Maria-Zambrano-Alarcon
María Zambrano Alarcón. (Vélez-Málaga, Málaga, 22 de abril de 1904-Madrid, 6 de febrero de 1991)

¿Cómo atraviesa lo poético el espacio del sujeto creador?  En el caso de la lectura que organiza sensaciones verbales, aquello que “se habla” o aparece de repente en la mirada del lector justifica su presencia y existencia verbal mediante el rutario mismo del valor de ser como entidad filosófica.  El tono mismo y el ritmo son la propiedad interna del poema.  Su tamaño es profundidad y espesor, admitiendo que la fluencia de la voz verbal aspira a lo “obrado” por la forma-función del poema-vuelo, el poema-nave y el poema-tema.

¿Puede haber un tiempo que no acoja más voz que el decir de la entidad-palabra?  El poeta, la poeta. Aquellas voces presentes y a la vez lejanas que habitan el pensamiento, pero “se dicen” en el fenómeno, en el suspiro del logos prometeico moderno fundan un tiempo de la palabra-raíz.  Y de eso se trata precisamente, de la modernidad permanente de la palabra poética; de su mención como materia y costumbre de lenguaje.

Basta con mirar y en ese mismo ritmo parece producirse el acto propio de engendramiento del gamma, del alfa, la omega, el ypsilon, poéticos, junto al tema-sema y el sema-rema del poema. No hay espacio donde no se “diga” la relación poesía-filosofía.  Y aquí vale la pena pensar el llamado de María Zambrano desde su obra Filosofía y Poesía (Ed. Fondo de Cultura Económica. México-Madrid, 1993), y a contramovimiento sus esenciales Claros de bosque, desde donde lo poético y la memoria van de la mano caminando por sus intensidades.  Lo erótico, lo erótica, lo clásico y lo moderno del poema están en aquello que marca los caminos de la imagen-meta del lenguaje: el poien y el poiemata que se nutren desde,  la palabra dionisíaca y apolínica, Leopardi, Böhme, Lichtenberg, Novalis, Ponge, Roussel, del veneno, el abismo, la aventura y sus alucinaciones provocadas.

Si bien es cierto que todo “animal sagrado”, así como todo “fuego de la especie” turba al caminante, esa sensación de pérdida que es vínculo entre eros y thánatos no puede más que relatar su íntimo y exterior estar-en-la palabra que es el mundo; atónito mundo que se abre al pensamiento originario de la cosa-sentido.

La reflexión de María Zambrano a propósito de la tensión existente entre filosofía y poesía, logos y poíesis, poesía y pensamiento, poesía y épica, poesía y mística, poesía y metafísica, poesía y origen, marcan el trayecto donde lo poético alcanza su valor en el acto de decir, pensar y conocer.

La filósofa española se interroga en este sentido:

“¿Cuál era esta diferente manera de tener ya la cosa, que hacía justamente que no pudiera nacer la violencia filosófica?, ¿y que sí producía, por el contrario, un género especial de desasosiego y una plenitud inquietante, casi aterradora? ¿Cuál era este poseer dulce e inquieto que calma y no basta? Sabemos que se llamó poesía y ¿quién sabe si algún otro nombre borrado?  Y desde entonces el mundo se dividiría, surcado por dos caminos.  El camino de la filosofía, en el que el filósofo impulsado por el violento amor a lo que buscaba abandonó la superficie del mundo, la generosa inmediatez de la vida, basando su ulterior posesión total, en una primera renuncia.  El ascetismo había sido descubierto como instrumento de este género de saber ambicioso.  La vida, las cosas, serían exprimidas de una manera implacable; casi cruel. El pasmo primero será convertido en persistente interrogación; la inquisición del intelecto ha comenzado su propio martirio y también el de la vida. El otro camino es el del poeta.”

