En los últimos días se ha presentado a la Dirección General de Migración (DGM) como una institución “abierta” y “transparente”. Sin embargo, este énfasis en la transparencia contrasta con hechos recientes que revelan una brecha entre el discurso institucional y las responsabilidades legales, éticas y humanas del Estado dominicano.
No es posible elogiar la transparencia de un organismo que mantiene a una madre y a su bebé en un centro de detención migratoria, en condiciones que diversas organizaciones han calificado como inadecuadas, y donde el menor falleció estando bajo custodia estatal. Estos hechos no son incidentes aislados: revelan problemas estructurales en la política migratoria y en la protección de derechos fundamentales.
Desde el plano legal, la Constitución dominicana es clara: el Estado debe garantizar la dignidad humana, el derecho a la vida, a la integridad personal y al debido proceso a todas las personas que se encuentren en su territorio, sin distinción de nacionalidad o estatus migratorio. En el caso de niños, niñas y adolescentes, el principio del interés superior del niño obliga a que cualquier actuación estatal priorice su protección y bienestar.
La detención de menores, especialmente bebés, en instalaciones no diseñadas para albergar personas vulnerables, es incompatible con estos principios. Además, los tratados internacionales ratificados por República Dominicana —incluyendo la Convención sobre los Derechos del Niño y la Convención Americana sobre Derechos Humanos— establecen que la privación de libertad de menores solo puede utilizarse como medida excepcional, por el tiempo más corto posible y bajo condiciones estrictamente reguladas. Lo ocurrido en los centros de detención migratoria contradice estos compromisos.
Las personas migrantes —documentadas o no— siguen siendo personas. Y un Estado que se reconoce democrático no puede permitir que la muerte de una niña bajo custodia oficial se convierta en un hecho aceptable o previsible.
Desde el plano humano, resulta preocupante la tendencia a normalizar la vulnerabilidad extrema de las personas migrantes. Cuando se describe la muerte de una menor como una “consecuencia de la desatención propia de los inmigrantes indocumentados”, se desplaza la responsabilidad del Estado hacia quienes menos capacidades tienen de protegerse. Se privilegia una lectura racista e inhumana que ignora el contexto real, donde muchas de estas familias enfrentan barreras estructurales para acceder a servicios básicos, incluidos los hospitales públicos. Convertir esa exclusión forzada en culpa individual distorsiona la verdad: no se trata de “desatención”, sino de imposibilidad creada por políticas que penalizan la pobreza y el origen. Esta narrativa deshumaniza, invisibiliza y, en última instancia, justifica prácticas que un sistema democrático debería revisar con urgencia.
Las personas migrantes —documentadas o no— siguen siendo personas. Y un Estado que se reconoce democrático no puede permitir que la muerte de una niña bajo custodia oficial se convierta en un hecho aceptable o previsible.
En el plano de los derechos humanos, el debate debe superar la idea de transparencia como fin en sí mismo. La transparencia es útil solo si abre la puerta a una revisión crítica de las prácticas institucionales y si permite corregir violaciones o riesgos. Una institución puede ser transparente y, aun así, vulnerar derechos. La pregunta clave es si la DGM está cumpliendo sus obligaciones en materia de protección, trato digno, acceso a la salud, protocolos para menores y garantías procesales.
Mientras continúe la detención de niños y persistan las condiciones que permitieron la muerte de una menor bajo custodia estatal, la transparencia no puede ser celebrada como logro, sino examinada como un punto de partida para exigir responsabilidades y reformas urgentes.
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