Por más que insista uno en lo contrario, hay cosas (fenómenos, ideas, objetos, textos, cuerpos) que son indivisibles –a riesgo de quebrarse irremediablemente–, o que resisten la fragmentación. Las bibliotecas personales calificarían para ambas afirmaciones, acaso porque, como conjunto, parecen sustancias puras compuestas por elementos quizá no químicos, pero sí sentimentales (vocablo del que obtener, forzando el calzo y la etimología, la locución “simiente” y la acción “sentir”, como accidentes del verbo Ser). Las bibliotecas son el quark fundamental de un escritor-lector.
Y cuando uno es un sujeto nómada, un tipo desterrado (extraído de la tierra), desarraigado (extirpado de raíz); cuando uno tiene que cargar en la memoria títulos y contenidos de volúmenes que va dejando en sus mudanzas –como en el Fahrenheit 451 de Bradbury–, el síntoma es mucho peor.
Desposeído de lo acumulado, uno es un ex, ha dado un salto afuera. Según el sitio Etimologías, “la palabra exilio proviene del latín exsilium, que a su vez proviene de exsul, que significa desterrado. Exsul se formó con el verbo salire, que significa saltar, precedido por el prefijo ex, que significa fuera. El significado original etimológico de exsilire era saltar hacia fuera”. La poesía, ese modo angular, oblicuo del pensamiento, se olvida el paracaídas precipitándose al vacío de su propia explicación:
La patria móvil
muy a veces.
La disonancia,
más cierta
que cualquier verdad.
(María Negroni, Exilium, Vaso Roto, 2016)
“Patria móvil” es sinónimo arbitrario de portabilidad de un cúmulo de libros. He aquí una de esas disonancias, una estampa del caudal ambulatorio de un poeta transterrado, un testimonio exílico:
Esta fotografía es un fragmento ecléctico de estantería de la que fuera mi biblioteca en la casa de Santo Domingo que vendimos después de la pandemia: un caracol-cenicero de madera al que le falta un cuerno (comprado en Roma en 2008); una virgencita de barro que trajo a mi mujer en 2017, de su natal Bogotá, su amiga Consuelo; y una cabeza de lápiz con la figura de El Chavo del 8 en su barril que adquirimos en México en 2010. Y un libro-caja de cigarrillos, de Leónidas Lamborghini, para que el pobre molusco medio motón descansara su cabeza, descansando a su vez sobre el Poema de la hija reintegrada del Sumo Pontífice de la Colina Sacra, Domingo Moreno Jimenes (aplastado en el fondo, como recordatorio del “golpe de Estado” de sus compañeros postumistas y la volubilidad peculiar de los poetas). Y más desorden libresco.
A veces pienso en aquella casa, dúplex, cuya hipoteca iniciamos a finales de 2009, y que sería nuestro primer inmueble. Un acicate sonoro (el caché de extranjería del barrio y de la calle: un cul-de-sac en Sans Souci, y múltiples familias ítalo-dominicanas) y otro olfativo (las hordas de gotas invisibles cargadas de salitre que asediaban constantemente el aire desde el mar Caribe a 100 metros de distancia), nos atrajeron. Allí llegó nuestra única hija, después de un mes de haber nacido en Beverly. Allí se extravió nuestro primer perro, obsequio de raza pura de una prominente periodista, y llegaron después Picasso –adulto y de vida breve– y, apenas destetado, Biquini –un estupendo cruce de Chow chow y Pug que todavía existe, dando de qué ladrar. En el patio encontré una matita inútil de amarga guáyiga que nunca quise desenterrar, coseché plátanos, sembré un guayabo y me ponía “timbí” de mamones maduros, debajo de cuyo árbol también leía a diario y al que le trasplanté una orquídea. La habitación de huéspedes fue designada como albergue de mis libros, forasteros que alguna vez, igual que yo, se irían.
Continuemos con la imagen: el cenicero en forma de caracol es un precioso trabajo artesanal. Abominamos del tabaco, pero Ivelisse y yo nos prendamos instantáneamente de su rusticidad pragmática, comercializada como si tal cosa sobre una manta en las gélidas calles decembrinas de Civitavecchia. Y desde entonces ha estado con nosotros, aunque nunca ha sido usado más que como decorado. No ha abortado volutas ni eclipsado incandescencias, no ha albergado cenizas en su caparazón labrado a mano. El cuerno de palo que le falta le fue amputado por nuestra hija, cuando comenzó –huracán a ras de suelo– a caminar.
La virgen con el Mesías niño en brazos no es en absoluto estilizada, reconozcámoslo; pero no obstante es sí una pieza charming (siento escribirlo en inglés, pero su traducción a “encantadora” es simplemente chata). No supe bien su origen, como sí el de otras vírgenes que poseemos (¿poseídas lo siguen siendo?) hasta que la poeta colombo-española Ivonne Sánchez Barea nos aclaró que se trata de una virgen de cerámica de Raquira, Boyacá, Colombia.
La cabeza de lápiz con la figura del Chavo, también la compramos en la calle, pero de la Ciudad de México, y junto con otras varias de personajes del universo Chespirito. Me encanta utilizarla para desarmonizar la geometría de los lomos, para romper la soledad solemne de tomos pretenciosos, y suelo colocarla, por ejemplo, frente a Búsqueda sin término de Popper, la resma y media impresa de El ser y la nada existencialista o Larva, Babel de una noche de San Juan, de Julián Ríos, cuyo ejemplar (el 196 de 303 de la primera edición, Llibres del Mall, Barcelona, 1983) lo heredé, ¡cómo no!, de José Kozer.
El libro en forma de caja de cigarrillos, de Leónidas Lamborghini se titula Partitas y fue publicado en Buenos Aires en 2008 por la Biblioteca Nacional. Me enredé imaginando que a mí llegó también vía Kozer, confundido tal vez por el librito-acordeón La salvación de Wang-Fo de Margarite Yourcenar que él sí, con certeza (está subrayado y tiene notas manuscritas) me legara, junto con cientos de otros y decenas de rarezas bibliográficas, cuando en 1997 se fueron de Forest Hills al pueblito español de Guadalupe y de allí a Hallandale en La Florida. La posición utilitaria del libro-cajetilla bajo el morro del cenicero-caracol era un gag de mi comedia humana: los poemas de Lamborghini, bastante buenos, serían “infumables” (cuando lo cierto es que no lo son, sino al contrario).
Algún día contaré cómo acabé siendo el principal recipiendario de la ingente biblioteca kozeriana, y cómo le devolví, dos décadas después, algunas de aquellas obras de las que se deshizo con dolor en su partida. Los exiliados nos entendemos entre nosotros. La diáspora mestiza se asimila a los niveles de la diáspora judía, ya. Basta ver los noticieros.
Esta composición, esta instantánea entre cálculo y espontaneidad, quisiera pensar que de algún modo me define: emblema religioso de un agnóstico, naturaleza viva, pero de leño seco, figura televisiva inane, poesía pura de la que apostatar. Parece una caja loca de Joseph Cornell intervenida por Lorenzo García Vega, al punto de carecer de bordes y ser horizontal.
El resto que se ve (la asimetría de los libros, su apilamiento pro-tortícolis, las persianas sin cortinas…), no es desorden ni caos: es la anarquía de mi orden. Por algo soy el autor de Vicio, de Pseudolibro y de Un minuto de retraso mental.
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