Más adelante y bajo el orden continuo del tiempo y el logos, María Zambrano proporciona más de su visión abierta al pensamiento:

“El poeta no renunciaba ni apenas buscaba, porque tenía. Tenía por lo pronto lo que ante sí, ante sus ojos, oídos y tacto, aparecía; tenía lo que miraba y escuchaba, lo que tocaba, pero también lo que aparecía en sus sueños, y sus propios fantasmas interiores mezclados en tal forma con los otros, con los que vagaban fuera, que juntos formaban un mundo abierto donde todo era posible. Los límites se alteraban de tal modo que acababa por no haberlos. Los límites de lo que descubre el filósofo, en cambio, se van precisando y distinguiendo de tal manera que se ha formado ya un mundo con su orden y perspectiva, donde ya existe el principio y lo “principiado”; la forma y lo que está bajo ella.” (pp. 17-18).

Es importante destacar lo que persigue y ha perseguido desde siempre la poesía:

“La poesía perseguía, entre tanto, la multiplicidad desdeñada, la menospreciada heterogeneidad.  El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas, a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve, ni a un matiz de la sombra que arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en ausencia suscita. ¿Es que acaso al poeta no le importa la unidad? ¿Es que se queda apegado vagabundamente -inmoralmente-  a la multiplicidad aparente, por desgana y pereza, por falta de ímpetu ascético para perseguir esa amada del filósofo: la unidad?” (p. 19).

Según María Zambrano, el vuelo y la palabra asimilan visión, fluencia de habla y cierta unidad:

“De no tener vuelo el poeta, no habría poesía, no habría palabra.  Toda palabra requiere un alejamiento de la realidad a la que se refiere; toda palabra es también, una liberación de quien la dice.  Quien habla, aunque sea de las apariencias, no es del todo esclavo; quien habla, aunque sea de la más abigarrada multiplicidad, ya ha alcanzado alguna suerte de unidad, pues que, embebido en el puro pasmo, prendido a lo que cambia y fluye, no acertaría a decir nada, aunque este decir sea un cantar”. (p. 21)

¿Qué quiere el filósofo y qué quiere el poeta en este proceso recesivo y dialéctico, según María Zambrano?

“El filósofo quiere lo uno, porque lo quiere todo, hemos dicho.  Y el poeta no quiere propiamente todo, porque teme que en este todo no esté en efecto cada una de las cosas y sus matices; el poeta quiere una, cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción ni renuncia alguna.  Quiere un todo desde el cual se posea cada cosa, más no entendiendo por cosa esa unidad hecha de sustracciones. La cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento, sino la cosa complejísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás”.

Sugiere la filósofa en este sentido que:

“Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es; sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa, pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás. El poeta saca de la humillación del no ser a lo que en él gime, saca de la nada a la nada misma y le da nombre y rostro.  El poeta no se afana para que de las cosas que hay, unas sean, y otras no lleguen a este privilegio, sino que trabaja para que todo lo que hay y lo que no hay, llegue a ser. El poeta no teme a la nada.” (pp. 22-23)

Debido a la tensión-filosofía-poesía se produce una diferencia entre el logos filosófico y el logos poético que explica desde el origen-fundamento la filósofa:

Así es, sin duda: el poeta alcanza su unidad en el poema más pronto que el filósofo. La unidad de la poesía baja en seguida a encarnarse en el poema y por ello se consume aprisa.  La comunicación entre el logos poético y la poesía concreta y viva es más rápida y más frecuente; el logos de la poesía es de un consumo inmediato, cotidiano; desciende a diario sobre la vida, tan a diario, que, a veces, se la confunde con ella.  Es el logos que se presta a ser devorado, consumido; es el logos disperso de la misericordia que va a quien la necesita, a todos los que lo necesitan.” (p.23)

La unidad del poema se convierte en desafío del sujeto filosófico y así, la poesía aspira a la dialéctica unidad-des-unidad, poíesis-pensamiento, totalidad-no-totalidad. ¿Qué se plantea la poesía en este sentido?

“La poesía humildemente no se planteó a sí misma, no se estableció a sí misma, no comenzó diciendo que todos los hombres naturalmente necesitan de ella.  Y es una y es distinta para cada uno. Su unidad es tan elástica, tan coherente que puede plegarse, ensancharse y casi desaparecer; desciende hasta su carne y su sangre, hasta su sueño.” (p.24)

¿Es la poética un sujeto para la acción? ¿Qué es lo que hace como voluntad y presencia el poeta?  ¿Qué es lo que advierte o puede entrever el poeta?

