“Hay quienes dicen que nadie se va de Montreal porque esa ciudad, igual que el mismo Canadá, está diseñada para preservar el pasado, un pasado que ocurrió en otro lugar” Leonard Cohen

El mes pasado volví a Montreal casi 17 años después de mi primera visita en septiembre del 2007 y el regreso me hizo mucho bien. Sentí que Montreal es una ciudad que te pica el ojo desde que llegas. Me recibió con un atardecer rosa intenso que saboreé lentamente a través de la ventana del avión. Esa fue la primera señal de que todo iba a estar bien. La segunda señal fue que todo fue fácil y relajado: nada de fila en migración, ninguna pregunta del agente de turno al pasar, una fila rapidísima en aduanas y hasta el área para esperar el Uber estaba casi en la entrada; algo impensable en el aeropuerto gigantesco de Los Ángeles donde vivo la mayor parte del año. (Pero me cuentan que tuve mucha suerte. Esta misma semana el aeropuerto de Montreal quedó ranqueado como uno de los peores en Norteamérica).

Montreal es famosa y se ha ganado esa fama a pulso. Es la rebelde ciudad francófona más grande del rebelde estado francófono de Quebec en un país donde el inglés es todavía rey. Todos los años es anfitriona del mayor festival de jazz del mundo, el mayor festival de comedias (“Just for Laughs”) y el mayor festival de música en francés del planeta (“Les Francos de Montréal”). Aunque fue desplazada por Toronto como centro comercial de Canadá, sigue siendo referencia en las artes, la cultura, el cine, la televisión, la literatura y muchos ámbitos más. Por ejemplo, la UNESCO declaró Montreal como una de las 40 “Ciudades del Diseño” en el 2006 como parte del proyecto internacional de Ciudades Creativas y es la primera de la red en Norteamérica.

Quizás sí es cierto eso de que la gente se hace más sabia con la edad porque en este viaje me dediqué menos a trabajar y más a explorar y pasar tiempo con las amistades y colegas que aprecio. Después de ir a las sesiones que me interesaban de las conferencias a las que fui, me escapaba a ver otro pedacito de esta ciudad congelada en el tiempo. Así me regalé una tarde caminando con mi amiga y colega Roberta en el parque Mont Royal, la bella colina que domina la ciudad y le da su nombre. El día estuvo soleado y hermoso y nos pusimos al día sobre su vida en Nueva York y mi vida en Los Ángeles admirando Montreal desde el mirador en el punto más alto de la colina, paseando a orillas del lago, tomando fotos y compartiendo el parque con cientos de habitantes de la ciudad. Me sentí feliz y relajada como cuando paseaba en Central Park cuando vivía en Nueva York en una vida anterior y me enteré después de que ambos parques fueron diseñados por el mismo arquitecto, el estadounidense Frederick Law Olmsted.

Como me explicó mi querido amigo y también colega Amín, la gente se toma muy en serio el disfrutar los parques de Montreal porque es muy difícil hacerlo cuando se acerca el invierno brutal de la ciudad. Hablábamos mientras me mostraba el barrio Plateau-Mont-Royal, uno de los más conocidos y agradables para caminar. Ir a celebrar con Amín el premio que recibió de la sección de Historia de la Sociología de la Asociación de Sociología de EEUU a la que ambos pertenecemos fue mi mayor motivación para ese viaje. Así que poder pasar tiempo con él y su mamá Doña Margot antes y después del premio fue ganarme la lotería de la chulería en pote. Caminamos por uno de los tantos parques y áreas verdes de Montreal y luego subimos a la famosa calle Avenue Mont-Royal que convierten en peatonal durante el verano y hasta comimos uno de los mejores helados que he probado en el mundo mundial. En Montreal priorizan los espacios para pasear y explorar a pie que tanto se enfatizan en los estudios urbanos así que aproveché todo lo que pude para disfrutarlos.

