“Lo que hicieron los españoles fue que lo otro se comportara como lo uno, para que dejara de ser otro, y perdiera su otredad. ¿Cómo lo hicieron? A través de la castellanización, de la catequesis, de la conquista espiritual”. Mario Vargas Llosa.
Me he enterado de que el argentino Marcelo Gullo Omodeo, doctor en ciencias políticas, magister en relaciones internacionales, investigador y maestro, estuvo en el país recientemente, ofreciendo una disertación en torno a los mitos y verdades sobre la conquista española de América. Sin embargo, lo que en principio podría parecer como una cátedra más de historia, no es otra cosa que una “apología desaforada y acrítica de la obra de España en América” (Martínez Shaw, 2024). Una verdadera pena, pues, aunque la figura del rosarino me provoca verdadera simpatía, no sucede lo mismo con sus opiniones, con las que entré en contacto hace ya varios años. ¿Por qué? Porque don Marcelo brinda al lector una visión completamente sesgada de la historia moderna y contemporánea de Hispanoamérica. Basta con echar un vistazo a los títulos de su portafolios, para comprobar que se trata de política antes que de historia: Madre Patria (Planeta, 2021), Nada por lo que pedir perdón (Espasa, 2022) y Lo que América debe a España (Espasa, 2023).
Precisamente, dentro de las cosas que Gullo vino a contarnos, prima la idea de una patria grande. Hasta ahí, poco que objetar. El problema, es que nos hace hijos de una madre adornada de virtudes, sin defectos. O al menos, ese es el hilo conductor del que va tirando para desarrollar sus ideas. Y lo grave, lo verdaderamente grave, es que las sombras, en la historia -como en la vida cotidiana- no sólo son comunes y abundantes, sino que son necesarias, porque permiten generar espacios de reflexión y autocrítica. ¿O acaso no fueron sombras las que provocaron el Sermón de Adviento de 1511, la promulgación de las Leyes de Burgos de 1512, las Leyes Nuevas de 1542 y la puesta en práctica de las visitas y juicios de residencia? ¿Se puede escribir una apología de la obra de España en América sin tocar, aunque sea de soslayo, ninguno de los eventos neurálgicos que provocaron varios de esos profundos ejercicios de autocrítica imperial?
Por otra parte, llama la atención que el autor, amante de los detalles, denuncie con gran ahínco y nivel descriptivo los atropellos de incas y mexicas, sin decir poco o nada sobre los métodos de Ovando en la Española, Núñez de Balboa y su perro Leoncillo en el Darién, ni sobre los excesos de Hernán Cortés, Pedro de Alvarado y Nuño de Guzmán en la Nueva España, de Luis de Moscoso a orillas del Mississippi, de Pedrarias Dávila en Castilla del Oro, de Diego López de Salcedo en Nicaragua o de Valdivia en Chile. Tampoco se registra mucho sobre las guerras civiles entre Pizarro y Almagro en el Perú o entre Cortés y Narváez en México, ni las sublevaciones de Gonzalo Pizarro y el “Tirano” Lope de Aguirre, quien cierra su premonitoria carta a Felipe II con la desafiante y lapidaria frase “e yo rebelde fasta la muerte por tu ingratitud”. Estas crueldades, señor Gullo, junto con los sacrificios, los secuestros, la antropofagia y el tributo que imponían algunos pueblos originarios, conforman un pasado común. Bien combinadas, ambas actitudes podrían ofrecer al lector profano una visión de conjunto mucho menos engañosa y prejuiciada.
Se podría alegar, incluso, que su estrategia para combatir la leyenda antiespañola le convierte a usted mismo en un creador de leyendas negras de manual (de librito, como se dice en Santo Domingo). Quizás, el ejemplo más acabado de esta actitud reside en su representación de los mexicas como un “estado genocida” (Nada por lo que pedir perdón). De acuerdo con las condiciones históricas de tiempo y espacio, en ambos casos nos encontramos frente a imperios cuya prosperidad descansaba, ora sobre la existencia de mano de obra (españoles), ora sobre el pago regular de tributos (aztecas). ¿Explíqueme entonces, por favor, cómo fue que se logró sostener el edificio imperial de los mexicas, si según ud. estos estaban abocados a eliminar sistemáticamente a sus tributarios? ¿Existieron motivos “de raza, etnia, religión, política o nacionalidad” que tipificasen dicho genocidio? Claro, eso siempre que nos atengamos a la definición de genocidio que da la RAE.
