Esa mañana llegué a mi oficina preocupado por mí. Estaba convencido de que había olvidado mi celular en la casa y ya estaba a punto de pedirle a mi jefa que llamara a Mónica, mi mujer, cuando descubrí que no era así, pues lo tenía en uno de los bolsillos de mi pantalón, del lado de la cartera: nunca lo pongo ahí, pero hoy, como tenía una mano ocupada, lo puse en el bolsillo de la izquierda. Minutos después, un mensajero me entregó dos libros de Christian Encarnación y, de repente, todo comenzó a encajar. En esta primera entrega, doy cuenta de mis impresiones de lectura del primero de esos dos libros que leí.
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Christian Encarnación (Santo Domingo, 1997) acaba de publicar Mañana no nos acordaremos de nosotros (Huerga & Fierro Editores, Madrid, 2025), título que posee la principal virtud que en el Medioevo se les atribuía a los grimorios, encantamientos, oraciones y demás dispositivos propios de la política deseante, esto es, la de activar una determinada programación del imaginario capaz de establecer un puente de causalidad entre el Decir y el Hacer. El libro se abre sobre un breve pero interesante prólogo de la poeta y profesora argentina Marisa Martínez Pérsico, quien destaca las “retahílas oníricas”, los “títulos extensos”, la “presencia de la madre como interlocutora, como espejo” y muchos otros aspectos que observa en los poemas de este libro de Christian.
Doy por descontado que los lectores, incluso aquellos que no conocen este libro de Encarnación, entienden que el título que el poeta escogió para su libro funciona al mismo tiempo como una promesa, como una amenaza o como una maldición. Traducido a su valor de base, equivale, en efecto, a: mañana olvidaremos quiénes somos. Como quiera que se lea, pues, estamos en presencia de un título que nos remite al olvido en un movimiento de consciencia típicamente postmoderno (si se acepta entender este término en su acepción literaria de posterior al modernismo y, por tanto, opuesto al impulso nostálgico que este último movimiento se encargó de diseminar).
El despertar es la gran pérdida que transforma la conciencia en ausencia
Hay que ser un verdadero poeta para comprender que no existe nada que pueda ser más coherente que el olvido. Comparado con este, el recuerdo más potente no es más que un gas. De ese modo, si la misma poesía puede concebirse como tiempo comprimido (la expresión es de Gaston Bachelard, quien se la aplica al espacio), no es sino por esa cualidad inherente a todo discurso de organizarse a partir de dos ejes: uno espacial y otro temporal, gracias a esas categorías gramaticales que son, por una parte, los sustantivos (y los adjetivos), en el caso del eje espacial, y por otra parte, los verbos (y los adverbios), en lo que se refiere al eje temporal. Por eso, a no ser que se la piense en modo paradójico, no hay —no podría haber nunca— nada que pueda llamarse la “poesía del olvido”.
Hagamos entonces un pacto usted y yo, lector, olvidemos todo lo que las farmacéuticas quieren hacernos creer acerca del Alzheimer y llamemos “olvido” a esa fase de recuperación cerebral que no es más que la otra cara de la memoria. Dejemos a un lado por un momento la acción de las “células zombis” y consideremos el hecho de que ningún tipo de memoria sería posible si no fuera gracias a la intervención del olvido. El poeta Encarnación lo intuye, y por eso titula “Lo que se pierde en los sueños” la primera sección de su libro.
El largo título del primer poema de esta sección nos confirma que la intención del poeta es programar a su lector: “Cuando de una abertura en mi frente nacen los días” [1]. “Varias veces me despierto / con la sensación de que me han quitado / algo en el sueño”. Estos versos que abren ese primer poema nos indican ya la ruta que el poeta parece haberse propuesto seguir: la siempre fecunda ruta del sueño, del onirismo.
Muchos pensarán sin duda que el onirismo no es más que una “técnica” desprestigiada cuyos productos suelen carecer de relaciones con “la realidad social”. Que no es más que una “fábrica de clichés” y que, entre estos últimos, los peores son aquellos en los que se elabora un “onirismo fake”. Por mi parte, como aquí no intento vender nada, me limito a señalar que el onirismo de Encarnación no tiene nada que ver con esos sueños postizos que ni siquiera funcionan como pelucas para cubrir por dentro ciertas cabezas dormidas. Es posible, incluso, que, en su caso, el sueño no sea más que una “palabra tematizadora”, es decir, un factor de coherencia o un elemento aglutinante. El onirismo no quita ni pone nada a sus poemas, en efecto, ya que cada uno de estos parece andar a su aire; será la lectura que se haga de ellos la que deberá posicionarse de un lado o de otro de la retórica implícita que los trabaja.
Considérese, a manera de ejemplo, la siguiente muestra: Estoy anudado / a la carencia / a la nostalgia ciega / que en las sombras / azota mi cuerpo / hasta no ser más que una imagen opaca, / una réplica del organismo / que antes era (p. 22).
Como se puede apreciar, hay que forzar un poco el sentido del término “onirismo” para asociarlo a la naturaleza heteróclita de la serie de imágenes y figuras producto de las incursiones de Encarnación en ciertas zonas “desatornilladas” del lenguaje. El poema no surge de ningún proceso destemporalizador; tampoco parece nacer de un quiebre de la lógica racional. Se aprecia, eso sí, algo como una “voluntad de reinventar” esta última, pero esa misma voluntad no logra rebasar el estadio de slime de realidad.
