Tú, al igual que yo, probablemente te vestiste o portaste una sombrilla amarilla para apoyar aquella causa. Se trató de uno de los movimientos sociales más importantes de este siglo. Aún me emociona recordar la imagen de mis hijos llegando del colegio con su camiseta amarilla del 4 % puesta. Se luchaba para que se cumpliera lo establecido desde hacía más de 16 años en la Ley General de Educación núm. 66-97: destinar un mínimo del 4 % del Producto Interno Bruto a la educación pública preuniversitaria. El propósito era claro y justo: dignificar la educación pública.
Fruto de ese esfuerzo colectivo, desde el año 2013 se logró su implementación. Han transcurrido doce años desde entonces. Según un informe de Educa, en el 2013–2024 se destinaron más de US$40.8 billones —recursos públicos obtenidos de ti, de mí, de todos— a tales fines. Es razonable preguntarse: ¿valió la pena esta lucha? ¿Hemos logrado una mejor educación pública?
Muchos coincidiremos en que el esfuerzo cívico fue válido, pero los resultados no nos satisfacen del todo. El estado de la educación de la mayoría de la población dominicana no se corresponde con la magnitud de la inversión pública realizada. Su calidad no ha mejorado como debía.
El año pasado, la organización Iniciativa Dominicana por una Educación de Calidad (IDEC) publicó un estudio que evalúa este desempeño. Hace algunos meses, lo actualizó bajo el título Informe IDEC de seguimiento y monitoreo 2012–2023. En sus 184 páginas, este documento examina con rigor los principales aciertos y desafíos del sector educativo nacional. De manera general, confirma buena parte de nuestras aprensiones al respecto.
Así, reconoce como uno de los logros iniciales el programa de Jornada Escolar Extendida, que desde 2013 se ejecuta en las escuelas públicas. Para 2023, alrededor del 70 % de los estudiantes estaba inscrito en él. Se destacan sus bondades económicas y sociales, especialmente para las familias que se benefician del horario extendido, al permanecer sus hijos ocho horas en los recintos escolares y recibir alimentación durante la jornada. Sin embargo, el estudio advierte —con razón— que esto no basta: el reto es mejorar el contenido y la calidad del tiempo escolar.
Otro logro reseñado es la construcción de 19,097 aulas nuevas en el período analizado, lo que ha contribuido a reducir la relación alumno-docente de 28.5 en 2013 a 16.7 en 2022. Es un avance destacable. Pero, como también apunta el informe, no es suficiente con priorizar la infraestructura en detrimento de la calidad docente. Además, aunque no lo consigna dicho reporte, todos sabemos los niveles de poca transparencia que suele caracterizar este tipo de inversión pública.
La investigación también resalta la creación del Instituto Nacional de Atención Integral a la Primera Infancia (INAIPI), valorando positivamente su impacto en el desarrollo cognitivo, emocional y social de los niños en edad temprana. En especial, porque durante esta etapa se forja gran parte del carácter y las capacidades del ser humano. Resulta alentador que, para 2020, la tasa de asistencia escolar en el grupo de 3 a 5 años alcanzara un 59 %.
No obstante, la IDEC llama la atención sobre la necesidad de mejorar el equipamiento de los centros y, sobre todo, de fortalecer la formación del personal docente. Los recientes casos de mala praxis en algunos de estos espacios así lo evidencian.
Entre los desafíos señalados, destaca la alta tasa de deserción escolar. Resulta alarmante que, en el período 2022–2023, más del 25 % de los jóvenes de 12 a 17 años abandonara la escuela. Las causas son múltiples —económicas, sociales y culturales—, pero especialmente grave es la deserción asociada al embarazo adolescente.
Asimismo, el estudio aborda con preocupación la persistente baja calidad del aprendizaje. En las pruebas internacionales PISA, por ejemplo, apenas el 10 % de los estudiantes dominicanos alcanzó los estándares mínimos en matemáticas, con resultados similares en ciencias y lectura. En los resultados globales más recientes (2023), el país, aunque avanzó algunos peldaños, continúa ubicado en lugares del ranking internacional nada halagüeños. Estos datos revelan que, pese a los cuantiosos recursos invertidos, la calidad educativa sigue siendo deficiente. Ojalá que, para mejorarlo, no se lleve de nuevo a las aulas a Mantequilla, ahora bajo el nombre de “Dinero 3.0”.
La investigación denuncia también que buena parte del problema radica en la ineficiente composición del gasto público en educación. Una porción desproporcionada del presupuesto del Ministerio de Educación se consume en salarios, dejando poco margen para inversiones de capital, es decir, para elevar la calidad docente y del proceso de aprendizaje.
Por ello, se propugna una urgente despolitización del sector educativo, que garantice estabilidad institucional y profesionalismo en su gestión. La educación —como bien recuerda el informe— es un bien público que trasciende gobiernos y debe centrarse en el desarrollo del país y en la mejora del aprendizaje de los estudiantes.
Ya con antelación, Educa había informado en su estudio de 2023 que, en el período 2013–2022, el Estado destinó 29,029 millones de pesos a la formación de maestros. Empero, se reseña que, a pesar de que en este ciclo el incremento salarial a los docentes alcanzó hasta un 128 %, hoy —aun con mayores remuneraciones— los resultados muestran una tendencia a la baja en cuanto a calidad. Según este informe, menos del 3 % de los docentes calificó como “destacado” en la última evaluación de desempeño. La dedicación para enseñar sigue siendo insuficiente, lo que repercute directamente en los estudiantes. Sin docentes de calidad, no podemos esperar alumnos de calidad.
Por esto, la crítica no debe dirigirse solo contra el Estado, sino también al gremio magisterial. Resulta inaceptable que este cuerpo se conduzca, por lo general, como un instrumento partidista. Que priorice solo lo que conviene a sus miembros, y soslaye su otra obligación principal: velar por la calidad de la educación pública. En fin, garantizar una óptima educación para los niños y adolescentes más pobres, que son sus alumnos.
Al evaluar esta no tan halagüeña década, coincido con el profesor Radhamés Mejía, cuando señala:
“Aunque el cumplimiento del 4 % del PIB para la educación preuniversitaria representó un logro histórico, la eficiencia en el uso de estos recursos sigue siendo un desafío importante. Un alto porcentaje del gasto público en educación está destinado a salarios, dejando un margen limitado para inversiones estratégicas en áreas como infraestructura, recursos tecnológicos y materiales educativos.”
En consecuencia, quizás sea conveniente volver a vestirnos de amarillo y rescatar las sombrillas del mismo color. Ahora, para luchar de nuevo —como sociedad— por el mejor uso de estos recursos públicos, por la imperiosa mejora de la calidad de la educación pública. Esta es una tarea fundamental, aún pendiente.
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