En la República Dominicana, país con uno de los crecimientos económicos más altos de la región, más de la mitad de los trabajadores carece de estabilidad laboral e ingresos dignos. Al menos un 53 % de las personas ocupadas vive en condiciones de precariedad laboral, lo que refleja una contradicción profunda entre el discurso del desarrollo y la realidad vivida por millones de trabajadores.
Un reciente estudio titulado Radiografía del trabajo y los salarios en República Dominicana 2024, realizado por Matías Bosch Carcuro y Francisco A. Tavárez —auspiciado por la Fundación Juan Bosch y la Facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la UASD—, revela que la clase trabajadora se encuentra atrapada en un sistema que no garantiza ni estabilidad ni dignidad.
Dicho estudio pone de manifiesto que, a pesar del aumento sostenido de la productividad —el sexto más alto de América Latina y el Caribe—, los ingresos reales apenas han crecido un 0.8 % promedio anual en los últimos 17 años. En otras palabras, el país produce más, pero el salario apenas se mueve, y la distancia entre el ingreso y el costo de vida se hace cada vez más insostenible.
Cabe señalar que la precariedad laboral en República Dominicana no es un fenómeno aislado ni accidental; responde a una condición estructural profundamente arraigada, sostenida tanto por decisiones deliberadas del sector privado como por la acción y omisión del Estado.
Efectivamente, no se trata únicamente de una falta de regulación o supervisión eficaz, pues el propio Estado reproduce esta precariedad dentro de su nómina, manteniendo a unos 200,000 trabajadores públicos con un salario mínimo de apenas RD$10,000 mensuales, una cifra que cubre apenas una fracción del costo real de vida.
Así, el Estado no solo falla en corregir las distorsiones del mercado laboral, sino que contribuye activamente a sostener un modelo que vulnera derechos fundamentales y compromete el bienestar colectivo. En este sistema, trabajar no garantiza salir de la pobreza; al contrario, puede convertirse en una trampa de subsistencia.
En el sector privado formal, otro grupo similar de trabajadores se mantiene en condiciones de informalidad laboral dentro de estructuras empresariales legalmente registradas, lo que constituye una forma de formalidad precarizante (es decir, empresas que operan legalmente pero que no garantizan derechos ni estabilidad a sus empleados, reproduciendo condiciones propias del trabajo informal).
Esta realidad no excluye a quienes tienen contratos formales, pues el 80 % de la clase trabajadora apenas logra cubrir los gastos básicos, y un 53.4 % de los hogares permanece atrapado en la pobreza laboral. Los grupos más golpeados por esta dinámica son los jóvenes y los adultos mayores. El desempleo juvenil duplica el promedio nacional, y el desempleo femenino más que duplica al masculino, evidenciando además profundas desigualdades de género.
A esto se suma un modelo de salario administrado (esquema donde los ingresos no se ajustan según el esfuerzo ni la productividad del trabajador, sino que se fijan según los intereses empresariales para mantener bajos costos laborales). En palabras simples: se remunera menos para acumular más. De esta forma, la explotación laboral se convierte en una herramienta funcional del crecimiento económico, en vez de ser un problema a erradicar.
El Estado, lejos de corregir esa distorsión en el mercado laboral, lo refuerza. Mantiene salarios bajos en el empleo público, no regula efectivamente el abuso laboral dentro de empresas formalizadas y carece de políticas robustas para redistribuir la riqueza. A todo esto, se suma que la tasa de sindicalización, inferior al 5 %, refleja una democracia laboral débil (es decir, un sistema en el que los trabajadores tienen escasa o nula participación en la definición de sus condiciones laborales, dada la baja presencia sindical, la limitada negociación colectiva y la ausencia de canales efectivos de representación).
Este panorama demanda un debate profundo sobre el modelo de desarrollo vigente en el país. No es suficiente con celebrar el crecimiento del PIB si este no se traduce en bienestar para las mayorías. No hay justicia social posible cuando la riqueza se concentra en la cúspide y la pobreza se reparte en la base.
Se necesita un cambio real en las políticas públicas y en la cultura económica del país: establecer mecanismos de ajuste salarial basados en la productividad y el costo de vida, garantizar una fiscalización efectiva de las condiciones laborales en empresas formalizadas y promover una participación activa de los trabajadores en la toma de decisiones a través de sindicatos y espacios de diálogo.
La precariedad laboral no es una consecuencia inevitable: es una decisión política que puede y debe ser revertida. El país está a tiempo de replantear su rumbo. Apostar por salarios dignos, empleo estable y derechos laborales efectivos no es solo una cuestión de justicia: es la base para un desarrollo que verdaderamente priorice el bienestar social de muchos y no solo de unos pocos.
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