A efectos prácticos, el rigor histórico reside en el hecho, tanto de reconocer que se cometieron abusos en perjuicio de los vencidos (taínos, chontales, mexicas, lencas, incas, muiscas, pijaos y tehuelches) como de afirmar que jamás existió la intención de aniquilarlos. Porque los conquistadores necesitaban mano de obra, y mucha. De ahí la aparición de la encomienda y la mita, con sus respectivos regímenes de trabajos forzados. Encomiendas, dicho sea de paso, por las que abogó de manera vehemente el mestizo Garcilaso de la Vega, y de las que fueron beneficiarios (sin necesidad de ser titulares), y esto es importante subrayarlo, algunos de los descendientes del “cruce” que se dio entre conquistadores e hijas de la nobleza autóctona, apuntados muchos de ellos al proceso de acumulación originaria de capital. Es decir, que con todo lo de espontáneo, folclórico y biológico que pudo tener, el mestizaje también operó como un instrumento de control social y político. Quizás por eso, cuando ud. repasa las trayectorias de Malintzin (doña Marina) y de Francisca Pizarro, evita mencionar que tuvieron indios en encomienda. En cambio, de la devota mestiza Isabel Moctezuma dice que: “entre sus últimas voluntades señaló la liberación de todos los esclavos de su propiedad” (Madre Patria). A lo que me pregunto, si era tan católica y piadosa como ud. sugiere, ¿Por qué no liberó a los de su “nación” en vida? Supongo que los casos de los mestizos encomenderos Diego González, pacificador del camino que conducía de Santa Cruz de la Sierra a Tucumán, o de Juan Ortiz y Miguel López de Partearroyo en Nueva Granada no le suenan. ¿O me equivoco?
Otro actor de reparto en la monumental obra de Gullo, es el conquistador negro Juan Garrido, que “casó con la hidalga Francisca Ramírez, de la casa del conquistador Rodrigo Rangel… Eso lo dice todo sobre el supuesto racismo español” (Madre Patria). Supuesto, ciertamente, porque quien habla de racismo (o ausencia de) en la sociedad estamental del siglo XVI es porque no entiende, no le interesa entender o simplemente decide ignorar (movido acaso por motivos ideológicos) como funcionaban las dinámicas de inclusión y exclusión en España y sus territorios durante el Antiguo Régimen. El racismo, como lo entendemos actualmente, es un concepto muy posterior. El dato, si se quiere, lo confirma el lexicógrafo Sebastián de Covarrubias en su edición del Tesoro de la Lengua Castellana de 1611, que trae incluida la siguiente definición de raza: “en los linajes se toma en mala parte, como tener alguna raza de moro o judío”.
A lo anterior, es necesario agregar que el autor aprovecha las páginas de sus manifiestos para ensalzar la exitosa “política de mestizaje” ensayada por las autoridades imperiales ¿Pero, se puede hablar de una exitosa “política de mestizaje” mientras se aplican estatutos de limpieza de sangre, se discrimina a los hijos ilegítimos, se promulgan leyes de disenso matrimonial, se subordina a la mujer (casi hasta reducirla) y se imponen requintos (véase la quinta acepción de la entrada correspondiente en el DRAE)? No hay que olvidar, tampoco, que bajo el tapiz de ese Edén plural y mestizo que nos dibuja Gullo (por oposición a su “infierno” precolombino), convivían además la esclavitud, las castas y los libros sacramentales de gentes de “baja condición”. Es decir, que uno de los mitos que Gullo pretende desmontar, choca de frente con realidades como el Libro de Bautismos de Esclavos de la Catedral de Santo Domingo (1636-1670), o con sus homólogos de la parroquia de la Candelaria de Caracas (y de muchas otras de Venezuela) que distinguía entre los bautismos de Hijos de Españoles y de Negros, Indios, Mulatos y demás gente inferior. Atendiendo más al dogma que a los detalles prácticos, en las parroquias de San Sebastián y San Marcelo de Lima, se registran (entre los siglos XVI y XIX) libros de Indios, mestizos y esclavos y de Indios, mulatos y esclavos, respectivamente. Y claro, no podemos dejar de mencionar, que la práctica también resonó en tierras de Gullo. Así, el segundo libro de matrimonios de Catamarca (l764-l781), instrumentado por el cura rector Pedro José Gutiérrez, dedica los folios 2 al 60 para el asiento de partidas de españoles y del 61 en adelante se ocupa exclusivamente de los naturales y las castas. Es decir, que al igual que ingleses, franceses y holandeses, el derecho indiano y los sínodos diocesanos también discriminaron lo suyo. Sugiero que lo dejemos, pues, en política de mestizaje, a secas y sin adjetivos.
