Desde nuestras primeras lecciones de derecho constitucional sino administrativo, se nos viene diciendo como verdad de Perogrullo lo que también se repite en todos nuestros textos jurídicos de esas materias: que el reglamento es una norma jurídica producto de la potestad reglamentaria de la administración pública, inferior o subalterna a las leyes en sentido estricto, y por tanto con un alcance condicionado por estas, resultando su derogación en caso de conflictos, contradicción o incompatibilidad -inconciliable por interpretación- con disposiciones legislativas, en aplicación del principio lex superior. Y en esa línea, se nos ha precisado que respecto al Presidente de la República, el poder reglamentario es espontáneo, pues su ejercicio no depende de la invitación del legislador, al punto de que si este osara en prohibirlo a propósito de alguna ley en particular, tal disposición resultaría inconstitucional, pues la potestad presidencial reglamentaria tiene su fundamento inmediato y directo en la Constitución, al ser el constituyente quien la habilitó para (i) completar las leyes, (ii) para viabilizar su ejecución, o incluso (iii) para regular aspectos totalmente descuidados o nunca tocados por el legislador, todo bajo ciertos parámetros jurídicos -como las reservas de ley-.

En ese orden de ideas, en una serie de artículos muy celebrados de la autoría del Dr. Juan Ml. Pellerano Gómez, publicados en Listín Diario los días 20 abril, 2, 4 mayo y 4 de junio de 1985 (posteriormente compilados en su obra Constitución y Política, de 1990), se nos explica que con anterioridad a la reforma constitucional de 1924 el poder reglamentario del Presidente estuvo circunscrito a los casos en que resultara necesario para el cumplimiento de una ley, es decir, que la existencia previa de una ley condicionaba el ejercicio de esa potestad normativa del ejecutivo. En sus palabras exactas, a partir de la Constitución de 1924 se instaura un nuevo régimen que “desliga la facultad del Presidente para dictar reglamentos de la existencia previa de una ley, [ya que] sólo lo supedita a que sea considerado “necesario”, con lo cual se reconoce la posibilidad de que existan reglamentos “autónomos”, esto es, aquellas normas de aplicación general que dicta el Presidente de la República sin que hayan disposiciones legales preexistentes a la materia que regula.” Estos reglamentos son normas que “no guardan relación específica con una ley determinada, una vez que por sí mismos establecen una regulación a relaciones o actividades no pautadas por la ley”. Sin embargo, en cualquier caso, los autores nos suelen advertir que lo que pueda regular un reglamento -independientemente de su tipo- estará de forma general condicionado por la superioridad de las disposiciones de las leyes vigentes en el ordenamiento jurídico dominicano; en menos palabras, que el reglamento nunca puede ser contra legem.

Así puede leerse en la primera obra especializada en derecho constitucional dominicano, Notas de derecho constitucional (1959), de la autoría del Lic. Manuel Antonio Amiama (1899-1991) -don Cundo, como cariñosamente le decían sus contemporáneos-, tres veces reeditada, revisada y actualizada bajo la dirección del también jurista dominicano, Lic. Raymundo Amaro Guzmán (1980, 1995 y 2016): “La plenitud de atribuciones del Congreso en materias legislativas no es sólo entre nosotros un principio teórico. Resulta además explícitamente del testo constitucional. (…), ya que ningún otro poder del Estado tiene competencia para legislar sobre materia alguna. Todo cuando deba asumir la forma de ley, pertenece, exclusivamente, a la competencia del Congreso, salvo lo que diremos más adelante acerca del poder reglamentario.” Y, en ese más adelante, al referirse a esta potestad del Ejecutivo, indica: “(…) los reglamentos del Presidente de la República, aunque materialmente tienen la naturaleza de las leyes, no tienen la misma categoría o rango jurídico de las leyes. Las leyes pueden siempre abrogarlos, recuperando así el legislador la misión normativa que le asigna la Constitución.”   En términos casi idénticos se pronuncia Julio Brea Franco en su obra El Sistema Constitucional Dominicano (1983): “La ley puede siempre abrogarlos, pudiendo así recuperar el legislador la plenitud de la función normativa [que] le confiere la Constitución.

En perspectiva histórica, como únicas excepciones al principio de la superioridad de la ley al reglamento, el Dr. Pellerano Gómez identificó la antigua potestad del Presidente para dictar decretos-leyes en los casos de circunstancias extraordinarias que presupuestaban los incisos 7 y 8 del artículo 55 de la Constitución de 1966 (vgr. estado de sitio, estado de emergencia nacional, calamidad pública o alteración grave a la paz pública), y, también aquellos decretos que han podido dictarse “en períodos en que ha existido un gobierno de facto a causa de haber quedado roto el orden constitucional, tal como aconteció con las leyes del Consejo de Estado, del Triunvirato y del Gobierno Provisional del Dr. Héctor García Godoy”.

