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Pedro Santana, Marqués de Las Carreras, muere declarándose español en 1864.

Introducción

Próximo está el 164 aniversario del primer y doloroso eclipse que en su joven existencia experimentó la  República Dominicana, nacida de la concepción liberal y el sentimiento de autodeterminación sin fisuras de Juan Pablo Duarte: nos referimos a la anexión a España proclamada por el general Pedro Santana el 18 de marzo de 1861.

Recrear el contexto de la anexión a España, hecho controvertido y por más de una razón, fatídico, ha sido, es y será tarea siempre exigente para los estudiosos y amantes de nuestra historia. Aproximarse a la ponderación serena de sus múltiples y complejas circunstancias es casi como asomarse a un hondo abismo; es transitar a tientas por un terreno minado del cual, para procurar salir medianamente indemne, se precisa transcender los inmediatismos interpretativos y las mutilaciones exegéticas y, por qué no decirlo, contener precipitaciones emotivas y escrúpulos maniqueos.

En tales esfuerzos, resulta pues, imprescindible, aproximarse con sentido crítico al estudio de los documentos, personajes y circunstancias epocales y es lo que explica que en la entrega de hoy de esta columna histórica, se dé cabida, transcribiéndola íntegra, a la carta que el 4 de octubre de 1863, desde su campamento de Guanuma, apenas días después del célebre “Grito de Capotillo” enviara Pedro Santana al Ministro de Ultramar de España exponiéndole, desde su óptica, sus ponderaciones sobre las motivaciones de su actuación y el momento político en que se encontraba el país ya sublevado y decidido a morir por preservarse libre.

El Santana declinante de esta carta llegaría al final de sus días pocos meses después en circunstancias que han dado pie a diversas interpretaciones históricas, entre las que no han faltado las que sugieren que su deceso no se produjo por razones naturales sino mediante suicidio, versión que, en abono a la verdad, es preciso afirmar que también ha sido rebatida por meritorios estudiosos de nuestro pasado.

Tal vez, o sin tal vez, esta carta, más que ninguna otra, permite aproximarse al “ Hatero del Prado” con sus encontradas convicciones y los tormentos anímicos que jalonaron su declive existencial; ante la realidad desnuda de sus sombrías cavilaciones, abatido e insomne, en las noches oscuras y lóbregas, en la aterradora frialdad de su campamento.

Se aprecia en sus líneas, como afirmaba un reconocido estudioso de su vida, la “tragedia íntima” de Santana que “presiente, de la posteridad, la calificación de traidor y en la postrimería de su vida pretende salvar su honor”, apreciación concordante con lo afirmado por el  historiador Leonidas García Lluberes, quien al reflexionar sobre el Santana de la anexión, afirmaba que este tuvo que contemplar “ el ruidoso fracaso de su obra política que, por inspiraciones propias y malos consejos de sus aúlicos, pretendió realizar con la incorporación de la República Dominicana a la Monarquía española”.

La presente carta fue publicada por vez primera en “La Tribuna de Santo Domingo” el 23 de agosto de 1937. Ha tenido, posteriormente, diversas transcripciones.

Excmo. Sr.

A conocimiento de V.E. deben ya haber llegado las noticias de los sucesos lamentables que tienen lugar en esta porción de la Isla. La magnitud de estos sucesos, y el carácter que ellos han tomado, me ponen en el deber de referirme directamente a V.E., para que las cosas no se desfiguren, y el Gobierno tenga un informe exacto que le facilite entrar a considerarlas en el fondo.

Sobre mí, Excmo. Señor, pesa una inmensa responsabilidad; las complicaciones que afectan en este momento a la parte española de Sto. Domingo, envuelven mi nombre por haber sido yo el que asomé y llevé a cabo el pensamiento de la reincorporación; y cuando mi nombre se halla comprometido, lo está también mi honra ante España y ante los dominicanos.

El 18 de marzo de 1861, la parte Española de Sto. Domingo, en el goce de su plena libertad, se despojó espontáneamente de su autonomía y proclamó por su Reyna a la que lo es hoy, a Ysabel 2.a, princesa augusta, universalmente querida, y a quien, con la más fervorosa decisión, venera este pueblo y tiene por su amparo y soberana.

Después de este fausto acontecimiento, que despertó la atención de toda la América, los Dominicanos, con justicia, se prometían un sosegado porvenir, presentando al mundo el espectáculo de un pueblo que si hacía abnegación de su independencia, era porque tenía la seguridad de que se echaba en brazos de una nación generosa, que compadecería sus miserias, que conservaría incólume sus derechos y toleraría sus sanas costumbres.

