Vivimos en una era de algoritmos que prometen resolverlo todo —desde dilemas morales hasta la receta del éxito en 48 horas—. Pero conviene recordar una obviedad: sin universidades libres, no hay civilización que perdure.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, estudiar una carrera era un privilegio reservado a una élite diminuta. A inicios del siglo XX, apenas 500,000 estudiantes estaban matriculados en instituciones de educación superior en todo el planeta —una cifra ínfima frente a los más de 1,600 millones de habitantes del mundo en ese entonces—.
En términos relativos, esa matrícula global representaba una tasa bruta de matriculación inferior al 1 % de la población en edad universitaria. Todavía en 1950, apenas 3.4 % de los jóvenes del Reino Unido podía acceder a la universidad. En América Latina, las tasas eran ridículamente más bajas. La humanidad del saber cabía entonces en unos cuantos campus, dispersos entre Europa y América del Norte.
Y sin embargo, de los escombros de la devastadora Segunda Guerra Mundial surgió algo extraordinario: la idea de que pensar debía dejar de ser un privilegio y convertirse en un derecho universal. La creación de la UNESCO en 1945, la expansión del Estado de bienestar y el reconocimiento de la autonomía universitaria marcaron un punto de inflexión en la historia humana.
Antes de ese cambio, el destino solamente se heredaba. El hijo de un campesino, en el 99 % de los casos, heredaba no solo la tierra, sino también el oficio y las limitaciones de su padre; el del obrero, sus mismas herramientas; y la mujer, el silencio impuesto de no poder estudiar. La educación era el reflejo más fiel de la desigualdad. Pero con el auge de las universidades públicas y privadas, las becas y la masificación educativa de posguerra, nació la movilidad social moderna.
Las aulas se llenaron de los hijos de quienes jamás habían cruzado un campus. Los empleos dejaron de depender del apellido y comenzaron a depender del mérito, del esfuerzo y del conocimiento.
Surgió una nueva clase media profesional —médicos, maestros, ingenieros, técnicos, científicos— que redefinió la estructura económica y moral del planeta.
Sí: fue la universidad la que cambió el orden del mundo. De nuestros pasillos salieron millones que, por primera vez, pudieron vivir mejor que sus padres. Lo que antes se heredaba —la pobreza, la ocupación, el silencio— empezó a romperse con la educación superior.
Por eso, cuando alguien hoy desprecia las universidades o intenta reducirlas a un simple servicio para competir con cualquier cosa que prometa dinero rápido, olvida que fue la educación superior la que convirtió la herencia del privilegio en oportunidad y la resignación en esperanza.
La universidad no solo enseñó a comprender, investigar y crear: enseñó a soñar con un futuro distinto y a construirlo. Fue el laboratorio donde la humanidad ensayó su propia transformación. Allí nació la idea de que la educación no solo cambia vidas, sino que puede reinventar el destino mismo de los pueblos.
En apenas setenta años, nuestro planeta pasó de unos pocos cientos de miles de estudiantes a más de 260 millones de matriculados en educación superior, con una tasa bruta global de matriculación del 39 %, según datos recientes de la UNESCO.
Este indicador —conocido como Gross Enrolment Ratio (GER), o tasa bruta de matriculación global— mide el número total de estudiantes en educación terciaria, sin importar su edad, en relación con la población en edad universitaria.
Lo que fue privilegio se volvió posibilidad. Lo que fue sueño se convirtió en política. Y todo, gracias a una revolución silenciosa: la educación como vía de emancipación.
Esa conquista —que costó milenios de exclusión, persecución y censura— hoy parece haberse dado por sentada, como si fuera algo natural.
Por eso duele ver cómo, entre luces LED y discursos de tres minutos, algunos venden la idea de que la universidad es innecesaria. Que basta con “aprender lo que deje dinero” o “tomar un curso de 35 minutos para cambiar tu vida”.
Ese es el nuevo populismo cognitivo: la banalización del conocimiento envuelta en marketing emocional y vendida como revelación.
Confunden la accesibilidad con la profundidad, y el éxito rápido con el conocimiento verdadero.
Lo curioso es que la universidad no compite con ellos: porque los antecede y los supera.
Muchos dicen que la universidad no se adapta con rapidez. Esto es falso. Ninguna otra institución ha cambiado tanto en tan poco tiempo, incorporando nuevas metodologías, tecnologías y formas de enseñanza sin perder su esencia.
Desde hace décadas, miles de universidades en el mundo ofrecen, dentro de sus programas de educación continua, talleres, microcredenciales, diplomados, cursos técnicos y programas flexibles que acompañan el aprendizaje a lo largo de la vida, junto con una amplia cartera de actividades que conectan a sus estudiantes con las últimas tendencias del conocimiento y del mercado: conferencias, congresos, paneles, ferias, debates y espacios de diálogo académico que se renuevan constantemente al ritmo de la sociedad.
Paradójicamente, aquello que hoy los profetas del atajo venden como “revolución del aprendizaje” nació en las propias universidades: la idea de que la educación puede ser continua, abierta y diversa.
Pero ahí está la diferencia: para la universidad, esa flexibilidad no es un fin comercial, sino una extensión natural de su misión formativa. Enseñar, investigar y servir siguen siendo los tres pilares que la sostienen.
Ninguna institución está más al día —ni más conectada con el conocimiento auténtico— que la universidad.