Hay, por otra parte, tres grandes ausentes en la obra del argentino. La primera es la Inquisición, a la que despacha sumariamente bajo el argumento pueril de que la “intolerancia religiosa provocó menos muertes en España que en ningún lugar de Europa” (Madre Patria). ¡Cómo si se tratara de una competencia! Pues bien, analizar el papel del Santo Oficio en función de la cantidad de muertos, es un ejercicio de reduccionismo histórico que irrespeta el viacrucis que recorrieron los cientos de miles de individuos procesados, torturados, obligados a convertirse, perseguidos por delitos menores y forzados a marchar al exilio luego de vender sus bienes a precio de vaca flaca. Y de las víctimas de delaciones no contrastadas, mejor ni hablemos. Eso, sin entrar en el aspecto de la censura de libros, a la que Gullo dedica línea y media, aduciendo que sólo se aplicaba en Sevilla y de manera laxa. Extraña afirmación, toda vez que en los registros de navíos a punto de zarpar (alojados en el Archivo General de Indias de Sevilla) constan las diligencias que acostumbraban a realizar los inquisidores para controlar la circulación de literatura prohibida, herética y subversiva. Para colmo, el cargamento era nuevamente sometido a revisión al llegar a su destino. Si se alberga alguna duda al respecto, basta con señalar el caso de fray Agustín Dávila Padilla que había sido calificador (funcionario a cargo de la censura de libros) en Nueva España antes de ser designado quinto arzobispo residencial de Santo Domingo. Curiosamente, esas mismas funciones las desempeñaba en Buenos Aires (antesala del terruño de Gullo), a fines del siglo XVIII, el nombrado Baltasar Maciel, comisario del Santo Oficio. Para llegar a juicio definitivo bastará con señalar que el Índice de libros prohibidos, se estuvo publicando… hasta 1966, año en que Pablo VI lo abolió.
La segunda es la esclavitud del negro. Pero no en toda su extensión. Es necesario aclarar que, mientras el autor se ceba contra ingleses, franceses y holandeses, los españoles salen completamente ilesos. Los bozales, mulecos, las carimbas, piezas de Indias y el asiento desaparecen, casi como por arte de magia, del discurso de Gullo. ¡Y eso, que fueron más de dos millones y medio de individuos los que padecieron los rigores de la esclavitud bajo pabellón español! Así, se limita a relatar como Bartolomé de Albornoz, catedrático de la Universidad de México, fue famoso “por defender la abolición de la esclavitud, agregando que en 1573 había publicado en Valencia su obra Arte de los contractos, en la que refutaba y negaba licitud no solo al tráfico de esclavos, sino a la esclavitud misma” (Nada por lo que pedir perdón). Un esfuerzo verdaderamente noble, señor Gullo, pero vano, puesto que el discurso de Albornoz no encontró respuesta efectiva de la corona hasta 1873 en Puerto Rico y 1886 en Cuba. A mayor abundamiento el artículo 22 de la Pepa, promulgada en Cádiz en 1812, rezaba: “A los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadano: en su consecuencia las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio”: un ejercicio de inclusión digno de encomio.
No conforme con ello, Gullo insiste sobre el tema alegando que “cuando en la América española se abusó de los aborígenes y se aceptó la esclavitud de los negros —siguiendo la sugerencia de Bartolomé de las Casas—, los sacerdotes siempre estuvieron allí para recordarles a los propietarios de personas que tanto indios como negros eran seres humanos y que como tales debían ser tratados. En definitiva: fue precisamente la cultura católica española la que hizo que la explotación humana y la esclavitud fuese mucho menor en nuestra América que en la América del Norte calvinista” (Nada por lo que pedir perdón). Mal de muchos, consuelo de tontos. La posesión de negros esclavos (privados de libertad, carimbados, separados de sus familias y marginados) no sólo fue refrendada por la iglesia católica, sino que halló causa común entre arzobispos, obispos, inquisidores, prelados y monjas. De hecho, no había convento que no los tuviese. Hace relativamente poco, el CONICET concluyó que el monasterio bonaerense de Santa Catalina tenía adosado un cementerio de esclavos, distinto al de las monjas que le habitaban. Lo traigo a colación por si es ud. de los que cree que la muerte nos iguala a todos. A propósito, ¿Sabía usted, señor Gullo, que el pregón de las Leyes Nuevas en México (1542) provocó la apertura de un proceso en que tanto dominicos como franciscanos aconsejaron en contra de la eliminación de las encomiendas?
