En un mundo tan saturado por el ruido, la poesía se convierte en un acto de silencio lúcido. No el silencio que calla, sino el que escucha. No el que omite, sino el que arde por dentro. La poesía contemporánea ha dejado de ser un arte decorativo para convertirse en un órgano vivo del presente: incomoda, respira, sangra, es más que nunca, una forma de estar en el mundo.

En esta época líquida -como la llamó Zygmunt Bauman-, donde todo parece deshacerse al tacto, la poesía permanece. Cambia de forma, muta, se disuelve en la oralidad, en las aplicaciones de redes sociales, en los cuerpos que la encarnan, pero sigue ahí: irreverente, indócil y absolutamente necesaria.

Con profunda emotividad, la poeta canadiense Anne Carson dijo, “la poesía es lo que ocurre cuando no hay una buena palabra para lo que queremos decir”, (Plainwater, 1995). En ese vacío donde las palabras comunes no alcanzan, es el terreno fértil, ahí nace la poesía de hoy. El yo expandido: voces que desgarran la intimidad.

La poesía contemporánea ha roto con la distancia, esa que antes la separaba del lector. Hoy la palabra poética se escribe desde el cuerpo, desde las experiencias personales, desde las heridas cotidianas. La intimidad es el nuevo territorio político. La poeta somalí-británica Warsan Shire lo expresa con una bella crudeza, cuando escribe: “nadie deja su hogar a menos que su hogar sea la boca de un tiburón”, (Teaching my brother how to give birth, 2011).

La poesía de Shire se ha convertido en un grito colectivo de la diáspora, de las mujeres migrantes, de aquellas que han tenido que reconstruirse lejos de sus raíces. Del mismo modo, Gioconda Belli -la poeta nicaragüense del erotismo político- ha trazado una cartografía del deseo y la insurrección femenina. En su libro El ojo de la mujer (1992) escribió:

“Mi poesía es como un cuerpo

se desnuda a medida que la lees.”

Aquí el cuerpo no es solo imagen, también es lenguaje y revolución. Estas poetas no escriben desde la teoría, sino desde la piel. La poesía es, para ellas, un lugar donde habitarse sin pedir permiso. Los territorios del nosotros: poéticas que denuncian y construyen.

Pero no todo es intimidad. La poesía contemporánea es también memoria, denuncia y resistencia. Pienso en Raúl Zurita, el poeta chileno que convirtió el desierto de Atacama en un lienzo para la poesía, grabando en la tierra las heridas del exilio y de la dictadura: “Ni pena ni miedo, tan solo altura”, versos que se leyeron en el cielo de Nueva York en el año 1982, como parte de su proyecto La vida nueva.

En América Latina, la poesía ha sido históricamente una forma de sobrevivencia. Hoy, más que nunca, es arma y abrazo. El colombiano Giovanni Quessep, aún vivo y lúcido, nos recuerda en su obra que “la poesía es la forma más alta de la memoria”.

Desde otra orilla y otra mirada, la poesía afrofeminista de Audre Lorde (Estados Unidos) sigue siendo faro: “cuando hablo de mujeres negras, no hablo de un color. Hablo de una forma de vivir el mundo en carne viva” (Sister Outsider, 1984). En sus palabras hay un fuego que no se apaga. Lorde entendió -antes que muchas corrientes- que la poesía es una poderosa herramienta de transformación social.

Nuevos formatos, viejas preguntas

La poesía contemporánea no teme migrar de formato. Vive en los libros, pero también en los muros, en los videos y los cuerpos en movimiento. La poesía performática, el spoken word, la poesía en redes sociales, la poesía en las paredes de las ciudades: todas son formas legítimas de esta nueva oralidad mundial.

Una de las figuras más polémicas y virales en este aspecto es Rupi Kaur, quien con su libro Milk and Honey (2014) logró vender millones de ejemplares con versos breves, accesibles, feministas. Aunque no fue bien valorada por la crítica literaria tradicional, su impacto es innegable. “Si fueras más valiente, te arrancarías la piel entera y empezarías de nuevo”, escribe.

La juventud ha hecho de la poesía un lugar donde cabe la fragilidad, el amor, la rabia, el duelo y la salud mental. Los versos se comparten en stories, se declaman en slams y se tatúan en la piel. Pero más allá de los formatos, la pregunta esencial sigue intacta: ¿Cómo decir el mundo? ¿Cómo resistirlo desde la belleza, sin negar la herida?

Hacia una poética del presente

Es posible que los poetas no tengan ya el lugar de oráculo que ocupaban antes, pero quizás eso los hace más libres. Hoy el poeta es alguien que observa con atención lo que otros pasan por alto. Que sabe escribir, sosteniendo el mundo con palabras.

Paul Celan, sobreviviente del Holocausto, dijo con una sencillez brutal: “la poesía es una forma de estar con el otro” (Fuga de muerte, 1948). Esa sola definición basta para devolverle a la poesía su urgencia ética. No como algo que se vende, sino como algo que se entrega. Y como escribió la autora mexicana Valeria Luiselli: “una línea es una herida que aún no ha cicatrizado”, (Papeles falsos, 2010). La poesía contemporánea no busca cerrar heridas, sino decirlas con claridad.

Necesitamos más poetas, no porque tengan todas las respuestas, sino porque se atreven a hacer las preguntas. Porque nos recuerdan que ante el ruido hay latido. Que aún en el desierto hay agua. Que aún en el dolor hay belleza. Y tal vez, solo tal vez, la poesía no cambie el mundo, pero sí cambia la forma en que lo habitamos.

Lizamavel Collado

Política

Lizamavel Collado es periodista, gestora empresarial, especialista en programación macroeconómica, ingeniería financiera, derivados, presupuesto y gestión pública. Presidenta del partido Poder Ciudadano.

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