La muerte por suicidio madura lentamente en una existencia estrangulada por el silencio, la indiferencia y unas estructuras que hacen de la vida una carga.

El proceso es lento, no es un estallido, sino una erosión diaria, días que se suceden idénticos, un cansancio sin salida. No surge de la nada; se cocina en lo invisible, en la rutina de un cuerpo que ya no quiere sostenerse.

Es la consecuencia de una depresión que fue ignorada, de un vacío que nadie quiso escuchar, de un sistema capitalista que marcha sin mirar y deja a los que tropiezan tirados al borde del camino, las cifras aplastan, pero siguen sin decirlo todo. La OMS calcula 800.000 muertes por suicidio cada año en el mundo, entre los 15 y los 29 años, es ya la segunda causa de muerte.

Pero los números no explican absolutamente nada, detrás de ellos hay biografías mutiladas, habitaciones vacías. En República Dominicana, la herida es evidente: casi uno de cada diez adolescentes en escuelas públicas intentó suicidarse en un solo año, un 8.7% que no admite más excusas.

La muerte por suicidio no es un accidente, es un hecho social. Habla de vínculos quebrantados, de un individualismo capitalista que aísla, de estructuras que exigen éxito y descartan a quien no lo consigue. La salud mental se ha dejado en manos de cada cual, como si fuera un problema privado, cuando sabemos muy bien que no lo es, más bien es colectivo, es político.

Es el resultado de un sistema que produce desesperación y ni siquiera ofrece el mínimo gesto de nombrarla, en nuestro país, tener un diagnóstico es un privilegio.

La muerte por suicidio en República Dominicana y en América Latina no es coincidencia, es la consecuencia persistente de un continente que expulsa a muchos de sus habitantes a la intemperie existencial.

Heredamos instituciones de encierro, levantadas para aislar, nacieron al calor de regímenes autoritarios y nunca se transformaron en una red comunitaria. Tener acceso a un buen psiquiatra es un privilegio, acceso a la terapia también un privilegio, y los medicamentos son un lujo que no todos pueden costear. El resto de la población queda fuera, soportando su desesperación en silencio, hasta que alguien se rompe y la sociedad, hipócrita al fin, preocupada por el qué dirán, finge sorpresa.

Esto no ocurre solo aquí, en toda América Latina los suicidios crecen, sobre todo entre hombres jóvenes que deberían ser “invulnerables”, dicha invulnerabilidad es una farsa, un orden cultural, un mandato económico, un abandono político, el resultado es el mismo, cuerpos que se apagan mientras los responsables discuten estadísticas.

Aquí la cultura no cuida, encierra, la familia que debería de ser sostén a veces aprieta hasta dejar sin aire, la religión grita pecado con fuerza, pero calla ante la miseria que empuja a la gente al borde.

Absurdo totalmente, llenarse la boca con familia y valores, mientras dejan morir a quienes no logran cargar con todo.

Alida Helena E. Zapata.

La crisis de salud mental que atravesamos no es cosa de frágiles, es el retrato brutal de un país que pide obediencia y trabajo como si fueran virtudes, y cuando alguien no puede más lo deja tirado como desperdicio, no hay refugio, no hay dignidad.

Cada suicidio es un grito contra todos nosotros, aunque nadie lo haya planeado así, no son enfermedades sueltas, son la factura de un sistema que exprime hasta la última gota y abandona cuando el cuerpo ya no sirve.

Prevenir el suicidio no es cosa de escuchar y dar palmaditas en la espalda, escuchar y acompañar ayuda, claro, pero sin una infraestructura de hospitales, medicamentos al alcance de todos, sin un presupuesto gubernamental, se convierte en un teatro barato.

¿Qué hace alguien con un salario mínimo con una urgencia de salud mental? Afuera, lo único que le espera son facturas imposibles de pagar y la vergüenza social del estigma.

Hemos llegado hasta aquí porque se normalizó que la salud mental fuera un privilegio, y porque se decidió que la desesperación debía resolverse en silencio. La muerte por suicidio en República Dominicana y en América Latina no es coincidencia, es la consecuencia persistente de un continente que expulsa a muchos de sus habitantes a la intemperie existencial.

Mientras las autoridades de este país y de todo el continente sigan gobernando desde la indiferencia, cada suicidio será un dedo acusador, no son números, son seres humanos expresando el último síntoma de la depresión, es la prueba de que respiramos dentro de un sistema corrompido que abandona a los suyos, y cuando callamos, no somos testigos, somos cómplices del sistema.

O rompemos el silencio de una vez por todas y el estigma que venimos arrastrando, o seguiremos contando cuerpos sin vidas, historias cortadas, mientras seguimos fingiendo que todo esto es una gran sorpresa.

Alida E. Zapata

Arteterapeuta e ilustradora

Alida E. Zapata. Arteterapeuta e ilustradora. @le.aliade

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