Con Amín también caminé otro día por la zona vieja de Montreal, el Old Port o Puerto Viejo, otra sección icónica de la ciudad. Ya había estado en esa área cuando fuimos a celebrar el premio por su libro con su mamá, su mentor y otro amigo suyo y yo también había estado en una cena con colegas de la asociación de sociología feminista de la que soy parte. En ambas ocasiones el encuentro fue en una de las terrazas de hotel desde donde se puede admirar la arquitectura de esa zona antigua; un uso del espacio que también es muy popular en Los Ángeles. Para mi sorpresa, cuando fuimos a celebrar el premio me explicaron que las grandes carpas blancas que se veían en el fondo eran del famoso Cirque du Soleil (Circo del Sol) que tiene su sede en Montreal y las vimos más de cerca cuando volvimos Amín y yo a caminar por el puerto.

¿Recuerdan que dije que la ciudad estaba congelada en el tiempo? Pues sí y no. Lo parece cuando caminas por sus grandes avenidas en el centro de la ciudad o admiras sus edificios de la época colonial. Pero Montreal también sabe combinar lo antiguo con lo moderno como vimos en el mismo Old Port donde me sorprendió la arquitectura casi futurista del Museo de Arqueología (que por cierto tenía una exposición sobre la cultura azteca que no tuve tiempo de ir a ver). Lo mismo me pasó con el diseño innovador de los espacios a la orilla del río donde nuevamente vi decenas de personas sentadas en la grama y en las bancas charlando y tomando el solcito.

Esa convivencia entre el pasado, el presente y el futuro me asombró aún más en el Museo de Bellas Artes de Montreal. Cuando fui, el Uber me dejó en frente de un edificio majestuoso con columnas y escaleras enormes que asumí era la entrada. Otra visitante y yo intentamos buscar por dónde se accedía al edificio ya que las puertas estaban cerradas. Pero no fue hasta que nos volteamos y miramos la acera opuesta que nos dimos cuenta de que el edificio principal por donde se entra al museo es totalmente diferente. Así que cruzamos e hicimos fila con el montón de personas más que habían decidido aprovechar el día lluvioso para ir al museo en medio de una arquitectura hiper moderna.

Resulta que la exposición que fui a ver estaba justamente en el edificio majestuoso que era la sede original del museo pero se llega de manera subterránea desde la sede nueva y moderna. Por cierto, la exposición que vi denominada “Santos, Pecadores, Amantes y Tontos” sobre la pintura holandesa desde 1400 a 1700 es una de las más sociológicas que he visto. Mi amiga Nicole con la que me junté allá y yo quedamos impresionadas con la forma en que la exposición explica cómo el mundo de la pintura reflejaba los fenómenos complejos de la época como la conquista y colonización de América, la superioridad con la que el mundo europeo veía el resto de los continentes y el impacto que tuvo el proyecto colonial en crear la opulencia vivida por las élites europeas especialmente en esa parte de Europa.

Pero no todo fue ver y explorar. Como hago en todas las ciudades que visito, conversé con la gente que trabaja en el hotel y con los choferes de Uber y los taxistas, especialmente porque en muchos países tienden a ser de las comunidades inmigrantes más recientes. Estas conversas también me reconfirmaron la fascinante diversidad lingüística y cultural de Montreal. Por ejemplo, uno de los choferes con los que hablé me contó que en general la gente que vive en la zona este de la ciudad habla francés mientras que las comunidades de la zona oeste hablan inglés y el “downtown” o centro es un área más neutral en la que la mayoría de las personas habla ambos idiomas. Además, por lo menos para él, la zona anglófona es también la más rica y opulenta. Esa y otras conversaciones que tuve en esos días aumentaron aún más mi curiosidad sobre la ciudad y sobre sus habitantes.

La primera vez que fui a Montreal descubrí, gracias a la paciencia de un amigo muy querido con el que acababa de reencontrarme, que no era feliz en la vida que estaba construyendo con mi exesposo en Nueva York. Luego entendería que estaba sufriendo de depresión clínica severa. Por eso no lograba concentrarme en la conferencia ni disfrutar de los paseos. Por eso no podía dejar de llorar hablando con mi amigo sin saber por qué. La alegría con la que viví este regreso a Montreal tanto tiempo después me reconfirmó que ese ciclo se cerró y que aprendí las lecciones que me trajo. Y que así como hace Montreal, podemos aprender del pasado mientras construimos el presente y soñamos con el futuro que queremos.

Esta columna se la dedico a mi querida amiga la fantástica activista feminista Susi Pola por ser amante empedernida de Montreal y por haber sido declarada hija adoptiva de la ciudad de Santiago.