A raíz de las discusiones acontecidas a lo largo del último año sobre la fusión del MESCYT con el MINERD, en el seno de organizaciones relevantes del sistema dominicano de educación superior, ciencia y tecnología, como la Asociación Dominicana de Rectores de Universidades (ADRU), en el diálogo intersectorial he sido invitado en más de una oportunidad para conversar sobre el papel de las políticas de Ciencia, Tecnología e Innovación (CTI) y sobre cómo deberían ser abordadas en el contexto de la fusión ministerial. En tal sentido, es necesario entenderlas un poco más sin que aquí se pretenda agotar un tema de cierta complejidad y densidad analítica.
¿Qué son las políticas de CTI? En el debate contemporáneo sobre desarrollo, las políticas de CTI han ganado centralidad como marcos integrados capaces de conectar conocimiento, capacidades tecnológicas e innovación productiva. La lógica es clara: la ciencia genera conocimiento, la tecnología lo convierte en aplicaciones y la innovación lo traduce en valor económico y social. Separar estas dimensiones en políticas fragmentadas (una para la ciencia, otra para la tecnología y otra para la innovación) conduce a esfuerzos dispersos y escasa sinergia. Por ello, la tendencia actual es hablar de políticas de CTI como un continuo integrado, que articula las distintas piezas de un sistema nacional de innovación (SNI), entre cuyas funciones principales se encuentra la generación, acumulación de conocimientos y capacidades y su transferencia y aplicación para el fomento de políticas de desarrollo productivo y el abordaje de los desafíos más amplios del crecimiento y las dinámicas del desarrollo.
No obstante, conviene matizar algunos puntos. Tradicionalmente se hablaba de política científico-tecnológica (CyT) para referirse al conjunto de acciones públicas orientadas a financiar investigación, formar capital humano avanzado y sostener la infraestructura de laboratorios e institutos. Su función era garantizar la producción de conocimiento y su aplicación técnica. El problema es que, en ausencia de instrumentos para difundir y utilizar ese conocimiento, la CyT quedaba encapsulada en el ámbito académico. De ahí que se incorporara la dimensión de la innovación, entendida como el proceso que permite convertir conocimiento en productividad, empleo y bienestar.
En este punto, se genera el enlace entre políticas de CTI y políticas de desarrollo productivo, que pueden abarcar políticas sectoriales como la industrial, la agropecuaria, la turística, o de semiconductores, entre otras. Estas políticas buscan transformar la estructura productiva para aumentar productividad, diversificación, sofisticación y la competitividad mediante subsidios, aranceles o créditos dirigidos. Por su parte, las políticas de CTI proveen los insumos críticos: conocimiento, capacidades científicas y tecnológicas, y mecanismos de innovación. Sin políticas de CTI, las políticas sectoriales de desarrollo productivo corren el riesgo de quedar atrapada en bajo valor agregado, como ocurre en economías dependientes de servicios de limitado contenido tecnológico.
La República Dominicana acumula una experiencia interesante en el desarrollo de marcos sectoriales en turismo, energía, industria o zonas francas. En el caso de la política industrial y bajo el enfoque del modelo de sustitución de importaciones impulsado por la CEPAL en las décadas de los años 60s y 70s del pasado siglo, el país vivió la oleada más importante de industrialización de la segunda mitad del siglo veinte. Ese período coincide con la expansión del modelo de crecimiento y de acumulación de capacidades con la llegada de los primeros doctores en ciencias (principalmente en el sector agropecuario), que tuvieron y han tenido un impacto no estudiado en el desarrollo del sector agropecuario dominicano y en su competitividad posterior, sobre todo en el Cibao Central.
El epítome de este período fue la ley 299 de 1968 sobre incentivos y protección industrial gracias a la cual se crearon los modernos polígonos industriales como la Zona Industrial de Herrera y todo el andamiaje que ofreció apoyo como el antiguo Instituto Dominicano de Tecnología Industrial (INDOTEC) del Banco Central, reconvertido en el Instituto de Biotecnología e Industria. Esta ola de industrialización corrió de forma paralela con la modernización del sector agropecuario, con la creación de las estaciones experimentales del actual Ministerio de Agricultura o de Instituciones como el Instituto Superior de Agricultura (ISA) a principios de la década de los 60s o con la promoción de las escuelas vocacionales. Fue también el período de la primera expansión del sistema dominicano de educación superior entre 1961 y 1980. Durante el auge de las políticas industriales de la década de los años 70s, la inversión dominicana en investigación y desarrollo (I+D) llegó a situarse en el 0.35% del PIB, más de 100 veces lo que se contabiliza en la actualidad (0.003% del PIB), con un impacto que todavía resuena.