En tercer lugar, Gullo también calla sobre la resistencia de indios, negros y criollos, que tuvieron su expresión en la Española con las rebeliones de Enriquillo (1519), Lemba (1632), Guaba (1605) y la Rebelión de los capitanes (1721). Y, aunque quisiéramos excusarlo, tampoco menciona la rebelión de los comuneros de Paraguay (1731), ni la rebelión del canario Juan Francisco de León en Venezuela (1749), mucho menos la rebelión de los Barrios en Quito (1765) o la de los Comuneros del Socorro y Mérida (ambas en 1781). Dicho esto, también pasa de puntillas sobre la rebelión de Tupac Amaru en Perú (1781), la de José Leonardo Chirino en Coro (1795), junto con la resistencia continua que opusieron los mapuches en Chile. Todo ello, sin contar los levantamientos de la Nueva España, que suman más de una decena (desde la Guerra del Mixtón, 1541 hasta la Rebelión de Cisteil, 1761), ni los palenques, manieles y quilombos fundados por cimarrones a todo lo largo y ancho del continente.
Hemos conocido, a raíz del reciente traslado al Perú de los restos de Fernando Tupac Amaru Bastidas, del suplicio al que sometió la “muy benigna y católica” corona española al hijo de los rebeldes Tupac y Micaela, cuando apenas rozaba los 13 años. A semejante edad, el jovencito fue obligado a presenciar como a su madre le atenazaban el cuello y le cortaban la lengua, mientras le propinaban garrotazos y patadas. A su padre, en cambio, lo apalearon, le cortaron la lengua y ataron sus extremidades a cuatro caballos para desmembrarlo vivo, tras lo cual terminaron cortándole la cabeza. Al final, sus cuerpos fueron descuartizados y esparcidos, a modo de escarmiento. Pese a ello, el calvario del niño no concluyó ahí: fue apresado, y deportado a España, donde murió en la más absoluta y abyecta de las miserias, tras múltiples peticiones de clemencia y juras de fidelidad.
Sorprende, asimismo, que Gullo ignore los reclamos que surgieron desde bien temprano en el siglo XVI en contra del monopolio sevillano, modelo que afectó de manera sensible la cadena de distribución, provocando que los artículos importados llegaran a los mercados americanos a precios exagerados y que terminó abriendo las puertas al contrabando y al comercio ilegal con las potencias extranjeras. ¿Cuál será su opinión en relación con la orden de despoblar los pueblos de las bandas norte y oeste de la isla de Santo Domingo, aún a pesar de la propuesta del cabildo y el arzobispo local para abrir dichos puertos al libre comercio? ¿Sabrá, el experto en “historia colonial,” que las consignas “se acata, pero no se cumple” y “viva el rey y muera el mal gobierno” atravesaron casi todo el continente durante los tres siglos y pico de dominio imperial?
En otro orden, las arremetidas de Gullo contra el imperialismo cultural (proceso de conquista de las mentalidades y subordinación cultural) ejercido por Francia, Holanda, Estados Unidos e Inglaterra contra España e Hispanoamérica, se cuentan por decenas. De hecho, el autor no escatima oportunidad para denunciar la infame campaña impulsada desde el norte. Sin embargo, ¿Qué diferencia hay entre esos otros imperialismos culturales y la diplomacia de la cruz y el evangelio puesta en marcha a partir de 1492? Las semejanzas entre lo que denuncia Gullo y la dinámica de conversión de infieles, fundación de universidades (para ingresar a las cuales había que acreditar sangre limpia), conventos y colegios mayores en todo el continente americano es pasmosa, pues queda claro que luego del contacto América fue “subordinada ideológicamente, imperializada culturalmente” (utilizando las propias palabras del argentino). ¿El hecho de que los tlaxcaltecas aceptaran de buen grado el dominio y las instituciones españolas era una decisión vinculante que afectaba también a tainos, mapuches o muiscas? Por fortuna, Gullo termina dándonos la razón, cuando afirma que “el emperador chino —a diferencia de los Reyes Católicos, Carlos I o Felipe II— no se consideraba depositario de verdades universales que debía llevar a todos los hombres del mundo.” A confesión de parte, relevo de pruebas.
El español es un medio de comunicación magnifico, que no quepa duda. Ello no implica, sin embargo, que debamos ignorar lo que escribió Aldrete, en el siglo XVII, en su Origen y Principio de la lengua castellana: “los vencidos reciben la lengua de los vencedores, rindiéndola con las armas y personas”. El idioma no se impuso por altruismo ni filantropía. Antes bien, se impuso como parte de un proyecto providencialista de conquista y evangelización.
