La sostenibilidad del crecimiento económico en América Latina —y en particular en la República Dominicana— exige un debate más profundo y honesto sobre la relación entre productividad, política fiscal y deuda pública. Más allá de las discusiones coyunturales sobre déficits o reformas tributarias, el verdadero desafío es estratégico: ¿cómo utilizar el gasto público para elevar la productividad y garantizar que la deuda funcione como palanca de desarrollo, y no como trampa de estancamiento?

Numerosos estudios económicos coinciden en que el bajo crecimiento de la productividad, tanto en economías avanzadas como emergentes, está limitando el margen de maniobra de la política fiscal. Si no se eleva el crecimiento potencial, el endeudamiento pierde justificación económica y se convierte en una carga estructural.

El crecimiento económico sostenible solo es posible si se mejora la capacidad de producir más con los mismos recursos, es decir, si se incrementa la productividad, que es el motor esencial del desarrollo duradero. Un país más productivo genera mejores salarios, mayores ingresos fiscales, mayor competitividad internacional y, en última instancia, reduce la presión sobre el endeudamiento público. Sin embargo, en la República Dominicana, la productividad total de los factores ha crecido a tasas muy modestas en la última década.

La solución no pasa por recortar el gasto de manera indiscriminada ni por aumentar impuestos sin una brújula estratégica. Lo fundamental es transformar la estructura del gasto público, privilegiando aquellas inversiones con alto retorno económico y social.

La evidencia empírica es contundente: la inversión en infraestructura y capital humano tiene un efecto multiplicador significativo. Estudios del FMI, del Banco Mundial y de diversas universidades concluyen que por cada peso invertido en obras públicas bien seleccionadas, el PIB puede crecer entre 1.5 y 2 veces más. Se trata, por tanto, de un gasto que se paga solo en el mediano plazo.

Este tipo de inversión no solo mejora la productividad, sino que también genera empleos de calidad, estimula la inversión privada complementaria y promueve la formalización de la economía. Lamentablemente, no es este el tipo de gasto que predomina en nuestra administración pública.

En contraste, una porción creciente del gasto gubernamental se destina a bonos, subsidios y transferencias mal focalizadas, muchas veces dirigidas a sectores que no lo necesitan o que ya están plenamente integrados a la economía formal. Este gasto, más clientelar que redistributivo, tiene efectos regresivos y desincentivadores: desalienta el trabajo, reduce el esfuerzo educativo, debilita la meritocracia y promueve una cultura de dependencia del Estado.

Peor aún, estas transferencias corrientes no generan retorno económico, pero sí incrementan de forma sostenida el déficit y la deuda pública. Se trata de un gasto popular, pero no productivo. Y cuando la economía no crece —como viene ocurriendo recientemente—, la deuda se vuelve insostenible.

Endeudarse no es, por sí mismo, ni bueno ni malo. Todo depende del destino de esos fondos. Si se financia inversión productiva que genera crecimiento futuro, es una herramienta legítima de desarrollo. Pero si se usa para cubrir gasto corriente, mantener redes clientelares o financiar campañas electorales encubiertas, se transforma en una bomba de tiempo.

La experiencia de múltiples economías latinoamericanas —y de otras regiones del mundo— demuestra que, en contextos de bajo crecimiento, la relación deuda/PIB se deteriora incluso sin grandes déficits fiscales. Si la tasa de interés supera la tasa de crecimiento del PIB (i > g), la deuda aumenta como proporción del ingreso nacional. En ese escenario, el pago de intereses desplaza la inversión pública y reduce el margen de maniobra fiscal. Es el círculo vicioso de la deuda improductiva.

Por ello, lo que nuestra economía necesita no es simplemente una reforma fiscal centrada en la recaudación, sino un nuevo pacto fiscal orientado al crecimiento de la productividad. Esto implica:

  1. Priorizar la inversión en infraestructura económica y social, como carreteras, energía limpia, educación técnica y tecnología.
    2. Reducir el gasto corriente improductivo y clientelar, sin afectar la protección social real de los sectores vulnerables.
    3. Fortalecer la institucionalidad del gasto público, con mayor transparencia, planificación plurianual y evaluación ex post.
    4. Fomentar la productividad privada, eliminando barreras al emprendimiento, la formalización y la innovación.

En resumen, el verdadero dilema fiscal no es simplemente entre “gastar más” o “gastar menos”, sino entre gastar bien y gastar mal. No se trata de la cantidad del gasto, sino de su calidad.

Si no se eleva la productividad, ni el déficit ni la deuda serán sostenibles. Y sin sostenibilidad fiscal, no habrá crecimiento duradero ni justicia social auténtica. El reto es técnico, pero también profundamente político.

Juan Ramón Mejía Betances

Economista

Analista Político y Financiero, cursó estudios de Economía en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU), laboró en la banca por 19 años, en el Chase Manhattan Bank, el Baninter y el Banco Mercantil, alcanzó el cargo de VP de Sucursales. Se especializa en la preparación y evaluación de proyectos, así como a las consultorías financieras y gestiones de ventas para empresas locales e internacionales.

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