Las bases de la reincorporación fueron escritas: Se aceptaron de una y otra parte, y el hecho del 18 de marzo quedó solemnemente consumado.

Regía yo entonces los destinos del País y S.M., teniendo en consideración las circunstancias que concurrían en mí, me nombró Capitán General de esta nueva Provincia. Yo comprendí desde luego cuáles eran mis compromisos, y de lleno entré a ejercer el mando con la patriótica intención de realizar las esperanzas de mi pueblo, de hacerlo feliz a la sombra del pabellón español.

 Pero en aquellos momentos de regocijo, vino a perturbar la obra de mis desvelos un puñado de descontentos, que, sin la conciencia de lo que hacían, se confabularon con el Enemigo del Pueblo Dominicano, con Haití, para tentar fortuna , primero en la Villa de Moca, y después por la frontera del Sur de la Isla.

Apenas asomó esta dificultad, desenvainé mi espada y la tentativa fue instantáneamente sofocada. Seguí después ocupado en la organización que surgía del nuevo orden establecido en el país, y la opinión pública, siempre en buen sentido, me servía de ayuda en tan ímproba tarea.

Yo hacía esfuerzos para continuar mi obra, mi voluntad era mucha, mis deseos no tenían límites; sin embargo, mi salud naturalmente quebrantada, fatigada por diez y ocho años de campaña, no me permitía continuar, y fue entonces cuando me dirigí a S.M. suplicándole que me exonerada del mando.

De la soberana munificencia obtuve tan señalado favor, y vino a sucederme el dignísimo veterano Felipe Ribero y Lemoine, de quien particularmente tengo recibidas muestras de aprecio y amistad.

Me retiré, pues, del mando cuando la organización del país se hallaba todavía en un estado incipiente. Como hombre de experiencia, durante el tiempo que estuvo la Capitanía General a mi cargo, traté de allanar obstáculos, de vencer dificultades, y de preparar las cosas de modo que mi sucesor no hallase embarazos al encargarse del mando, y pudiese entrar en vías francas y despejadas a continuar la obra que yo había principiado

Mi plan era muy sencillo: el país al efectuar su reincorporación a España, aparte de las conveniencias de alta política, no deseaba otra cosa que proporcionarse una vida sosegada, conservando libertades que a costa de su sangre había conquistado, y prosperar con el trabajo para ser útil a la nación que lo amparaba.

Las miras del gobierno de S.M. son muy elevadas para dejar de corresponder a un programa de esta naturaleza. Así lo signifiqué al Gral. Ribero, y en la creencia de que me secundaría, me retiré a la vida privada.

Yo no le hago el cargo de que haya tenido la intención de contrariar aquellos propósitos; más bien lo considero animado de los mejores deseos para con el pueblo Dominicano, pero dos revoluciones se han seguido en el país durante este año; la primera fue sofocada inmediatamente, y la segunda, que se halla hoy en toda su plenitud, presenta cada día tales proporciones, se desenvuelve con tales iras, que exceptuando el Castillo de Puerto Plata, se enseñorea en toda la Provincia de Santiago, en la de la Vega, y pisa ya dentro de los límites de las de Sto. Domingo, Azua y el Seybo.

 Busco el origen de estos alzamientos, y con pena tengo la necesidad de confesar, que ellos son el resultado de impremeditadas disposiciones locales, que han resentido nuestras costumbres y venerandas tradiciones; de la tirantez con que se ha promovido un régimen de contribuciones aflictivas; de los embarazos que se han creado en la Administración de la Justicia; y, sobre todo, la intolerancia con que el Excmo, e Ilustrísimo Señor Arzobispo ha pretendido tratar a este pueblo.

Cuando tuvo lugar el primer alzamiento de este año, existían todas estas causales; para el que se desenvuelve hoy, concurren circunstancias aún más agravantes.

Aquel conato de insurrección se sofocó en su principio, y aunque el castigo fue severo, un grandioso y Soberano acto de clemencia, digno de la excelsa mano que lo rubricó atenuó un tanto las palpitantes impresiones en que quedó la Sociedad; y sin embargo, que la amnistía fue un rasgo harto significativo para las autoridades superiores de esta isla, no sirvió más que para enjugar el llanto de los descarriados.

