En estos días hemos leído y escuchado, incluso desde medios eclesiales internacionales como Vatican News, comentarios y posturas sobre la realidad migratoria que viven la República Dominicana y Haití. Reconozco con sinceridad que tales juicios, aunque revestidos de aparente defensa de derechos humanos, omiten elementos fundamentales que merecen una reflexión seria, justa y completa.
La migración es, sin duda, un fenómeno humano que interpela nuestra fe. Los cristianos no podemos cerrar los ojos ni endurecer el corazón ante el sufrimiento de los migrantes; Jesús mismo fue migrante y refugiado en Egipto. La dignidad de todo ser humano ha de ser respetada y República Dominicana ha dado sobradas muestras de hospitalidad, acogida y solidaridad con el pueblo haitiano a lo largo de la historia. Las aulas de nuestras escuelas, los hospitales públicos, los mercados y las calles son prueba viva de esta cercanía. Es una relación compleja, con luces y sombras, pero nunca carente de humanidad.
Sin embargo, lamento que algunos organismos internacionales, y sorprendentemente medios católicos como Vatican News, hagan eco de una visión parcial, que carga todo el peso de la crisis migratoria sobre nuestro país, olvidando o silenciando la enorme responsabilidad del propio Estado haitiano, incapaz de garantizar condiciones mínimas de vida para su pueblo, y de la comunidad internacional, que por décadas ha fallado, se ha desentendido y ha dejado que Haití se hunda en el abismo del desgobierno, la corrupción y la violencia.
¿Por qué no se habla con igual fuerza de esas omisiones? ¿Por qué siempre el dedo acusador apunta a la República Dominicana, cuando somos de los pocos países que, con recursos limitados, hemos sostenido durante años una carga humanitaria desproporcionada? ¿Por qué no se denuncia la indiferencia de naciones poderosas que observan desde lejos el drama de Haití sin asumir un compromiso real para su reconstrucción?
Además, es preocupante que estos discursos sean utilizados, muchas veces, para favorecer agendas ocultas de ONGs o de intereses que poco o nada tienen que ver con la auténtica defensa de los derechos humanos y mucho con el beneficio económico o político.
Como sacerdote, como pastor de este pueblo y como dominicano, no puedo callar esta injusticia. Porque la verdad también es parte de la caridad. Porque la justicia también es un acto de amor. Y porque la responsabilidad de un pueblo es primero con sus hijos y su futuro, sin dejar de ser solidario con el otro, pero sin ser llevado al límite de su capacidad social, económica y de seguridad.
Sí, debemos cuidar los procesos migratorios para que respeten la dignidad humana; sí, debemos evitar toda forma de violencia, racismo o maltrato. Pero también debemos exigir que Haití asuma su deber con su gente, que la comunidad internacional deje de lavarse las manos y que se respete el derecho soberano de República Dominicana a ordenar sus fronteras con justicia y responsabilidad.
No podemos tolerar discursos manipulados que deformen la verdad ni permitir que se use la conciencia social de la Iglesia para fines que no son del Reino de Dios. La Iglesia, como madre y maestra, debe buscar el bien integral de todos los pueblos, sin parcialidades ni silencios cómplices.
Oremos, sí. Trabajemos, sí. Pero con la verdad en la mano, con el Evangelio en el corazón y con amor auténtico a los pueblos. La caridad nunca es enemiga de la justicia. Y la misericordia no exige suicidio nacional.
Que el Señor de la historia ilumine a nuestros gobernantes, toque los corazones de los poderosos del mundo y haga de esta crisis una oportunidad para la verdad, la paz y la justicia de todos.
Bendiciones.
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