Experiencias posteriores como la Iniciativa para la Cuenca del Caribe de la administración Reagan de la década de los 80s, impulsaron el modelo de las llamadas Plantas Gemelas que implicaba el diseño y manufactura en Puerto Rico y en Dominicana, respectivamente, siendo la base del posterior régimen de zonas francas. El caso dominicano de los años 70s y 80s es paradigmático en toda la región y sin llamarla como tal, la política industrial de la época combinaba elementos de políticas de innovación, ya que se buscaba dinamizar sectores, incentivar la adopción tecnológica y apoyar la competitividad de las empresas.
En la actualidad y desde una lógica transversal, la respuesta a la tensión entre los distintos tipos de políticas es precisamente la noción de políticas de CTI, que ofrece un paraguas holístico: integra la CyT como base de conocimiento, la innovación como mecanismo de transferencia y uso, y las políticas de desarrollo productivo como espacio de aplicación sectorial. Así, mientras la política de CyT provee la oferta de conocimiento, las demás políticas facilitan su absorción en el tejido social y en el aparato productivo. En otras palabras, las políticas CTI no se limitan a escoger ganadores sectoriales (el exitoso, aunque costoso modelo de política industrial de Corea del Sur de los años 70s y 80s), sino a crear condiciones de base para que la innovación florezca en múltiples ámbitos. La I+D constituye el corazón de las políticas de CTI. Su función es generar nuevo conocimiento, tecnologías y soluciones, que luego pueden escalar a procesos de innovación.
De acuerdo con fuentes como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, los motores en los que se ha sustentado el exitoso modelo de crecimiento desde inicios del presente siglo muestran signos de agotamiento. La baja inversión dominicana en I+D revela la fragilidad para competir en una economía intensiva en conocimiento, muy lejos de los promedios de América Latina (0.69% del PIB regional), que sigue muy bajo comparado con el bloque de la OCDE (alrededor del 2% del PIB). Sólo Brasil llega al 1% del PIB y mientras que el resto de los países más avanzados en la región (incluyendo Costa Rica o México), se sitúan entre el 0.3% y el 0.5% del PIB, lo que representa un esfuerzo decenas de veces superior a lo que ocurre en Dominicana.
Ahora bien, la política de CTI no debe confundirse con otras agendas como la transformación digital, tan populares en la administración pública ya que tienen un alcance distinto: buscan modernizar trámites, servicios y gestión burocrática mediante tecnologías digitales. Son agendas instrumentales, administrativas, que mejoran la eficiencia del Estado, pero no generan capacidades científicas ni potencian la innovación sistémica. Confundirlas con políticas de CTI conduce a un sesgo cortoplacista muy costoso: se invierte en plataformas digitales mientras se posterga la inversión en I+D y formación de talento STEM. En una economía como la dominicana, atrapada en la trampa de la renta media la distinción es vital.
Volvamos a la fusión MESCYT-MINERD, uno de cuyos puntos críticos (al menos en las versiones conocidas del anteproyecto de ley) es su obvio y pobre tratamiento a la investigación como función sustantiva de la vida universitaria. A nivel internacional las universidades producen entre el 70% y el 80% de la investigación y son espacios clave para la acumulación de capacidades científicas, la formación de capital humano y la cooperación con empresas y Estado en una lógica de triple hélice. Si se les priva de incentivos y políticas específicas, tenderán a replegarse a la docencia masiva, incapaces de sostener proyectos de investigación ni redes de innovación que les permitan integrarse al aparato productivo.
Normalmente me preguntan ¿cómo han evolucionado las universidades dominicanas? Gracias a la ley 139-01 de educación superior, ciencia y tecnología y al despliegue de instrumentos de políticas de CTI como el Fondo Nacional de Innovación y Desarrollo Científico y Tecnológico (FONDOCYT), el cambio ha sido importante, si bien aún estamos lejos de países con los que dado el nivel de renta per cápita podemos compararnos, como Costa Rica o Panamá. Por supuesto, se debe tomar en cuenta las limitaciones del sistema dominicano de educación superior, centrado en docencia y con una baja presencia de doctores. A pesar de esto, por medio de los programas de becas del MESCYT y de la financiación altamente limitada (recordemos que alrededor del 70% del presupuesto del MESCYT corresponde a la asignación del presupuesto de la UASD), se nota un impacto en la capacidad de articulación científico-tecnológica. La siguiente figura lo describe con datos de publicaciones científicas indexadas en Scopus, una de las referencias mundiales del flujo de conocimiento.
