La Navidad llega cada año con un manual implícito: reunirse, celebrar, agradecer, reconciliarse. Pero también llega con su brillo, sus luces y su carácter efímero. Una escenografía intensa y breve que promete suspender lo áspero, aunque sea por unos días. No siempre lo logra. Para muchos, la Navidad no es alivio, sino una fecha que acentúa lo que falta, lo que duele, lo que no termina de encajar.
No todos llegan a estas fechas desde el mismo lugar. Hay quienes celebran desde la abundancia y quienes atraviesan diciembre desde la intemperie. Hay quienes festejan y quienes resisten. Y están también quienes observan, con una mezcla de distancia y cansancio, la obligación social de estar bien, de cerrar el año en paz, como si la paz fuera una disposición individual y no una construcción colectiva siempre frágil.
La Navidad insiste en hablar de cuidado, de familia, de infancia. Quizás por eso incomoda cuando la realidad no acompaña. Porque no hay nada más perturbador que un discurso de protección que no protege, o una narrativa de amor que convive con el abandono, el silencio o la indiferencia. Esa disonancia no siempre se expresa en grandes gestos; a veces se percibe en lo mínimo: una silla vacía, una conversación evitada, una pregunta que queda suspendida.
Quizás esa sea una forma más honesta de atravesar la Navidad: sin instrucciones, sin exigencias, con la conciencia de que el cuidado no es un gesto puntual, sino una práctica cotidiana, frágil e imperfecta.
Es también tiempo de dádivas. Bonos, canastas, repartos que alivian carencias inmediatas y ayudan a tranquilizar conciencias. No se trata de negar su utilidad ni de descalificar el gesto, sino de reconocer su límite. La dádiva ocasional no sustituye el cuidado sostenido; el regalo no corrige la desigualdad estructural. Cuando la caridad ocupa el lugar de la responsabilidad, el alivio es breve y la falta persiste.
Hay, además, una forma de extranjería que se intensifica en estas fechas. No solo para quienes vienen de otra cultura o de otra historia, sino para cualquiera que no logra reconocerse del todo en los rituales. La Navidad puede volverse entonces una coreografía aprendida, repetida sin convicción. No por rechazo, sino por honestidad. Porque no todo se resuelve con luces ni con brindis.
Y, sin embargo, algo permanece. A pesar del cansancio y de la repetición de gestos que a veces parecen vacíos, la Navidad sigue siendo un tiempo de suspensión. No porque borre lo ocurrido, sino porque obliga a mirarlo con más atención. No ofrece soluciones, pero impone una pregunta incómoda: qué estamos cuidando realmente, y a quiénes.
Tal vez la Navidad no deba entenderse como un tiempo de respuestas, sino de atención. Atención a lo frágil, a lo que suele quedar fuera del encuadre, a lo que no entra en los discursos preparados. Atención también a los silencios, propios y ajenos, que forman parte de la experiencia compartida.
Celebrar, entonces, puede significar algo distinto. No necesariamente festejar ni forzar una alegría artificial. Puede significar sostener la complejidad sin adornarla, aceptar que hay años que no cierran y promesas que no se cumplen con un cambio de calendario. Quizás esa sea una forma más honesta de atravesar la Navidad: sin instrucciones, sin exigencias, con la conciencia de que el cuidado no es un gesto puntual, sino una práctica cotidiana, frágil e imperfecta.
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