En política económica, los movimientos importan tanto como los discursos. Y en apenas siete meses, dos figuras clave del gabinete económico han dejado sus cargos: Pável Isa Contreras, exministro de Economía, y Jochi Vicente, exministro de Hacienda, sustituido por Magín Díaz en julio de este año. Este tipo de reconfiguración, cuando involucra a los responsables de la planificación y las finanzas públicas, no puede verse como una simple transición administrativa. Algo más profundo parece estar ocurriendo.
La salida de Jochi Vicente, en particular, plantea preguntas que deben ser analizadas con cuidado. Fue él quien elaboró, presentó y defendió una ambiciosa reforma tributaria, que no llegó a convertirse en ley, no por falta de claridad técnica, sino por debilidad política y resistencia social. Esa reforma —tributaria y no fiscal, como algunos insisten en aclarar— buscaba mejorar la estructura de ingresos, ampliar la base contributiva y racionalizar exenciones. Su fracaso fue uno de los golpes más duros al equipo económico del presidente Abinader.
En este contexto, ¿la salida de Vicente representa una consecuencia de esa derrota política? ¿O fue un paso al costado por diferencias con la estrategia de gasto, la composición del presupuesto o el creciente endeudamiento?
La entrada de Magín Díaz agrega otra capa de complejidad. Se trata de un economista de gran experiencia y credibilidad técnica, pero cuya trayectoria reciente se inscribe en los gobiernos del PLD, donde fue director de la Dirección General de Impuestos Internos (DGII). Su designación no es menor, y plantea preguntas que van más allá de lo técnico:
– ¿Es esta una señal de apertura o recomposición política?
– ¿Implica un reconocimiento tácito de que el equipo económico inicial del gobierno no dio los resultados esperados?
– ¿Estamos ante un intento de corregir el rumbo incorporando figuras de peso con experiencia más allá del PRM?
– ¿Hay un replanteamiento de las alianzas institucionales para sostener la conducción económica?
Estas preguntas cobran más peso cuando se examina el contexto actual: altos niveles de endeudamiento, baja inversión pública de capital, postergación indefinida de la reforma fiscal integral, y una economía presionada por transformaciones fiscales internacionales, como la reforma estadounidense, que promueve el retorno de capitales y reduce los incentivos para invertir en el exterior.
Frente a este panorama, el desafío no es solo fiscal, sino de modelo. ¿Cómo equilibrar responsabilidad macroeconómica con desarrollo social? ¿Cómo garantizar que el gasto público sea eficiente, productivo y transparente? ¿Qué papel jugarán ahora las nuevas figuras del equipo económico en la construcción de una nueva hoja de ruta?
Desde la oposición, y con la mejor intención de que el país avance hacia un modelo más justo y competitivo, es imperativo exigir que se reduzca significativamente la inversión pública improductiva, la cual ha venido en aumento en los últimos tiempos, en gran parte como reflejo de un aparato estatal desbordado por aspiraciones políticas. Hoy casi todos los funcionarios públicos de alto nivel actúan como precandidatos a la nominación presidencial del PRM, lo que distorsiona las prioridades del gasto y aleja al Estado de sus fines esenciales.
En su lugar, se debe priorizar con urgencia:
– La inversión pública de capital con impacto en infraestructura, logística y productividad.
– El fortalecimiento del sistema educativo, en todos sus niveles.
– El fomento a la investigación científica y tecnológica.
– El robustecimiento del sistema de salud pública, con visión preventiva, accesible y digna.
El país no necesita más gasto. Necesita mejor gasto. Necesita que los recursos públicos estén alineados con un plan nacional de desarrollo que obedezca a los nuevos lineamientos del entorno internacional, no con la agenda personal de quienes ocupan cargos de poder.
Las renuncias, en política, nunca son neutras. Y cuando provienen del corazón técnico del gabinete económico, su lectura no puede limitarse a lo formal. Estamos, quizás, frente a un momento bisagra, donde el país tiene que decidir si opta por la profundidad de las reformas o por la comodidad de la inercia, manteniendo un gasto público netamente clientelar.
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