En alta mar, la vista humana apenas alcanza unas tres millas antes de que el horizonte devore toda referencia visible. Pero cada vez que un navegante alcanza ese límite, el mar le revela otras tres millas por recorrer. No es que el final se acerque; es que la travesía se prolonga infinitamente. Así ocurre con el gobierno, la sociedad y las políticas públicas; por cada logro conquistado, nuevos desafíos emergen; por cada crisis superada, nuevas tensiones se gestan. Esta condición de perpetuo inacabamiento no es un defecto del proceso político, sino su naturaleza esencial.
Desde la perspectiva positivista que animó la modernidad, el proyecto gubernamental y las políticas públicas fueron concebidos como instrumentos racionales capaces de domesticar el caos social y de garantizar un progreso lineal y acumulativo. Se creyó que el conocimiento técnico, la organización burocrática y la voluntad política serían suficientes para corregir injusticias, ordenar conflictos y mejorar indefinidamente las condiciones de vida. Durante siglos, esa esperanza se tradujo en avances tangibles, como la reducción de enfermedades, expansión de la educación, conquistas laborales, fortalecimiento de los derechos civiles. Sin embargo, la historia revela que el horizonte del bienestar siempre se desplaza más allá del alcance de las políticas alcanzadas. Cada avance resuelve problemas, pero, a su vez, genera nuevas complejidades tal como la industrialización que resolvió las hambrunas agrarias, pero creó contaminación masiva; la expansión educativa democratizó el conocimiento, pero exacerbó nuevas formas de exclusión basada en la calidad y la pertinencia; la salud pública derrotó epidemias infecciosas, pero enfrenta hoy pandemias de enfermedades crónicas y trastornos mentales.
Gobernar no es una ciencia exacta, sino una navegación incierta en un océano de variables mutantes. Cada solución técnica aplicada a un problema social lleva implícita la semilla de futuros conflictos. La política pública eficaz no consiste en buscar la eliminación definitiva de los problemas, sino en construir capacidades institucionales y sociales para gestionar su evolución permanente. Pretender que una legislación, una reforma o un plan estratégico resuelvan de manera definitiva los desafíos de la convivencia humana es tan ingenuo como esperar que, al llegar a las tres millas visibles, el navegante encuentre tierra firme en medio del océano.
Esta tensión permanente entre logro y frustración es particularmente aguda en América Latina. Nuestra región ha vivido bajo la promesa de futuros espléndidos que, una y otra vez, han naufragado frente a los escollos de la desigualdad estructural, la debilidad institucional, la corrupción y la violencia. Cada generación ha visto anunciar la inminente modernización, la definitiva superación del atraso, la consolidación de la democracia plena. Y aunque ha habido avances indiscutibles —mayor alfabetización, crecimiento urbano, mejoras en la infraestructura, expansión de derechos—, esos logros han sido insuficientes para romper los nudos históricos de exclusión, concentración de riqueza, y fragilidad política.
En América Latina, la política pública ha padecido de tres grandes males: el cortoplacismo, que convierte cada iniciativa en un instrumento de propaganda electoral más que en un proyecto de transformación estructural; la captura del Estado por intereses privados, que distorsiona la finalidad pública de las instituciones en beneficio de grupos reducidos; y la debilidad de la ciudadanía, fragmentada, desmovilizada o atrapada en ciclos de indignación estéril que rara vez se traducen en cambios sostenidos. El resultado es que, por cada tres millas de progreso, emergen tres millas nuevas de rezago, tensiones y desafíos no resueltos.
La República Dominicana es un ejemplo vívido de esta dinámica. En las últimas décadas, el país ha logrado un crecimiento económico notable, una expansión significativa de la infraestructura, una ampliación de la cobertura en salud y educación, y una reducción relativa de la pobreza. Pero cada uno de estos avances arrastra consigo profundas limitaciones. El crecimiento ha sido altamente concentrado y desigual; el mercado laboral sigue dominado por la informalidad y la precariedad; la mejora en el acceso a los servicios sociales no ha ido acompañada de una mejora sustantiva en su calidad o equidad; la estabilidad macroeconómica convive con una estructura tributaria regresiva que perpetúa las desigualdades. El 56% de los trabajadores ocupados siguen en condiciones de informalidad, la educación pública dominicana ocupa los últimos lugares en evaluaciones internacionales, y aunque el aseguramiento en salud supera el 95%, el gasto de bolsillo sigue representando una carga insoportable para amplios sectores de la población. Los problemas se reciclan en nuevas formas, los horizontes se desplazan sin tregua.
La política pública dominicana adolece de la misma enfermedad que aqueja a buena parte de América Latina; a saber, la obsesión por el logro inmediato, el anuncio grandilocuente, el dato para el titular, antes que la construcción paciente de capacidades públicas sólidas, de tejido social robusto, de ciudadanía crítica y activa. Cada gobierno proclama haber alcanzado el horizonte, solo para que el siguiente deba enfrentar los efectos no previstos, las externalidades ignoradas, los costos sociales ocultos de las políticas apresuradas o incompletas.
Si queremos romper este ciclo de avances parciales seguidos por retrocesos estructurales, necesitamos una revolución silenciosa en la forma en que concebimos el gobierno y las políticas públicas. Primero, debemos asumir que gobernar no es eliminar la incertidumbre, sino gestionarla de manera lúcida y ética. Segundo, necesitamos políticas públicas diseñadas no solo para resolver problemas actuales, sino para construir resiliencia social frente a los problemas futuros. Tercero, debemos reemplazar la cultura de la propaganda por una cultura de la transparencia, la evaluación crítica y el aprendizaje institucional permanente. Cuarto, la ciudadanía debe dejar de ser espectadora pasiva o indignada para convertirse en protagonista activa del diseño, la ejecución y el control de las políticas públicas. Quinto, debemos cambiar la lógica del poder político, de instrumento de reproducción de elites hacia un servicio ético a la dignidad colectiva.
La esperanza no debe residir en el espejismo de alcanzar algún día una tierra prometida donde todos los problemas estén resueltos. Esa es una promesa infantil que conduce a la frustración, al cinismo o a la tentación autoritaria. La verdadera esperanza debe fundarse en la comprensión madura de que el avance es siempre parcial, que cada tres millas conquistadas deben celebrarse, sí, pero también cuestionarse, evaluarse, corregirse y ampliarse. Cada generación tiene la responsabilidad de recorrer su propio tramo de mar, de avanzar en derechos, justicia, equidad y dignidad, sabiendo que nunca alcanzará el horizonte final, pero que cada milla navegada con sentido y compromiso transforma la travesía de quienes vendrán después.
En el fondo, gobernar y construir sociedad es aceptar que el mar no se agota, que los desafíos no desaparecen, que la condición humana es la condición del movimiento perpetuo hacia horizontes móviles. No se trata de resignarse a la imperfección, sino de ennoblecer la tarea de avanzar, de dignificar la lucha por cada metro de equidad, de justicia, de libertad. En ese esfuerzo inacabable reside, quizás, la verdadera grandeza de nuestra vida en común.
Así como en el océano nunca dejamos de encontrar tres millas más, en la historia humana nunca terminaremos de construir la sociedad justa, la república democrática, la comunidad solidaria. Pero cada paso que demos en esa dirección, con humildad, coraje y lucidez, será una victoria auténtica. No importa que el horizonte siga alejándose, lo que importa es la calidad humana de nuestra navegación.
Bibliografía
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