Las migraciones contemporáneas tienen cada vez más rostro femenino. Desde finales del siglo XX, las mujeres representan un porcentaje creciente —y en algunos casos mayoritario— de quienes cruzan fronteras en busca de trabajo y oportunidades. Lejos de ser acompañantes pasivas, son protagonistas: sostienen familias enteras, envían remesas vitales y ocupan sectores laborales que garantizan el funcionamiento de economías en crisis.

Son mujeres que emigran como proveedoras con un proyecto independiente, manteniendo  vínculos económicos, políticos, sociales, culturales, religiosos y familiares con su sociedad de origen, facilitados por las comunicaciones y los transportes. Sin embargo, su aporte convive con la precariedad, la discriminación y la violencia de género.

La República Dominicana, país históricamente marcado por la movilidad humana, encarna esta contradicción de manera evidente. Es al mismo tiempo emisor masivo de migrantes femeninas y receptor de mujeres haitianas, cuyo destino refleja el lugar subordinado que las mujeres migrantes suelen ocupar en las sociedades receptoras.

En Nueva York, Madrid o Milán, no es raro que el rostro de una cuidadora de ancianos, una empleada doméstica o una trabajadora del servicio de limpieza sea dominicana. Miles de mujeres han emigrado a Estados Unidos y Europa desde las décadas de 1980 y 1990, cuando la crisis económica empujó a muchas a buscar sustento en el exterior.

Ellas han sido pioneras en la llamada “cadena global de cuidados”: mientras cuidan a niños y ancianos en el Norte global, dejan a sus propios hijos al cuidado de familiares en la isla, sostenidos por las remesas. Según el Banco Central, una parte significativa de los más de los 11,000 millones de dólares que ingresan cada año a la economía dominicana proviene de mujeres trabajadoras en el exterior.

Ese flujo vital tiene un costo humano. Muchas dominicanas viven en la precariedad de la irregularidad migratoria, sometidas a largas jornadas sin contrato ni derechos laborales, y a menudo expuestas a discriminación racial y violencia entre hombres y mujeres. Su contribución a la economía nacional rara vez se traduce en reconocimiento social o políticas de protección.

El espejo se quiebra cuando se observa a las mujeres haitianas en suelo dominicano. Ellas también migran empujadas por la necesidad, buscando trabajo en el servicio doméstico, la venta informal o la agricultura. En algunos casos, mujeres migrantes haitianas están tomando el relevo en cuanto a tareas domésticas en hogares y comunidades donde hay un alto porcentaje de migración femenina hacia países del Norte, como puede ser la migración femenina desde Vicente Noble hacia España.

En lugar de oportunidades, se topan con la hostilidad de políticas migratorias cada vez más duras. Entre las 145,000 deportaciones registradas en 2025, cientos corresponden a mujeres embarazadas o nuevas madres. En abril, más de 130 mujeres y niños fueron devueltos a Haití en un solo día, incluyendo una mujer en trabajo de parto. Organismos internacionales calificaron estas prácticas de “inhumanas” y “racistas”.

Las haitianas enfrentan una doble vulnerabilidad: por ser mujeres y por ser extranjeras en un país donde el discurso político las presenta como una amenaza demográfica y cultural. Desconocen totalmente su derecho a tener derechos por falta de educacion e informacion. La barrera del idioma y la idea de que la explotación es un trato normal porque se practica en el país de origen es otra barrera. Muchas trabajan en condiciones de explotación, sin acceso a servicios de salud ni a derechos básicos, y con el temor constante de ser detenidas y expulsadas.

Aquí aparece un doble rasero difícil de ignorar. Miles de familias dominicanas dependen de parientes en el exterior —sobre todo en Estados Unidos— para sostenerse gracias a las remesas. Esas mismas familias saben lo que significa vivir la discriminación y la precariedad migrante.

La feminización de las migraciones revela una paradoja dolorosa: mientras se celebra que mujeres dominicanas tengan hijos en Estados Unidos o España —con acceso a ciudadanía y mayores oportunidades—, se criminaliza a las haitianas que dan a luz en hospitales dominicanos. La maternidad se convierte en un terreno político: símbolo de orgullo en la diáspora, pero objeto de rechazo cuando se trata de la migración haitiana.

En ambos casos, sin embargo, se invisibiliza el derecho fundamental de las mujeres migrantes a decidir, trabajar y criar en condiciones dignas.

En el exterior, las dominicanas sostienen el sistema de cuidados de países con población de adultos mayores. En la isla, las haitianas hacen posible la reproducción cotidiana en hogares y sectores informales donde el Estado no llega. Ambas realidades muestran un patrón común.

La feminización de las migraciones obliga a repensar las políticas públicas desde una perspectiva de género y derechos humanos. Para la República Dominicana, esto significa dos cosas: reconocer el valor y la precariedad de sus propias migrantes en el exterior. Por el otro lado, tratar con humanidad a las mujeres haitianas que cruzan su frontera, entendiendo que sus trayectorias son espejo de las dominicanas en Madrid o Nueva York.

La historia compartida de ambas migraciones muestra que, más allá de los discursos nacionalistas, se trata de mujeres que buscan lo mismo: trabajo, dignidad y un futuro mejor para sus hijos. Solidaridad, empatía y respeto de los derechos fundamentales siguen siendo los grandes ausentes. El reto está en construir políticas que dejen de castigar la feminización de las migraciones y comiencen a reconocerla como una realidad estructural que sostiene economías y sociedades enteras.

Elisabeth de Puig

Abogada

Soy dominicana por matrimonio, radicada en Santo Domingo desde el año 1972. Realicé estudios de derecho en Pantheon Assas- Paris1 y he trabajado en organismos internacionales y Relaciones Públicas. Desde hace 16 años me dedicó a la Fundación Abriendo Camino, que trabaja a favor de la niñez desfavorecida de Villas Agrícolas.

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