Gullo también aduce que “no hay ninguna duda de que los indios… estuvieron mayoritariamente contra la independencia, y esa es una realidad que los negrolegendarios ocultan porque haría caer como un castillo de naipes la leyenda negra de la conquista española de América” ¡Otra distorsión flagrante! Como en todas las situaciones de la vida, hubo indios en ambos bandos. Por fortuna, en los últimos años se han producido avances considerables en el análisis de este fenómeno en concreto. Al respecto, Pita Picó señala que: “la primera premisa que debe dejarse por sentado es que durante estas guerras de emancipación nacional no pueden verse a los grupos indígenas de manera homogénea. La interpretación de los acontecimientos políticos y la forma de reaccionar frente a ellos dependieron de una multiplicidad de intereses, valores y expectativas. Es por eso que la participación de este sector de la sociedad en la fase de Independencia fue un proceso complejo y a veces contradictorio.”
Gullo parece ignorar que, en la Nueva Granada, por ejemplo, el coronel Agustín Calambás, fue apresado y fusilado por los realistas por el apoyo prestado a la causa republicana. El argentino, escribe como si las acciones de Blas Ari y Jacinto Paco, en Oruro y Toledo, respectivamente, jamás hubiesen existido. Pasa, por alto, también, el papel desempeñado por Andrés Simón y don Miguel Mamani en Charcas. Se omite, asimismo, la participación, en Chile, del mapuche Francisco Inalikang y los pehuenches, con los que San Martin pactó el Cruce de los Andes. Parece olvidar, igualmente, que entre los líderes indígenas novohispanos sobresale el caudillo Albino García Ramos, oriundo de Guanajuato, quien se sumó a la rebelión en compañía de su hermano Pedro, desplegando ambos sus actividades insurgentes entre Guanajuato, Michoacán y Aguascalientes, a la cabeza de varios miles de hombres. Se excluyen, asimismo, las existencias de Juan Paulino y Pedro Rosas, lideres indios que patearon los campos de Guadalajara. ¿Qué hay de los centenares de indígenas y mestizos alistados en los ejércitos del cura Hidalgo?
Como colofón, la cifra de víctimas que aporta fray Bartolomé de las Casas le parece a Gullo, a todas luces, absurda. Sin embargo, no vacila en afirmar que, durante los festejos organizados para celebrar la finalización del gran templo en Tenochtitlán, se sacrificaron entre 20,000 y 24,000 individuos en cuatro días. A razón de 17 personas por minuto. No conforme con estos números, acepta como buenos y válidos los de Prescott (a quien páginas antes había descalificado, bajo el argumento de que sus premisas eran falsas), según las cuales, el número de víctimas por minuto habría ascendido a 48. Por más extraño que parezca, Prescott es referente para unas cosas, pero para otras no. Es lo que pasa cuando una obra prescinde de las fuentes primarias y de archivo y se construye solamente a base de fuentes secundarias…
De las dos últimas perlas de Gullo, hay una para enmarcar: “Admirar al imperialismo azteca por la fabulosa construcción de sus pirámides es equivalente a admirar al imperialismo nazi por la fantástica construcción de las magníficas autopistas en Alemania” (Madre Patria). Por lo que se refiere a la segunda: “los vikingos pasaron de Groenlandia a Terranova, pero no sabían adónde habían llegado. Ni supieron ni imaginaron que habían descubierto un nuevo continente” (Madre Patria), lamento aguarle la fiesta, don Marcelo, fíjese que tampoco Colón lo sabía. Es más, tan seguro estaba de haber llegado a Cipango y Catay que “bautizó” las nuevas tierras como las Indias.
Ahora bien, en algo si lleva absoluta razón el estimado amigo Gullo y es en que España no tiene por qué pedir perdón. Esa solicitud de perdón es una reivindicación demagógica y populista, de tintes puramente políticos. Y duela a quien duela, es un hecho incontrovertible que tanto Ovando y Anacaona, como Moctezuma y Cortés, Pedrarias y Urraca, Pizarro y Atahualpa y Valdivia y Lautaro, Sebastián Lemba, Gaspar Yanga y Benkos Biohó forman hoy parte consustancial de las identidades americanas. Eso sí, no olvide, señor Gullo, que España, elevada a potencia luego del contacto (1492), debe mucho, demasiado, a América. Una América, de su lado, que echó a andar y fue avanzando con pasos firmes hacia la mayoría de edad. Créame, querido amigo, que para ser hispanista e hispanófilo no hace falta caer en el fanatismo. Aunque la polémica siempre es necesaria, la historia es amplia y compleja… razón por la cual debe dejarse en mano de los historiadores.
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