La afirmación repetida de que “en República Dominicana no existe el racismo” se ha convertido en un estribillo nacional. Se enuncia con convicción en foros, medios y conversaciones cotidianas, como si bastara nombrar la armonía para que esta fuera real. Sin embargo, uno de los mecanismos más persistentes del racismo es su capacidad para borrarse, para simular inocencia mientras organiza cuerpos, oportunidades y destinos. En esa operación que Pierre Bourdieu llamó violencia simbólica, lo desigual se vuelve natural y lo evidente se diluye en opinión.

La negación del racismo no es un fenómeno exclusivamente dominicano. Brasil insistió durante décadas en su democracia racial mientras las desigualdades recaían sobre la población negra. En Estados Unidos, políticos del Sur defendían la segregación como un sistema que beneficiaba a todos. Francia proclamaba que la República no reconoce comunidades, a la vez que marginaba a árabes, africanos y habitantes de las zonas periféricas o suburbios de las grandes ciudades (banlieues). Sudáfrica sostuvo que el apartheid no era discriminación, sino un modelo donde cada grupo se desarrollaba por separado. En todos estos casos, la negación funcionó como arquitectura ideológica que sostenía jerarquías raciales mientras fingía neutralidad.

En la República Dominicana, este patrón adquiere un matiz particular, pues el racismo se niega al tiempo que se ejerce y la negación misma se vuelve parte del repertorio cultural. Lo haitiano y todo lo que se le parezca ha sido convertido históricamente en un espejo donde la nación define su diferencia. Ese proceso no ha sido espontáneo, sino construido desde el Estado, la escuela, la prensa y las élites que moldearon el imaginario nacional del siglo veinte.

Joaquín Balaguer, en su libro La isla al revés, interpretó la presencia haitiana como amenaza natural. Afirmó que el negro haitiano representaba un peligro biológico para la nación y que el país corría el riesgo de ser absorbido por la raza negra de Haití. Su invocación absurda de una supuesta raza dominicana funcionaba como recurso destinado a fijar una unidad racial inexistente mientras legitimaba temores y exclusiones presentadas como deber patriótico. La negación explícita de ser racista era, paradójicamente, la condición que le permitía desplegar una visión profundamente racializada.

Manuel Arturo Peña Batlle reforzó esta narrativa. En su discurso en Villa Elías Piña el 16 de noviembre de 1942, como parte del plan de “dominicanización”, aseguró que la frontera era una valla étnica, social y religiosa infranqueable y describió al haitiano como sujeto indeseable, de raza netamente africana, portador de vicios y enfermedades. Su llamado a actuar con dureza y sin miramientos no fue un arrebato aislado, sino doctrina de Estado. El fundamento era siempre el mismo, negar el carácter racial del argumento para presentarlo como defensa nacional.

Pero las preguntas permanecen. Han desaparecido esas construcciones ideológicas que insisten en marcar superioridades e inferioridades entre lo dominicano y lo haitiano. Se vive hoy la negritud como orgullo o persiste como marca que provoca vergüenza, discriminación y prejuicios. La respuesta no surge de discursos oficiales, sino de la vida diaria.

La historia del racismo es también la historia de su capacidad para mutar. Puede manifestarse en su forma extrema como el exterminio indígena o la maquinaria nazi o puede camuflarse en leyes y separaciones silenciosas como el apartheid o la segregación estadounidense. También sabe volverse pequeño y cotidiano, deslizarse en chistes que se presentan como relajo, en la ausencia o instrumentalización de personas afrodescendientes en la publicidad, en el policía que detiene a unos y deja pasar a otros, en el consejo de alisar el pelo, en la mirada que decide quién es presentable y quién no.

En República Dominicana, aunque no hubo cámaras de gas ni leyes de segregación formal, persisten dos formas altamente eficaces del racismo contemporáneo. Una es el prejuicio que organiza la vida diaria, como la trabajadora doméstica sin contrato, el joven negro detenido sin motivo, la niña a la que llaman pelo malo o la obsesión por aclarar la piel en las fotos familiares. La otra es la xenofobia que convierte al haitiano o a quien se le parezca en sospechoso permanente. El chequeo policial selectivo, la desconfianza en hospitales, la exclusión laboral y el recelo en transporte público revelan un temor fabricado que es sutil para algunos y brutal para otros.

Estos mecanismos se refuerzan mediante la negación. Así como en Brasil se decía que todos eran mestizos o en Francia que todos eran ciudadanos, en la República Dominicana se afirma que el problema es cultural o de soberanía. El efecto es el mismo; al negar el racismo, se preserva intacta la estructura que lo reproduce. Nadie asume responsabilidad y la discriminación se desplaza a categorías más aceptables como orden, seguridad o identidad.

Reconocer el racismo no es un ataque a la nación, sino un acto de madurez histórica. La negación debilita a la sociedad porque la obliga a sostener mitos que justifican desigualdades. El país se fortalece cuando admite que parte de su imaginario se construyó a partir de la oposición simbólica a Haití y de la idealización de lo hispánico como modelo de blancura cultural. Esa tensión entre lo dicho y lo practicado ha permitido que el racismo sobreviva bajo formas encubiertas, disfrazado de patriotismo o defensa cultural.

Tocar el fondo implica nombrar lo que se ha querido silenciar. Implica comprender que una democracia sólida no puede cimentarse en jerarquías raciales heredadas ni en mecanismos de exclusión negados una y otra vez. Mientras el racismo siga siendo negado, seguirá siendo hegemónico. Romper ese silencio es la condición para imaginar una República Dominicana más justa, más honesta consigo misma y más digna en su relación con la diferencia.

Bernardo Matías

Antropólogo Social

Bernardo Matías es antropólogo social y cultural, Master en Gestión Pública y estudios especializados en filosofía. Durante 15 años ha estado vinculado al proceso de reformas del sector salud. Alta experiencia en el desarrollo e implementación de iniciativas dirigidas a reformar y descentralizar el Estado y los gobiernos locales. Comprometido en los movimientos sociales de los barrios. Profesor de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, la Universidad Autónoma de Santo Domingo –UASD- y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales –FLACSO-. Educador popular, escritor, educador y conferencista nacional e internacional. Nació en el municipio de Castañuelas, provincia Monte Cristi.

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