La Navidad suele presentarse como una celebración eminentemente cristiana, asociada al nacimiento de Cristo y a la instauración de un tiempo de recogimiento espiritual, fraternidad y esperanza. Sin embargo, esta identificación, aparentemente natural y unívoca, encierra una complejidad histórica y simbólica que merece ser interrogada. ¿Es la Navidad, en sentido estricto, un acontecimiento cristiano, o se trata más bien de una apropiación y resignificación de antiguos rituales paganos por parte del cristianismo naciente?
Antes de convertirse en una fecha central del calendario cristiano, el final de diciembre estaba ya cargado de sentido en las culturas antiguas. Las fiestas del solsticio de invierno celebraban el retorno progresivo de la luz tras la noche más larga del año. En el mundo romano, las Saturnales y, más tarde, el culto al Sol Invictus articulaban un tiempo de suspensión del orden, intercambio de dones y afirmación de la vida frente a la oscuridad. Estas celebraciones no conmemoraban un nacimiento histórico, sino un ciclo cósmico: la promesa de renovación inscrita en la naturaleza misma.
El cristianismo primitivo no celebró, durante sus primeros siglos, el nacimiento de Jesús. La centralidad de la fe cristiana estaba puesta en la Pascua, en la muerte y resurrección de Cristo como acontecimiento salvífico. No es sino hasta el siglo IV cuando la Iglesia fija el 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Jesús, en un gesto que puede leerse menos como una revelación teológica que como una estrategia simbólica: superponer al nacimiento del sol el nacimiento del “Sol de justicia”. La Navidad surge así como un proceso de traducción cultural, donde el mito pagano de la luz renacida es reinterpretado desde la narrativa cristiana.
Un Cristo que nace sobre las ruinas de antiguos dioses solares no viene a abolir el mundo, sino a reinterpretarlo. La pregunta decisiva no es, entonces, si la Navidad es verdaderamente cristiana, sino qué cristianismo se afirma cada vez que la celebramos.
Esta operación no es menor. En ella se juega una tensión fundamental del cristianismo: su relación ambigua con el sacrificio y con la violencia. Como ha mostrado René Girard, el cristianismo introduce una ruptura radical al desvelar el mecanismo sacrificial y al colocar a la víctima inocente en el centro del relato. Cristo no es el dios que exige sacrificios, sino el sacrificado que denuncia la lógica del chivo expiatorio. Sin embargo, al integrar rituales paganos, el cristianismo corre el riesgo de reactivar, bajo nuevas formas, antiguos esquemas simbólicos que neutralizan esa ruptura.
Gianni Vattimo ha hablado de un “cristianismo débil”, no en el sentido de una fe empobrecida, sino como una progresiva renuncia al poder, a la violencia y a las estructuras fuertes de dominación. Desde esta perspectiva, la Navidad podría leerse no como la afirmación triunfal de una doctrina, sino como el gesto inaugural de un Dios que se debilita, que nace en los márgenes, sin poder ni gloria, en la precariedad absoluta. Pero esta lectura entra en conflicto con ciertas apropiaciones contemporáneas de la Navidad, donde el nacimiento de Cristo es instrumentalizado como símbolo identitario, político o ideológico.
El cristianismo primitivo no celebró, durante sus primeros siglos, el nacimiento de Jesús. La centralidad de la fe cristiana estaba puesta en la Pascua, en la muerte y resurrección de Cristo como acontecimiento salvífico.
La polémica actual en torno a la Navidad —si debe ser defendida como “tradición cristiana” frente a otras culturas, o si debe vaciarse de su contenido religioso en nombre de la neutralidad— revela una paradoja más profunda. Lo que está en juego no es solo el origen de la fiesta, sino el sentido mismo del cristianismo. Un cristianismo del odio, del enfrentamiento cultural y de la imposición moral parece olvidar que la figura del Cristo que nace en Navidad es, ante todo, una figura de desposesión y hospitalidad radical.
Tal vez, entonces, la fuerza de la Navidad resida precisamente en su carácter híbrido. No como una pureza doctrinal, sino como un espacio de cruce entre el mito y la historia, entre lo pagano y lo cristiano, entre el ciclo natural y la promesa ética. La Navidad no sería tanto la celebración de un hecho histórico verificable, sino la actualización simbólica de una intuición común a muchas culturas: que la luz puede nacer en medio de la noche, y que la vida, aun en su forma más frágil, posee una potencia transformadora.
En ese sentido, afirmar el origen pagano de la Navidad no la despoja de sentido cristiano; al contrario, permite comprenderla como un gesto de traducción y apertura. Un Cristo que nace sobre las ruinas de antiguos dioses solares no viene a abolir el mundo, sino a reinterpretarlo. La pregunta decisiva no es, entonces, si la Navidad es verdaderamente cristiana, sino qué cristianismo se afirma cada vez que la celebramos.
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