Entre los años 2005 y 2007 despegó el FONDOCYT con una financiación muy tímida, pero con un claro impacto a partir de 2010 (actualmente menos de DOP 400 millones, un monto irrisorio con relación al PIB). Detrás de cada artículo indexado en Scopus se desarrolla un gran esfuerzo que incluye competir por fondos, desarrollar una investigación y luego sistematizar sus resultados en un proceso de divulgación altamente competitivo, que sólo lo que lo vivimos regularmente sabemos lo que implica, ya que indexar adecuadamente se puede tomar entre 2 y 4 cuatro años (considerando el ciclo completo de producción científica). Pero, sobre todo los datos de producción hablan del fortalecimiento gradual de capacidades universitarias, de la incorporación de doctores que de otra forma estarían fuera del país, pero también de infraestructuras, de laboratorios que a su vez han servido para que las universidades dominicanas principales se puedan acreditar a nivel internacional en medicina o ingenierías. Vale afirmar que alrededor del 80% de toda la producción científica dominicana corresponden al INTEC, PUCMM, UNPHU, UASD y UNIBE (en orden alfabético), ni hablar de que por primera vez las universidades dominicanas lideran la generación de patentes nacionales y que aparecen en rankings internacionales. Todo esto impacta de forma directa en el perfil científico tecnológico de la economía dominicana que se puede capturar por el impacto ponderado del país, pero ese es otro tema. Creo que se ha hecho muy poco por divulgar los avances del sistema dominicano de educación superior, lo que no quiere decir que no se reconozcan sus desafíos estructurales.
En todo caso la fusión no puede soslayar ni tratar de manera difusa la investigación como función sustantiva de la universidad ni suprimir las políticas de CTI para dejarlas para un futuro lleno de incertidumbre. Deben ser incorporadas de forma explícita. Además, vale recodar el mandato constitucional consignado en el artículo 63 de la carta magna, de promover la educación superior, la ciencia y tecnología, así como dispositivos contenidos en la Estrategia Nacional de Desarrollo (ley 1-12). De no abordar la investigación y las políticas de CTI y de fortalecer instrumentos como el FONDOCYT, desde una perspectiva schumpeteriana, se perdería la oportunidad de generar nuevas combinaciones institucionales que fortalezcan el SNI. En cambio, fortalecer el papel de las universidades permitiría que casos como el respirador AirINTEC, desarrollado durante la pandemia por el INTEC, no sean excepciones, sino la norma de un país capaz de innovar con autonomía. De lo contrario la fusión no valdría la pena.
Desde el punto de vista del diseño de políticas públicas avanzadas de CTI, cabría preguntar: ¿se creará alguna vez un ministerio de ciencia y tecnología como el que tiene Costa Rica desde 1990 o como los que poseen países como Brasil, Colombia, Chile o México? De materializarse la fusión, ¿dónde y cómo quedaría la política científico-tecnológica del Estado dominicano (política de CTI) para que cumpla su papel y mandato constitucional? ¿A qué modelo de educación superior aspiramos? ¿Qué pasara con la autonomía universitaria como es entendida en la Constitución? Por supuesto que la fusión puede ser viable, pero el MESCYT no sólo es educación superior, es también el único espacio institucional de políticas científicas y tecnológicas. ¿Qué el MESCYT puede mejorar? Sin dudas, todo puede hacerse mejor, aún con las capacidades limitadas que tenemos en materia de gestión de las políticas de CTI.
En definitiva, la conveniencia de hablar de política de CTI en el contexto de la fusión reside en que permite articular bajo un mismo marco analítico el fortalecimiento de la triple hélice del SNI dominicano. Solo así se puede evitar que la fusión ministerial sea un gesto gatopardiano y convertirla, en cambio, en una apuesta schumpeteriana por la destrucción creadora que siente las bases de un desarrollo productivo intensivo en conocimiento, congruente con las políticas y las metas presidenciales orientadas a mejorar la competitividad y a duplicar el PIB hacia 2036. Un primer paso sería redefinir un marco integrado de políticas de CTI compatible con las metas presidenciales que, entre otros objetivos de acumulación de capacidades, permita incrementar gradualmente la inversión en I+D entre el 0.3% y 0.5% del PIB hacia 2030.
Compartir esta nota