Santo Domingo continuó soportando el peso de una política inconveniente  y contraria bajo muchos aspectos a sus intereses morales y materiales. Así se han conducido las cosas después del primer alzamiento. Si mal se gobernada antes de los sucesos de Febrero, peor se ha seguido administrando la cosa pública hasta el presente, y por eso he dicho que a éste último alzamiento concurren como causales circunstancias muy más agravantes que para el anterior.

Los males de que se aquejaban han continuado, y han continuado en términos excitados. A ellos se agregan vejaciones, los abusos de autoridad, los atropellamientos cometidos por el Sr. Brigadier D. Manuel Buceta, que con carácter de Comandante General de las Provincias del Cibao, no ha sido otra cosa para aquellas ricas y laboriosas comarcas, que un tirano en toda la extención de la palabra. Lo que el Brigadier Buceta ha hecho en el Cibao no tiene ejemplo en la historia de nuestro país!

Todo este cuadro que no exagero, sino por el contrario presento con los más sencillos coloridos, dará a V.E. una idea de los sufrimientos de este pueblo; y aunque yo, por ningún caso, justifico la rebelión, tengo para mí que el primer alzamiento y el que le ha seguido hoy no tienen otro origen que la desacertada política, desgraciadamente seguida por las autoridades de la Isla.

Colocado aisladamente en mi retiro privado, contemplaba desde allí los males que afligían a mi desgraciado país, por cuyo bien me he desvelado desde mis primeros años. Era para mí un tormento, y lo es todavía, lo que está pasando, presentía los sucesos, pero no podía remediarlos; mis consejos, si no han sido desatendidos, al menos no se han comprendido, y este pueblo acostumbrado a un trato liberal, manejado como un país conquistado, era de esperarse que hiciera lo que hacen todos los pueblos celosos por sus libertades!

El mal está inferido ya: los ímpetus de alzamiento terribles; las fuerzas que había en el país y las que han venido de Cuba y Puerto Rico, no han bastado para contenerle, mucha sangre se ha derramado a estas horas: poblaciones enteras, con seguridad de las más importantes de la Isla, han sido reducidas a cenizas, y lo más doloroso de estos hechos es que los insurrectos declinan su responsabilidad atribuyéndolos a intencionales actos de hostilidad, perpetrados expresamente sobre sus legítimas propiedades. Cuantiosos capitales han desaparecido y la insurrección se desborda sobre las puertas de la Capital.

En tan grave situación no me cuadra ser indiferente. Yo sé cuáles son mis deberes como General., y cuáles mis derechos como Español. Como General, combatiré la insurrección aunque para ello tenga que comprimir hondos escrúpulos de conciencia: como español denuncio a los causantes de estos infaustos sucesos, señalándoles ante el Gobierno como hombres desleales que tenazmente se han propuesto contrariar las benéficas intenciones de S.M. para con el pueblo Dominicano.

Las supremas atenciones del momento me obligan a concluir, pero con lo dicho tendrá V.E. una idea del estado a que se han remontado las cosas en Santo Domingo, y penetrado de la intensidad del mal, conocido su verdadero carácter, hecha una apreciación de las cosas, no dudo un momento que el Gobierno, como remedios eficaces para contenerlas oportunamente, aplicará sus sabias disposiciones concretadas a dar a esta nueva Provincia una organización especial, en armonía con sus necesidades locales, teniendo siempre en cuenta la dosis de libertad que corresponde en justicia a un pueblo que por largos años ha tenido una vida independiente y dándole autoridades que satisfagan las nobles intenciones de su S.M.

Mientras tanto, yo, como militar honrado, quedo en mi puesto, cumpliendo con mis deberes, y con la esperanza de que, aunque perezca en la lucha, la Reyna (Q.D.G) y de cuya Soberana Munificencia estoy tan íntimamente agradecido, hará justicia al pueblo Dominicano, salvándole desgraciadamente del conflicto en que desgraciadamente se ha envuelto.

Con sentimiento, Cuartel General de Guanuma, Octubre 4, 1863. El Marqués de Las Carreras.- Excmo. Sr. Ministro de Ultramar

Reynaldo R. Espinal

Embajador

Embajador y Ex. Rector del Instituto de Educación Superior en Formación Diplomática y Consular del Ministerio de Relaciones Exteriores. Psicólogo Clínico. Máster de Especialización en Historia del Mundo Hispánico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España. Máster en Derecho y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Máster en Alta Gestión Universitaria de la Universidad Alcalá de Henares, en España. Catedrático de Postgrado en la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, La Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, entre otras Instituciones. Miembro Colaborador de la Academia Dominicana de la Historia. Articulista del Semanario Camino, órgano de la Conferencia del Episcopado Dominicano.

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