Celebrar la aprobación de una nueva ley y del proyecto de reforma integral “Déjala ir”, que busca reducir los feminicidios, es un paso necesario, pero no suficiente. Las leyes pueden castigar, pero no transforman por sí solas la mentalidad ni las costumbres que alimentan la violencia de género.
En la República Dominicana, el feminicidio no es solo un crimen: es el síntoma extremo de una cultura que ha normalizado el poder desigual entre hombres y mujeres, la posesión del cuerpo femenino, el control, los celos y el uso de la violencia como forma de afirmar la autoridad masculina.
En este contexto, resulta importante reflexionar también sobre el nombre de la campaña. Aunque “Déjala ir” puede parecer un llamado a la no violencia, reproduce, quizás sin intención, una narrativa machista en la que la mujer sigue siendo presentada como una propiedad que se “deja” o se “retiene”. La erradicación de la violencia no solo exige leyes, sino también un cambio profundo en el lenguaje, las representaciones y las ideas que seguimos reproduciendo.
Durante décadas, la educación, las iglesias, los medios de comunicación y la música popular han reforzado modelos de masculinidad dominantes, basados en la virilidad agresiva, la conquista y la subordinación de la mujer. Hoy, aunque las mujeres ocupan más espacios en la educación, la política y el trabajo, siguen cargando con las cadenas invisibles del control social y moral: no son libres de decidir sobre su cuerpo —como muestra la resistencia a aprobar las tres causales— ni de vivir sin miedo en sus propios hogares.
Una nueva ley puede tipificar mejor el delito, endurecer penas y mejorar protocolos, pero si el machismo se sigue respirando en la calle, en la escuela, en la publicidad y en los púlpitos, nada cambiará en el fondo. La violencia contra las mujeres tiene raíces culturales y económicas: se multiplica donde hay pobreza, donde las oportunidades son escasas, donde la dependencia económica impide romper con el agresor y donde el acceso a la justicia es un privilegio de pocos. A ello se suma la naturalización del porte de armas —otra expresión de una cultura de dominio y poder— que multiplica el riesgo de que un conflicto termine en tragedia.
¿Cómo enfrentarlo entonces? Con políticas que vayan más allá del castigo. Con una revolución educativa y cultural. La educación sexual integral, la formación en igualdad de género desde la infancia, la enseñanza del respeto mutuo y de una verdadera cultura de paz deberían ser ejes transversales en todo el sistema educativo. Los hombres deben ser parte de la solución: urge crear programas de “nuevas masculinidades” que los ayuden a liberarse del mandato de la violencia, del control y del miedo a la vulnerabilidad. Los ejemplos existen en otros países latinoamericanos, donde talleres comunitarios y grupos de reflexión han logrado cambiar comportamientos y prevenir tragedias.
También se necesita repensar el papel de las iglesias y los medios. Las primeras podrían ser aliadas poderosas si se atreven a predicar un mensaje de igualdad, en lugar de mantener visiones patriarcales disfrazadas de moral. Los medios, por su parte, deberían asumir la responsabilidad de dejar de glorificar el control masculino, el acoso o la cosificación del cuerpo femenino en telenovelas, canciones o programas de humor.
La innovación también puede venir desde lo local. Comunidades organizadas que actúan ante señales de violencia, redes vecinales que ofrecen refugio temporal, brigadas ciudadanas que acompañan a mujeres amenazadas. Se necesitan mecanismos accesibles y visibles para prevenir antes de que sea tarde. Y un Estado que no se limite a reaccionar, sino que acompañe, proteja y repare.
La lucha contra los feminicidios no se gana con más cárcel, sino con más conciencia, más educación, más igualdad. Se gana cuando los hombres entienden que cuidar no es debilidad, y cuando las mujeres pueden vivir sin miedo. Se gana cuando la sociedad deja de justificar el abuso con frases como “ella se lo buscó” o “algo habrá hecho”, y comienza a asumir que la violencia contra una mujer es un fracaso colectivo.
Cambiar la cultura no se logra de un día para otro. Pero sin ese cambio, ninguna ley —por más avanzada que sea— bastará para detener la tragedia.
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