En ocasiones, lo que el tiempo conserva en silencio constituye la claridad que nos permite avanzar.
—Benjamín Amathís
Hay historias que no empiezan en el fuego, sino en la chispa. A veces creemos que el incendio nace de una tragedia, pero en realidad se enciende en una decisión inocente, casi infantil. Uno elige sin saber qué significa elegir. Por eso el primer capítulo siempre es luminoso: no conocemos el peso de lo que está naciendo. La vida quema después.
La vida que quemó y renació
Una mañana, apenas llegado a los veinte, tomé de la mano a la mujer que elegí con emoción. Elegí su ética y su cultura. Realmente no conocíamos el mundo. Éramos una promesa sin manual de instrucciones: dos adolescentes que pensaban que el amor era suficiente para poner en orden la vida. Tal vez por eso andábamos sin mapa y sin brújula, fiando en una intuición bruta, pero sincera.
El apartamento lo erigimos con ladrillos de ímpetu: muebles improvisados, risas por cualquier cosa, discusiones por nada. Al principio peleábamos por orgullo y nos reconciliábamos por agotamiento. Y luego, en la noche, nos queríamos con la inocencia de antes de saber lo delicado que es casi todo.
Y entonces llegó nuestra primera hija: tres libras y cuarto. Tan diminuta, tan blanca, tan viva como un lirio que tiembla. La ataban cables más gruesos que sus manos. Allí, en aquel hospital gélido, aprendí que la alegría no viene sola: trae su sombra prendida al pecho. Nunca había tenido tanto miedo y esperanza juntas. Recuerdo que ese día comí cualquier cosa de la máquina del pasillo: un jugo tibio y una galleta rota. No lloré allí. Lloré en el baño, mientras escuchaba una secadora vieja. Nadie escribe poemas en los pasillos del neonatal. Uno solo espera. Eso también fue amor, aunque no suene bien.
Luego llegó nuestro hijo. Era otra energía: entró, revolucionó la casa, la llenó de movimiento, ruido, desafíos. Y, diez años después, llegó nuestra última hija, como si la vida nos dijera: “Aún pueden comenzar de nuevo”, a pesar de que el cansancio había transformado el cuerpo y las prioridades de nuestro lecho.
Entre aquellos años hubo desvelo, discusiones silenciosas, silencios más pesados que palabras y también esa ternura discreta que surge cuando dos personas sobreviven al caos: amor cansado, pero auténtico; ese que no se muestra, pero está.
Sí: construimos, destruimos, reconstruimos. Más de una vez. Y, cada vez, aprendimos algo nuevo sobre nosotros. Y entonces recuerdo una línea de Idea Vilariño, escrita con una desnudez que desarma:
“Es que yo quiero vivir en la raíz de las cosas”.
Yo también. Pero la raíz no siempre es hermosa: porque a veces está hecha de lo que no se dice, de lo que se perdona sin anunciarlo, de lo que uno guarda como señal del camino.
Y lo pienso ahora, con los años encima: a nadie le enseñan a volver a la casa después de una pelea. Eso se aprende caminando despacio, sin hablar, poniendo el plato en su sitio, haciendo espacio en la cama, dejando que el cuerpo diga lo que las palabras no saben decir. Eso también es raíz. No es metáfora: es recuerdo.
Cuando la memoria se hizo ceniza
Después de muchas estaciones, un día notamos la fisura: no repentina, sino gradual. Porque las palabras quemaban, las miradas eran escudos y la casa estaba repleta de cosas, pero vacía de propósito. Y lo digo sin drama, porque la verdad no necesita exageraciones.
Y, de aquel tiempo, salió un poema; no para ser poema, sino para comprenderme, como quien anota torpemente una herida:
“Y la memoria se hizo ceniza”.
Entonces, en él, lo que éramos se derrumba como bosque incendiado:
Cenizas flotando.
Eran sueños consumidos.
Solo queda el vacío.
Y aquella frase que aún hoy me ahoga:
Eco de lo que pudo ser y no fue.
El tiempo lo va dejando.
Ahí comprendí que el amor no siempre muere con un golpe: se apaga lentamente, como brasas bajo la lluvia. Porque duele no el final, sino el silencio de lo que se extingue mientras permanece, como paredes donde aún cuelgan fotos felices, aunque ya no se hable.
Pero aprendí algo que entonces no sabía: que a veces la ceniza no es derrota. Es señal. Señal de que hubo fuego, de que hubo historia, de que algo cambió y aún no sabemos en qué se convertirá.
La memoria que aún resuena
El tiempo pasó.
Las ruinas se enfriaron.
Y un día, la memoria regresó; no para doler, sino para cantar, como si encontrara un ritmo lento dentro del vacío.
Entonces apareció otro poema: Blues del recuerdo.
No pedía cuentas; pedía claridad, o quizá quietud.
Y allí la misma mujer ya no es sombra: es luz, una luz que no necesita demostrar nada.
Su piel de miel y vinagre es su encargo.
Su toque es suave, sencillo, sin par.
Sus ojos brillan, su luz es radiante.
Como un fulgor que todo lo ilumina.
Así, la memoria fue raíz.
Y el amor fue construcción, destrucción y construcción otra vez.
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