Durante décadas la imagen de una bandera estadounidense ardiendo no fue una provocación a los símbolos patrios; sino un rechazo político: el imperialismo no cosechó respeto, cosechó repudio. Los pueblos no quemaban un trapo: quemaban la pretensión moral de una potencia cuya hegemonía se sostiene en hiper-violencia.
La CIA participó —por admisión del propio Senado en el Informe Church (1975)— en centenares de operaciones encubiertas; allí consta: “La CIA estuvo involucrada en actividades de cambio de gobiernos extranjeros”. No fue excepcionalidad; fue una hechura arquitectónica.
¿Por qué nos odian?, se preguntaba alguna vez George Bush hijo, ex Presidente de los Estados Unidos. todavía tiene la cachaza de preguntárselo? Porque es una potencia violentamente sanguinaria, arrogante, impositiva como no hubo otra en la historia de la humanidad.
Vietnam fue el punto de quiebre moral pública. Estados Unidos arrojó más de siete millones de toneladas de explosivos, tres veces lo lanzado en la Segunda Guerra Mundial. La niña Phan Thị Kim Phúc corriendo desnuda bajo napalm se convirtió en evidencia absoluta contra la retórica. Hannah Arendt escribió que “cuando el poder recurre a la violencia es porque reconoce su propia impotencia”. Vietnam no mostró poder moral a norteamericana; mostró su arrogancia desnuda.
Conviene precisar una verdad que los propagandistas estadounidenses intentan borrar: cuando multitudes queman la bandera norteamericana, no están condenando a la nación ni a su pueblo trabajador —que también ha sido víctima interna de guerras, espionaje y pobreza— sino la política exterior de una élite federal-corporativa que ha secuestrado el Estado y proyecta violencia en su nombre. El fuego de la bandera distingue el país de la elite imperialista: no se arde la nación, se arde la hegemonía que la usurpa.
América Latina fue campo de pruebas. En Guatemala, la CIA derrocó el gobierno de Jacobo Árbenz Guzmán en 1954; el resto —el baño de sangre de 1954 a 1983— fue consecuencia estructural del golpe. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico documentó 200.000 muertos o desaparecidos y concluyó que hubo “actos de genocidio contra la población maya”. El hilo causal lleva el sello de Washington: una democracia aplastada por tocar la propiedad bananera de la United Fruit Company; una transnacional respaldada por la embajada norteamericana. El siglo americano se edificó con episodios de violencia sistemática contra pueblos que jamás habían agredido a Washington, incluido Republica Dominicana en 1965.
En Panamá (1989) —Operación Causa Justa— la invasión sin mandato de la ONU bombardeó barrios civiles para capturar al general Manuel Antonio Noriega. La UNU condenó formalmente; Washington ignoró. Human Rights Watch registró centenares de civiles muertos; organizaciones panameñas denunciaron miles. El Principio fijado por Estados Unidos: el derecho rige solo para los débiles, no para la potencia.
A esa cadena de atropellos se suma la reciente acción de fuerzas militares estadounidenses en el mar Caribe, donde —según declaró el secretario de Defensa Pete Hegseth— tropas de Estados Unidos mataron a tres hombres y destruyeron otra embarcación que “sospechaban” transportaban drogas, elevando a ochenta los individuos de nacionalidad, presuntamente colombiana, venezolana y jamaiquina muertos en estas operaciones sin juicio previo. La palabra clave es “sospecha”: Washington ejecuta, hunde barcos y elimina vidas humanas sin proceso judicial, sin tribunal y sin verificación independiente. Es la restauración de la pena de muerte extraterritorial sin garantías, convertida en espectáculo de poder. Estos actos —crímenes de facto legitimados por la impunidad del imperio— alimentan la rabia que convierte la quema de la bandera en un gesto de denuncia contra una maquinaria militar que actúa sin ley, sin controles y sin respeto por el principio básico de la humanidad: que nadie puede ser ejecutado por sospecha.
Irak revela el patrón jurídico en estado químicamente puro. La invasión de 2003 se produjo sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. Kofi Annan declaró: “Desde nuestro punto de vista, y del punto de vista de la Carta de las Naciones Unidas, la guerra fue ilegal”. La ilegalidad no es nota a pie de página: es la confesión de impotencia persuasiva. Noam Chomsky lo sintetizó así: “Estados Unidos exige el derecho exclusivo de emplear la fuerza a voluntad”. La “guerra preventiva” legalizó violar el derecho internacional para preservar su supremacía.
En Indonesia 1965-66: entre 500.000 y 1.000.000 de militantes y simpatizantes de izquierda fueron asesinados con listas entregadas por el Departamento de Estado. El New York Times celebró la “buena noticia para inversionistas”. La complicidad fue editorializada, no fue clandestina.
En el Cono Sur, la Operación Cóndor coordinó secuestro y asesinato transfronterizo. Documentos desclasificados de EE.UU. prueban la articulación. El Informe Rettig en Chile registra 33.200 ejecutados y desaparecidos; el Nunca Más argentino, 30.000 desaparecidos. Kissinger a Pinochet: “Queremos que tenga éxito”.
Zbigniew Brzezinsky lo dijo sin rubor: “Es más fácil matar un millón de personas que gobernarlas”. Esa frase condensa el método: el imperialismo no pretende convencer, pretende someter. Por eso, quemar una bandera norteamericana nunca ha sido una barbarie sino un acto político: un contra archivo visual que desenmascara el relato oficial.
Una superpotencia puede fabricar silencio; pero no puede fabricar legitimidad. La bandera ardiendo corrige la propaganda: recuerda que una potencia que necesita violar derechos internacionales para mandar ya ha confesado su delito —por la vía de los hechos— que carece de autoridad moral para conducir. Un imperialismo temido jamás ha sido una superpotencia respetada.
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