“El poeta no toma jamás una decisión, es cierto.  El poeta soporta únicamente este vivir errabundo y como sin asidero. Soporta el vivir instante a instante, pendiente de otro a quien ni siquiera conoce.  Entrevé algo en la niebla y esto que entrevé es fiel hasta la muerte, fiel de por vida. Y no le exige, como el filósofo, ver su cara para entregarse a él.  No lucha al modo de Jacob, con el ángel.  Acepta y aun anhela ser vencido.” (p.45)

Según María Zambrano, la relación entre poesía y mística proviene de la contradicción del logos en un recorrido que quiere ser auténtico y grave:

“Y es que la poesía ha sido en todo tiempo, vivir según la carne.  Ha sido el pecado de la carne hecho palabra, eternizado en la expresión, objetivado.  El filósofo a la altura en que Platón había llegado, tenía que mirarla con horror, porque era la contradicción del logos en sí mismo al verterse sobre lo irracional.  La irracionalidad de la poesía se concentraba así en forma más grave: la rebeldía de la palabra, la perversión del logos funcionando para descubrir lo que debe ser callado, porque no es. En suma, una falsa verdad.  Verdad porque se muestra como la verdad en la palabra, por el camino de su aparición. Y falsa porque descubre lo que, por no alcanzar el supremo rango de ser, no tiene por qué manifestarse. La poesía era una herejía ante la idea de verdad de los griegos.  Y también lo era ante su exigencia de unidad, porque traía la disposición del modo más peligroso: fijándola.  Herejía también ante la moral y ante algo más grave que la moral misma y anterior a ella, ante la religión del alma (orfismos, cultos dionisíacos), porque era la carne expresada, hecha ante por la palabra.” (p.47)

¿Qué era para la filósofa el cuerpo como tumba, esto es, el soma-sema?

“El cuerpo como tumba era una imagen órfica que el mismo Platón llegó a usar con toda energía.  La consideración de las pasiones como adversas a la imagen pura del alma aparece continuamente y con toda claridad, claridad poética, justo es confesarlo.”  (p.48)

Es así como el horizonte de pensamiento cobra significación en su cauce:

“Las consecuencias habían de ser incontables, no solamente para la poesía, sino para la vida entera. La poesía no era ya cuestión, sino en cuanto que ella sigue siendo el vivir según la carne de la manera más peligrosa para el ascetismo filosófico: vivir según la carne, no por virtud de ese primer movimiento espontáneo de todo ser viviente al apegarse a su propia carne.  No, poesía es vivir en la carne, adentrándose en ella, sabiendo de su angustia y de su muerte.” (p.57)

La locura del cuerpo, el logos, la carne y la salvación atraviesan el poema como creación y mística, como pensamiento y ascensión, pero además como amor y locura del cuerpo:

“Salvar las apariencias y salvar el alma.  No se podía llegar a más, aun a costa de la condenación de la poesía y del desprendimiento de la “locura del cuerpo”. El logos no podía aún descender hasta la carne.  Era necesario, irremisible, que en Platón la filosofía que es teología y es mística, apareciera con irreconciliable enemistad para los poetas y su sueño. La razón decisiva era que se proponía salvar lo que la poesía solamente lamentaba; pretendía dar vida, no la vida pasajera, sino otra vida más allá de la mordedura del tiempo, a este mundo adorado de la belleza del que la poesía únicamente supo llorar su destrucción, lamentar su continua muerte, su naufragio en los mares del tiempo. Porque la poesía y sobre todo la poesía lírica, era en Grecia llanto, agonía del alma ante el dolor, ante el placer, ante el amor, ante el amor más que nada. Porque en el amor está la cuestión verdadera. El amor es cosa de la carne; es ella la que desea y agoniza en el amor, la que por él quiere afirmarse ante la muerte. La carne por sí misma, vive en la dispersión; más por el amor se redime, pues busca la unidad.  El amor es la unidad de la dispersión carnal, y la razón de la “locura del cuerpo”.   (p.61)

Odalís G. Pérez

Escritor

Miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua

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