura” como dijo André Gide de esta escuela. Nace así el clasicismo francés que los historiadores, en un lance a veces confuso y sin mucho rigor oponen inapelablemente al barroco.
Francia construyó una narrativa estética que marginó deliberadamente la exuberancia del barroco.
Muchos historiadores ven en ese clasicismo una marca profunda del espíritu francés, renuente al arte italiano barroco, “estrafalario”, de pathos sobredimensionado. El clasicismo sería la versión apacible del catolicismo nacional en el plano de las artes y las letras, fundado en la razón y el comedimiento expresivo, para responder al desafío protestante. Sin embargo, si nos detenemos a ver los paisajes con motivos religiosos de Claude Lorrain considerado como un genio del clasicismo francés, no es evidente que estemos frente al orden y la armonía de las formas en su estricta versión clasicista. En sus paisajes emergen delicadamente tres características formales del barroco descritas por el gran historiador suizo Heinrich Wofflin ( 1864- 1945): la profundidad del campo visual, la apertura del espacio representado, y la oscuridad. Las clasificaciones urdidas por historiadores se establecen de manera a veces falaz a partir de la pertenencia o no de la Iglesia católica y sus artes visuales a la versión papal y romana, raíz espiritual primigenia del barroco. El rechazo apenas disimulado del catolicismo de Roma y el ensalzamiento intrincado del catolicismo falsamente austero de Francia entorpece los juicios estéticos. Para los ideólogos franceses si el barroco proviene del entorno del papa y de Roma, no es más que propaganda y gesticulación marial. Al filo de los siglos esta interpretación sesgada se transformará ineluctablemente en desprecio y mofa y peor aún en inclusión en el clasicismo de versiones francesas del barroco.
Esa visión francesa de deliberado desconocimiento del barroco se extiende al resto de Europa durante los siglos siguientes. Prominentes historiadores del arte del siglo XIX como Jacob Burckhardt (creador del concepto histórico de Renacimiento) contribuyen a denigrar el barroco, calificándolo de decadente, sin tomar en cuenta la matriz histórica-religiosa que le dio nacimiento. El barroco correrá la misma suerte infundada y despreciada del arte gótico. Incluso gótico y barroco serán sinónimos de mal gusto. Pese a la obra de Wofflin (1915) donde enuncia y fija algunas formas plásticas propias al renacimiento clasicista y al barroco, podemos aún leer decenios después en un largo artículo del eminente historiador del arte del siglo XVII francés, Bernard Chedozeau titulado El Barroco, Francia y Europa, una estigmatización en regla del barroco, considerado como un arte clerical, más bien italiano, de propaganda de la contrarreforma inspirada por el Concilio de Trento (1545-1563) y de dudoso gusto, por lo demás envuelto en formas inmoderadas y macizas. A ese barroco heredero del catolicismo italiano, opone un arte aliado de una fe católica más rigurosa, una tendencia francesa por la nitidez plástica y la expresión impasible en las imágenes. Una antropología de la serenidad.
No es una sorpresa que en Francia grandes pintores como Charles le Brun y Simón Vouet, excelsos representantes del barroco, hayan sido sepultados en la desmemoria, esa injusta sentencia del tiempo propiciada por ideólogos del arte. La eclosión ulterior en Francia de un interés apasionado por el barroco y de una reversión valorizadora de sus enjuiciamientos es obra de Jean Rousset (1910-2002) eminente historiador de la literatura, perteneciente a la escuela de Ginebra.
Su obra cumbre acuñada en 1953, para valorizar a los denostados poetas barrocos se titula La literatura de la Era barroca en Francia. Circe y Paon. Ese libro abrió en historiadores, filósofos, estetas, una febril redefinición destinada a justipreciar la revolución simbólica barroca. Así la Francia clasicista, cartesiana, racionalista a ultranza, por la misma razón que ensalzaría la exuberancia de la literatura latinoamericana del boom en los años 60 y 70, haría del barroco el arte de la sensualidad, la elegancia expresiva y el ingenio imaginativo. En adelante, durante los tres decenios que siguieron a este estudio erudito, son innombrables las tesis, estudios o ensayos esclarecedores y laudatorios que en Francia ensalzarán a pintores barrocos europeos. Dos grandes barrocos, Diego de Velázquez (España) y Pierre Paulus Rubens (la Flandes belga) son coronados por estetas, filósofos e historiadores libertarios e irreligiosos de los 1960, 70, como dos insoslayables espíritus de la historia europea y sus artes. Seguirán otros. La revolución simbólica que irrumpió con el barroco a finales del siglo XVI y a principio de XVII, figurará en la cumbre de las artes plásticas.
Simon Vouet encarna una teatralidad elegante que desafía la rigidez del clasicismo dominante.
¿Y Simón Vouet en todo esto? Relegado por las mezquinas historias del arte a las cenizas del silencio, emerge súbitamente a la superficie. Nosotros lo descubrimos en un libro perdido en los anaqueles de arte del Centro cultural George Pompidou de París, hace muchos años; de seguro en una obra colectiva de discreta circulación. Sus algunas decenas de pinturas han sido parsimoniosamente rescatadas por especialistas, que valoraron su vida al servicio de los grandes, gracias a su inmarcesible talento. Durante su formadora estadía italiana, brilló en las puntillosas decoraciones de las iglesias de Roma. Su amistad con el cardenal Barberini, pronto transformado en el papa Urbano VIII, y su asimilación del tenebrismo de Caravaggio, insuflan en él una sensibilidad plástica cercana a los grandes italianos, sin dejar de estar impregnado por el rigor formal francés.
Una teatralidad elegante mueve a sus figuras, cuyos cuerpos enlazados o cercanos los unos de los otros expresan comunión o rechazo, grácil armonía o tensión alegórica. La naturaleza no es un eje temático, pero sí un contexto visual que le da profundidad a sus temas visuales religiosos, profanos o mitológicos. Las formas se encuentran iluminadas por una luz que valoriza los torsos y rostros de los personajes. Sin embargo, el prejuicio estético o más bien la involuntaria ocultación de las obras de pintor barroco francés, hizo que casi ningún historiador eminente de las artes, E. Gombrich, Arasse, Feri, Chastel, Fumarolli, entre otros mencionen a Vouet. La colección de monografías de grandes pintores Taschen que llega a Dominicana, no lo ha aún escogido para darlo a conocer con un estudio explicativo y analítico cabal. No obstante, muchos esfuerzos, incluso oficiales se han hecho en estos últimos tiempos para reparar esa deuda histórica. Así, por ejemplo, lo encontramos con ilustraciones, aunque fugazmente en las pertinentes páginas didácticas sobre arte y literatura ofrecidas al público por el Ministerio francés de cultura. Otras reseñas en portales de arte se detienen, no sin entusiasmo, a presentar a este pintor que algún crítico caracterizó, con agudo sentido de la historia del arte francés, como un barroco clasicista.
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