Sin embargo, ¿alguna vez alguien ha dicho que todo el mundo sueña de la misma manera? A mí, por ejemplo, ciertas piezas musicales, algunas novelas y no pocos poemas me colocan (todavía) en un estado prehipnótico contra el cual no han surtido ningún efecto las horas que pasé sometido a esas sesiones de estupidización involuntaria que son las redes sociales. He escrito ya varias novelas tratando de reproducir la sensación de apertura que experimento cuando me encuentro en ese estado. Algo parecido dice por su parte Encarnación en su poema “Escribía unos versos que reptaban por la cama”: “Después de años siendo insomne / el único sueño que conservo / es el que me producen ciertos libros al leerlos” (p. 34). Por eso digo: a confesión de partes, etc.
En cambio, lo que Christian Encarnación pretende mostrarnos en sus poemas no son los efectos del sueño en sí mismos, sino otra cosa a la que me atrevo a llamar el postsueño. Este no es ni el “recuerdo”, ni la “consecuencia” del sueño, sino más bien su negación, es decir, esa forma de saber que consiste en la sensación de haber recuperado la conciencia después de haber soñado. Esto resulta evidente en varios poemas del libro, por ejemplo, en el que se titula “Nunca se pierde tanto como cuando se despierta”: “Mi madre se lamenta porque ha perdido mil pesos / mientras yo escribo un poema / que no [es] este / y pienso en el último poema de Enrique Lihn / que perdí en un sueño / si supieras / madre / el despertar es la gran pérdida” (p. 26).
Otro ejemplo de esto mismo es el poema titulado “No puedo agradecer al despertar si”. En este caso, el ya señalado funcionamiento programático del título es lo primero que salta a la vista, dando la impresión de que se trata de otro verso más del poema (tal vez por eso no es casual que sea uno de los versos de este texto el que da título al libro): “En Bagdad una explosión inaugura el día; / es una mañana de corriente roja; / el viento trae la herrumbre; / Hassan, el niño que jugaba fútbol en la plaza, / no será más que una cifra / publicada en periódicos occidentales. / Mañana no nos acordaremos de nosotros” (p. 29).
No es mi intención la de descaminar al lector induciéndolo a pensar que Christian Encarnación ha escrito un libro de poesía onírica. De hecho, vale la pena señalar que prácticamente todos los poemas de la segunda sección del libro, irónicamente titulada “Mi casa era una bombilla que luchaba por no apagarse” (pp. 37-56), se inscriben en la vertiente neotestimonial, lo cual coloca a Encarnación más cerca de la vertiente poética que parece predominar en otros autores de su promoción.
Una lectura más atenta a los textos de esta sección no solamente pondrá igualmente en evidencia que, si bien la instancia de la madre funciona como “interlocutora” en varios textos del libro, como lo afirma Martínez Pérsico, la figura del padre, o al menos la del padre perdido, constituye otro importante foco temático del libro. Así, el poema asombrosamente titulado “En mi diccionario tu nombre es sinónimo de imposibilidad” se abre sobre la siguiente afirmación: “Todo niño sin padre / viene marcado por la duda / y las deudas; / todo niño que crece sin padre / se obliga a arrastrarlo; / es una hormiga” (p. 48).
Y en la página siguiente, otro texto explora esta misma zona bajo el título “Excavo detrás de mis ojos en busca de la fuente del mar” (expresión figurada que puede traducirse en una única forma verbal de primera persona: lloro): “Nunca lloré a mi padre / será por eso el peso de mi cuerpo / no hubo relatos ni opiniones compartidas / ningún recuerdo que languideciera / ante el tiempo / —ese gusano que nos recorre imprimiéndonos el asco—” (p. 49). Algo parecido puede decirse acerca de los poemas titulados “Un retrato familiar nunca expuesto” (p. 45) y “A mis hermanos que no he tenido la dicha de conocer les digo” (p. 47), entre otros.
No existe nada que pueda ser más coherente que el olvido, porque todo recuerdo es apenas un gas
Finalmente, en los poemas de la tercera y última sección del libro, titulada “Construcciones en el fuego” (pp. 57-74), el poeta parece volcarse hacia una vertiente expresiva de un tipo distinto. En esos textos se observa una imaginería visual, más desatada respecto a la inmediatez referencial y, al menos en algunos casos, relativamente próxima a un automatismo controlado que por momentos queda aplastado por un subrepticio retorno a lo reprimido.
Todo lo anterior me permite augurar que, cuando despierte, el monstruo poético que dormita en Christian Encarnación echará a rodar sobre el mundo eso que únicamente podemos llamar tomándole prestado a Alain Jouffroy el bello título de una de sus novelas: Un sueño más largo que la noche.
[1] Cuídese, lector, de creerse al pie de la letra esto que afirmo sobre la escritura de Encarnación. Lo que pasa es que tanto él como yo sabemos que el sentido de sus textos nos pertenece a los dos, y si se muere él, quedo yo.
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