Ese siempre oír que estaban pensando justo en ti el otro día cuando los llamas, después de cuarenta llamadas sin respuestas y una casi final de amenaza. Ese repiquetear de los agradecimientos por haberse recordado en el cumple o en el dar el pésame, cuando en verdad no hay ningún café en medio, ningún puente o hilo o madeja o pañuelo. Luego vienen esos ritornelos cotidianos en los que te ves como si en verdad estuvieses al fondo de una licuadora o en alguna escena donde el insomne será pescado al abrir la nevera y sacar hielo y vaya usted a saber qué hará con Morfeo que no lo pesca en sus brazos. Ese armar avioncitos de papel con los encantos de que nunca sabrás dónde o cómo pero si cuándo aterrizarán, si no es un viento de esos brutales que salen, más fuerte que los que azotan a los samuráis de Kurosawa. Empapados, ansiosos, como los mismos guerreros, esperando que se reinicie el rodaje y acabemos antes de tomar el autobús. Empujados, al borde, ¿algo más?
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