La innovación, la investigación, la técnica y la flexibilidad no son concesiones: son la forma contemporánea en que la universidad cumple su misión de siempre, en equilibrio con aquello que ninguna moda podrá reemplazar jamás: el arte —insustituible— de pensar, crear y comprender.
Por eso, no está en juego la velocidad del aprendizaje, sino su profundidad: el verdadero peligro es confundir la inmediatez con la sabiduría y el acceso a la información con el acto de comprender.
Y no porque enseñar o aprender en línea sea un error —al contrario, es una de las conquistas más valiosas de nuestro tiempo—, sino porque convertir la ignorancia en espectáculo y el pensamiento en mercancía nos empobrece como sociedad.
Los verdaderos desafíos de la academia no provienen de quienes enseñan o aprenden en nuevos formatos —esos también aportan—, sino de los profetas del atajo: esos que proclaman que el conocimiento profundo es innecesario, confunden la influencia con el saber y hacen negocio con la simplificación del mundo.
Son los sofistas del siglo XXI —aquellos herederos modernos de los oradores griegos que hacían de la palabra un negocio más que una búsqueda de verdad—: maestros del eslogan, expertos en convertir una ocurrencia en dogma y un tutorial en ideología —una más entre las tantas que confunden el ruido con el pensamiento. Hablan con tono de revelación, pero rara vez soportan una pregunta sin cámara ni público.
Prefieren la escena al argumento, el aplauso al pensamiento y la viralidad al rigor.
Y cuando alguna vez debaten, no lo hacen para comprender, sino para montar un espectáculo: seleccionan sus mejores segundos, los adornan con efectos y los lanzan a las redes como munición simbólica, más interesados en fabricar memes del otro que en iluminar una idea.
La universidad, en cambio, enseña a mirar por debajo del titular, a cuestionar la fuente, a sostener la duda sin miedo.
Nos enseña que no todo lo útil es verdadero ni todo lo rentable es ético.
Porque el propósito último de la educación no es tener todas las respuestas, sino aprender a formular las preguntas correctas.
Y aunque no lo digan en sus videos, las universidades también están ahí: formando técnicos, diseñando programas híbridos, utilizando inteligencia artificial en los laboratorios, creando currículos flexibles que se ajustan al pulso del mercado sin renunciar al alma del conocimiento.
Esa es la esencia de las universidades verdaderamente comprometidas: las que innovan sin traicionar su misión y hacen del conocimiento un bien público, sin importar si son públicas o privadas.
La inteligencia artificial no amenaza a la universidad: la desafía.
Es el espejo más honesto que hemos tenido en siglos: refleja lo que hacemos bien, lo que olvidamos enseñar y, sobre todo, lo que todavía nos resistimos a aprender.
Y quien teme ese espejo no teme a la máquina, sino a su propia falta de pensamiento.
Porque sí: es verdad que un curso práctico puede enseñarte a usar una herramienta que monetiza en el momento, pero solo la educación formal te enseña a entender por qué, cuándo y con qué consecuencias usarla.
Y esa diferencia es lo que separa a una sociedad avanzada de una sociedad domesticada.
Un país con academias débiles será siempre un país débil. Por eso debemos cuidar cada aula, cada laboratorio y cada maestro: ahí se defiende el futuro.
No hay innovación sin conocimiento, ni libertad sin criterio.
Las universidades son la memoria y el motor de lo que —quiero pensar— sigue siendo nuestra humanidad: los lugares donde se construye la ciencia, la ética, la medicina, la democracia y la tecnología que hoy los propios críticos utilizan para despreciarlas.
Así que cuando alguien te diga que “la universidad no sirve”, recuérdale que lo dice con una gramática que no inventó, usando un micrófono que no diseñó, sobre una red global creada por ingenieros que pasaron por las aulas que hoy él desagradece.
La educación nunca será el problema: siempre será la razón por la que aún exista esperanza.
Sí, el mundo cambia cada día. Pero mientras el algoritmo te emociona con la tendencia del momento, alguien tiene que sostener el timón.
Y ese alguien —aunque no venda fórmulas de éxito en tres pasos ni hable con filtro de neón— sigue siendo, y será siempre, la universidad.
Porque la universidad no es solo un edificio ni un plan de estudios: es el acto colectivo más sublime con que la humanidad ha intentado civilizarse a sí misma.
Es donde un joven que nació sin privilegios aprende que puede crear, descubrir, transformar; donde una mujer que durante siglos no podía estudiar se convierte en científica, médica, arquitecta, presidenta.
Es donde los pueblos aprenden a debatir sin matarse, sin rendirse a la lógica de los views, a disentir con argumentos, a crear riqueza sin devorar su alma.
Cuando todo lo demás se derrumba —los gobiernos, las modas, las redes, los slogans—, la universidad sigue ahí, tejiendo la memoria de lo que somos y el mapa de lo que podríamos ser.
Estoy convencido de que quienes hoy dudan de ella quizá lo hacen porque ignoran que sus libertades, sus derechos y hasta su capacidad de cuestionarla nacieron de esas mismas aulas que desprecian.
Como diría cualquier sociedad que ha aprendido de su historia: la educación superior nunca será un gasto que reducir, sino la inversión más noble que puede hacer un pueblo en su propia libertad.
Porque no hay acto más bello, ni más exigente, que el de aprender a pensar —y tener el valor de hacerlo— por uno mismo.
Aquí nace —y cada día se renueva— la libertad.
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