En digno reconocimiento al rigor, la originalidad y la claridad que caracterizaron los aportes del Dr. Pellerano Gómez, su más exitoso discípulo, Eduardo Jorge Prats, en referencia a las ideas que he citado y que suscribe sin reservas, en su obra Derecho Constitucional, Vol. 1 (2024) resalta que: “[e]ste criterio que se ha sostenido en la presente obra desde su primera edición, siguiendo la doctrina de Pellerano Gómez, ha sido acogido tal cual por el Tribunal Constitucional, corte que se ha pronunciado señalando que “de manera expresa, en la República Dominicana con la reforma constitucional del 19 de febrero de 1858, se le atribuye al Poder Ejecutivo la facultad de dictar reglamentos, pero sólo para asegurar el cumplimiento de las leyes y decretos del Congreso. Esta condición varió con la reforma constitucional de 1924, puesto que en el artículo 49.3, le confiere al Presidente de la República una facultad genérica de dictar reglamentos sin vincular su poder reglamentario al poder de ejecución propio de la rama ejecutiva, sino considerando que la reglamentación supone una voluntad propia de formación” (Sentencia TC/0415/15).” Precisando Jorge Prats que mediante sentencia TC/0032/14 esa alta corte ya había reconocido el poder reglamentario autónomo, pero siempre como una manifestación del poder normativo inferior a la ley adjetiva.

En fin, sea a partir de las líneas de Manuel A. Amiama, y posteriormente Julio Brea Franco, Juan Jorge García, Juan Ml. Pellerano Gómez, Bernardo Fernández Pichardo o del resto de los más reconocidos juristas dominicanos de sus respectivas generaciones con aportes en este tema, como Rosina de la Cruz Alvarado, Edgar Barnichta Geara, Mario Read Vittini, Néstor Contín Aybar, Wellington Ramos Messina, Raymundo Amaro Guzmán; o incluso de nuestros contemporáneos más respetados en la materia, como Olivo Rodríguez Huertas, Flavio Darío Espinal o Eduardo Jorge Prats, cuando no de la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional -y con ello de todos sus jueces-, arribaremos a la misma incorrección: que conforme al orden jerárquico de las normas jurídicas, el poder reglamentario del Presidente de la República está y siempre ha estado subordinado a la ley adjetiva (salvo los casos históricos y excepcionales antes citados), resultando la competencia del legislador universal a todas las materias y asuntos de Estado posibles.

Pero eso no es tan así. Lo que no dijeron nuestros profesores ni los citados distinguidos juristas, es lo que ahora asumo explicar con pretensión de corrección histórica: a partir de la reforma constitucional del año 1934 y hasta la reforma del año 2010, en República Dominicana nunca existió una regulación constitucional que estableciese una concentración, monopolio y/o superioridad absoluta del poder normativo en el Congreso Nacional y en exclusión radical de toda reserva temática para el poder reglamentario autónomo e independiente del Poder Ejecutivo frente a la ley ordinaria; aunque históricamente, y aún en tiempos de dictaduras, el Poder Ejecutivo se haya comportado formalmente -o bien, en atención a una Constitución nominal- como un súbdito total del legislador ordinario en la mayor parte de su existencia como poder constituido, no obstante también estar autorizado para reglamentar temas específicos con carácter general, obligatorio y exclusivo.

Como explicaré, a partir de la reforma constitucional de 1934 la competencia legislativa del Congreso Nacional deja de ser universal y exclusiva, al establecerse una disposición que se ha mantenido intacta en todas las reformas posteriores -incluyendo la última- con la siguiente fórmula gramatical: “Artículo 33. Son atribuciones del Congreso: (…) 28.- Legislar acerca de toda materia que no sea de la competencia de otro Poder del Estado o contraria a la Constitución.

Al amparo de la citada disposición, y especialmente atendiendo a la evolución constitucional del régimen de la potestad normativa distribuida principalmente entre el Poder Legislativo y el Poder Ejecutivo[1], evolución innegablemente marcada por la predilección presidencialista de nuestros gobernantes históricos, podrá comprobarse que -contrario a lo que hoy constituye un lugar común en la literatura jurídica nacional- no es correcto afirmar que en nuestro régimen constitucional nunca ha existido una reserva reglamentaria, o de otra forma, que no han existido ámbitos o temas de Estado excluidos de la soberanía del legislador y reservados con exclusividad al poder reglamentario del Presidente de la República.[2] Sobre la defensa de esta idea tratará la segunda parte de este artículo.

[1] Potestad también identificable en otra medida a favor de las Alcaldías (antes Ayuntamientos) y la Junta Monetaria.

[2] Aunque en estricta referencia a la Constitución a partir de su reforma en el año 2010, quien quizás ha expresado esta idea con mayor claridad en doctrina constitucional dominicana ha sido el distinguido jurista Flavio Darío Espinal, al escribir:  “La Constitución dominicana no establece reserva reglamentaria alguna, lo que significa que ningún ámbito de la vida social ha sido dejado a la regulación exclusiva por parte del presidente de la República. Lo que si ha establecido la Constitución es reserva de ley respecto a una serie de ámbitos de la vida institucional del país y en algunos casos ha dispuesto que ciertas materias sean reguladas, como se señaló anteriormente, por leyes orgánicas que requieren una mayoría calificada para su aprobación.” (vid. Espinal, Flavio Darío, “Los poderes y competencias presidenciales a la luz de la Constitución de 2010: su significado para la democracia dominicana.”, en Presidencialismo y democracia en la sociedad dominicana (1994-2010), Santo Domingo: PUCMM/CUEPS, 2012, p. 81)

Manuel A. Rodríguez

Abogado

Licenciado en Derecho magna cum laude, Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (2006), Master en Argumentación Jurídica, Universidad de Alicante (2014) y Master di Secondo Livello in Argomentazione Giuridica, Universitá degli Studi Di Palermo (2014). Investigador Senior del Centro Universitario de Estudios Políticos y Sociales de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, CUEPS-PUCMM. Abogado en ejercicio, historiador, numismático, filántropo, poeta y rapero.

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