El 30 de mayo de 1961, Rafael Leónidas Trujillo fue ejecutado en una emboscada mientras se desplazaba por la carretera hacia San Cristóbal. Ese acto, liderado por un grupo de dominicanos cansados del terror y el autoritarismo, marcó el principio del fin de una de las dictaduras más sangrientas del siglo XX en América Latina.

Desde hace algunos años, cada 30 de mayo, cuando los medios de comunicación recuerdan el asesinato del dictador, las redes sociales se llenan de alabanzas a Rafael Leónidas Trujillo, como si se tratara de un héroe nacional. Algunos aseguran que “con Trujillo esto no pasaba”, que “era un hombre de orden”, o incluso que “lo que este país necesita es otro como él”. Frente a esa nostalgia disfrazada de patriotismo, hay que decirlo sin rodeos: si usted admira a Trujillo, no está siendo patriota, está siendo cómplice del olvido.

Trujillo no fue un patriota. Fue un dictador. Gobernó a sangre y fuego durante más de tres décadas, creando un Estado que giraba en torno a su figura y al enriquecimiento descarado de su familia. Se amaba más a sí mismo que al país: rebautizó ciudades, provincias, avenidas, escuelas con su propio nombre y de los suyos.

Su egolatría no conoció límites, y la idea de nación quedó reducida a un reflejo de su vanidad personal. El mismo Estado que eliminó la libertad de prensa, persiguió opositores, secuestró, torturó y asesinó. El mismo régimen que cometió uno de los peores genocidios del Caribe en 1937, con la Masacre del Perejil. ¿Qué clase de patriotismo puede defender esos crímenes?

Los supuestos “logros” del régimen son, en su mayoría, mitos sostenidos por la propaganda que él mismo financió. El pago de la deuda externa, por ejemplo, no fue un acto heroico, sino una operación de maquillaje contable: el Estado se prestó dinero a sí mismo para saldar la deuda internacional, el mismo día que Haití hizo lo mismo, sin tanto alarde. ¿Qué tiene eso de extraordinario?

La creación del Banco Central tampoco fue un gesto visionario. Fue una medida que otros países de la región ya habían tomado. Y mientras la moneda dominicana perdía su respaldo en oro, los bienes de la familia Trujillo crecían hasta representar el 42 % del PIB nacional. Es decir, la riqueza del país se concentró en manos de una sola familia.

Incluso lo que se presenta como “solución al tema haitiano” es otra gran mentira. A partir de los años 50, Trujillo se convirtió en el mayor empleador de mano de obra haitiana, mientras poseía la mayoría de los ingenios azucareros. ¿Dónde está el orgullo nacionalista en esclavizar al vecino?

Muchos insisten en que “por lo menos había orden”. Sí, había orden… el orden del silencio impuesto con miedo. El orden del toque de queda y las listas negras. El orden de un país sin prensa libre, sin partidos, sin disidencia permitida. Un país donde estar en desacuerdo era peligroso, y donde decir la verdad podía costarte la vida.

Admirar a Trujillo no es un acto de amor por la patria. Es ignorancia histórica, desinformación o simple cinismo. Y aunque estas tres razones no son mutuamente excluyentes, ninguna justifica el culto al verdugo. Si usted cree que la solución para este país es volver a un régimen así, no está pensando en la República Dominicana, sino en una fantasía autoritaria.

Honrar la patria es aprender de su historia, no repetirla. Y la historia de Trujillo no debe inspirar orgullo, sino una profunda advertencia.

El nacionalismo no puede basarse en la desinformación. Honrar la memoria de un país es también protegerla del olvido, del miedo y de los cuentos construidos por quienes reprimieron la verdad.

Julio Solano

Periodista y poeta

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