La primera vez que conocí este lugar nos sedujo. Hará algo más de veinte años de aquella visita. Un motivo profesional nos convocaba. Recuerdo que, para adentrarnos por su carretera de acceso, un letrero de Brugal marcaba la flecha: Guzmancito. La vía estaba intransitable. La polvareda, de pronto, copó mi Lada blanco. La zona era prácticamente deshabitada.
Al cabo de unos pocos kilómetros —que parecían siglos—, atravesamos un río sin puente, aunque su caudal bastaba para asustarme. Confieso que cruzarlo me atemorizó. Un lugareño, al notar mi duda, me voceó: “¡Tiene mío, lo sacamos!”. El mensaje me llegó; me persigné y pasé.
La vía seguía siendo infernal. Sin embargo, el entorno lo compensaba con creces. Una vegetación tupida, olor a ganado y salitre lo impregnaban todo. El contraste era embriagante: valles y montañas. De pronto, otro badén, y a nuestra izquierda, el mar. La bahía de Maimón, majestuosa, se nos develaba. Por momentos, los manglares lo ocultaban.
A escasos metros, desde lo alto de un peñón, a mi diestra, apareció la playa de Teco. Su azul cielo y verde claro nos hablaban. Una que otra nube, que engalanaba su firmamento, proyectaba un archipiélago de sombras sobre su inmensa planicie de sal. Las almendras y uvas de playa frondosas de una primavera generosa ocultaban la orilla. Proseguí la marcha, ahora más pausado: los cráteres de la carretera se volvieron imperceptibles.
A mi derecha, inmensas montañas colmadas de bosques y aves me escoltaban. Sus sombras arropaban mi paso. Todo, a escasos metros del mar. Nunca imaginé que iba hacia un lugar con tal embrujo. Entre unos arbustos, apareció un pequeño cuartel. Un pintoresco marino cocinaba en su fogón. El cabo Campeche, cariñosamente: come Peje. A su lado, observé varias yolas. Me atrajo el nombre de una, pintado en rojo: Trujillo.
Casi de inmediato, a mi memoria acudió la imagen de la invasión de 1949. Próximas a estas aguas, en la bahía de Luperón, catorce hombres arrojados, henchidos de libertad y dignidad, acuatizaron en el hidroavión Catalina. Su propósito era derrocar la tiranía. Hoy, setenta y seis años después de aquella inmolación, aún estremece esa hazaña. En su honor, me quité la gorra que me protegía del sol. En la orilla, con la espuma blanquecina y juguetona de sus olas, lavé mi rostro.
Años más tarde volví varias veces al área. La realidad no era muy diferente. Sin embargo, hace pocos días retorné. Gratamente, me sorprendió la carretera de acceso: ahora asfaltada hasta la playa. En el fondo de la bahía, el azul verdoso del mar volvió a saludarme. Divisé también un crucero llegando al puerto. Me tropecé con un letrero que anunciaba la construcción de una plaza para vendedores. Noté aires de esperanza en sus lugareños.
Por eso conviene ahora compartir algunas recomendaciones a las autoridades —las mismas que construyeron la carretera y ejecutarán la plaza—. Este destino posee atributos naturales y estratégicos formidables. Está situado a unos siete kilómetros de Puerto Plata, a pocos metros de la terminal de cruceros y a cerca de una hora y media de Santiago de los Caballeros. Dispone de atractivos naturales poco comunes: una extensa y hermosa playa, montañas de exuberante belleza y un entorno de alto valor ecológico. Por ejemplo, se estima un área de más de 450 mil metros cuadrados de zona montañosa, con una extensa y bella laguna. Sin duda, se trata de un enclave privilegiado de nuestra costa norte por redescubrir.
Ahora bien, para su mejor y sostenible aprovechamiento debe actuarse con planificación estratégica, con visión de su enorme potencial, integrando a la comunidad y a los sectores que sumen. Su desarrollo debe proyectarse a futuro. Esto es, tan o mucho más importante que la carretera inaugurada. Y a quien le corresponde asumir esa tarea es, fundamentalmente, al Ministerio de Turismo, aunque su alcaldía tiene su propia corresponsabilidad pública.
De no obrarse así, el lugar seguirá siendo encantador, pero se habrá perdido una oportunidad de oro. En especial, la de impulsar allí un único proyecto sostenible de desarrollo: una ruta que permita disfrutar de sus atractivos naturales y, al mismo tiempo, mejorar sustancialmente la calidad de vida de su gente laboriosa.
Ese propósito solo se logrará si la planificación incluye, únicamente, como punto de partida, el uso racional de las áreas próximas a la playa y de su entorno. En especial, si no se cometen los siguientes errores:
- Improvisar la plaza por construirse.
- Levantarla en una zona próxima a la orilla de la playa, a la carretera o inapropiada, afectando la visual o el desarrollo futuro del entorno.
- No definir claramente qué tipos de negocios podrán instalarse allí.
- No organizar ni garantizar el cumplimiento de las normas de uso de sus instalaciones ni de su contexto.
- No concentrar en esta plaza todos los negocios o instalaciones.
- Omitir un área de parqueo suficiente, implicando lamentablemente que sea la carretera.
- Permitir nuevas construcciones sin la aprobación técnica del Ministerio.
- No coordinar su posterior uso y regulación con las autoridades municipales.
- Desconocer los legítimos derechos de propiedad existentes allí, provocando litigios innecesarios con estos.
- En fin, arrabalizar la playa y su frente.
El Ministerio de Turismo tiene la enorme responsabilidad institucional de lograrlo. Este prodigioso destino —y el país entero— se lo agradecerán si así se hace.
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