La publicación de “Encuentro con las mismas otredades” en 1985 fue una conmoción en nuestro escenario literario. Si un año antes José Mármol proponía un pensamiento sobre los mitos con tu poemario “El ojo del arúspice”, con la nueva obra marcaría un antes y un después en la poética nacional. Aquel autor de 25 años presentaba, además, un sello editorial -la colección “Egro” de poesía-, que sería el soporte esencial para una nueva generación de amplias rupturas.
1985 fue un año de apaga y vámonos. Agotados los “poetas de la postguerra”, por ese decir donde el afuera y las barricadas habían clausurado ventanas y espacios interiores, cayó un aguacero de aguas frescas. La verdad del ser emergía. Los martillos nietzscheanos con su teoría de la relatividad de los valores retumbaban en el paisaje vernacular.
Muy temprano José Mármol etiquetó la propuesta de una “poética del pensar”: el poema orientado a cierto “sí mismo”. Egresado de la Escuela de Filosofía de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, allí el poeta aprendió mucho más fuera de aquellos predios que en las mismísimas aulas. Salvándose de aquella doxa de “literatura comprometida” y de “lo mejor al campo”, prefirió sus peregrinaciones a las librerías Blasco y Mateca. En lugar de los refritos de los paladines de la Revolución Cultural, seguramente pocas cosas podía encontrar en el Economato Universitario.
El poema 7 es una declaración de estos dispositivos marítimos instalados en nuestras vidas como salvavida y faro
Si bien fue cabeza del Taller Literario César Vallejo, igualmente supo labrar una personalidad independiente. En medio de autores incluso bestsellers —como Tomás Castro y su “Amor a quemarropa”, o tan abstractos como igualmente evanescentes —pienso en el Plinio Chahín de “Si podrás leer Borges la tasa de Borges”—, “Encuentro con las mismas otredades” fue un constructo compacto, denso, con amplias posibilidades rizomáticas. Lector, autor, hasta bibliotecario, Mármol se convirtió en una especie de planetarium dentro de su generación, por abarcar muy distantes, disímiles y amplias constelaciones.
Partiendo de aquel Antonio Machado post-Joan Manuel Serrat, es decir, más “Juan de Mairena” que “Campos de Castilla”, Mármol supo acceder a peldaños múltiples ya desde el prólogo: Hegel, Heidegger, entre otras “h” alemanas, como Hölderlin.
Acostumbrados a pesadas ediciones donde el autor nos lanzaba su foto de persona buena onda, Mármol prefirió su imagen juvenil, como si recién saliera de alguna playa y tuviese que secarse el pelo. Fino editor, ya desde la portada nos anunciaba los alcances de sus poemas.
Saltar del prólogo al primer poema no fue como pasar a 100 kilómetros sobre un policía acostado. Ya desde un principio nos permeaba un concepto esencial donde filosofía y poesía fundamentaban su escaso planeta: el concepto del habitar. Mármol asumió sus espacios como su ser. A diferencia de la mayoría de los autores locales, obsesionados por territorializar un campo aquí y una ciudad allá, nuestro autor dejaba fluir ambas esferas. Porque sí: porque adscribirse al campo, o subrayar la condición “campesina”, o del interior, o “interiorista”, es como reclamar daños de guerra, como seguir victimizándose, como si per se el ser de aquí o de acullá te ofreciera o te implantara en determinada esfera de la tragedia, porque hasta en eso no nos salvamos de una ciudadanía agropecuaria.
Ya en su vida personal, José recorrió un camino inverso: capitaleño de origen, criado en la Ciudad Olímpica de La Concepción de La Vega, lo suyo fue una exploración más de un hogar como espacio íntimo que el de una casa dentro de un paisaje. Porque, ojo, cuidado: un hogar no es lo mismo que una casa. A partir de esta diferencia, “Encuentro con mismas otredades” nos permitió acceder a una teoría de los afectos, de una introspección que ya existía en la literatura dominicana, pero que había sido subordinada por aquella generación setentiana, que no solo no pudo leer a René del Risco, Miguel Alfonseca y Antonio Lockward Artiles, sino que incluso los relegó a cierto confín extraño, alejados de las mesas y ventanas.
La aparición de este poemario se nos dio justo en ese momento en que accedíamos por nuestra cuenta a esa biblioteca inusual en las aulas y recomendaciones de cronistas culturales: Pound, Eliot, Kavafis, Borges y, en el caso particular de Mármol, las figuras de Antonio Porchia y Roberto Juarroz, este último incluso de manera muy particular, porque no solo lo conoció, sino que estableció con él cierta relación epistolar.
Estamos ante un José Mármol enfrentado a preguntas habituales sobre el ser y la fragilidad, intangible deuda con un amplio arco de autores que bien podría ir desde los eleáticos hasta Octavio Paz. Pero también hay un joven filósofo enfrentado a una cotidianidad tropical, a cierto cotilleo con nombres que solo los arqueólogos ochentistas del país dominicano podríamos explicar. Así aparecen el periodista Ramón E. Colombo y el sociólogo Teófilo Barreiro en la poesía marmoliana:
“¿Cómo dar unidad? ¿Cómo no disonar en esta pieza torpe, Colombo?
¿Cómo dar sentido Barreiro a la ciudad?”
Estamos ante el mismo palimpsesto de la dominicanidad, que alcanzaría sus grandes alturas con “Oscar Wao”, de Junot Díaz. También Mármol se pondría en la misma tesitura del demonio rabelaisiano particular de nuestras letras contemporáneas, el genial Enriquillo Sánchez.
Lecturas de clásicos, vericuetos de un pensar y hablar mileniarista —como el de los marxistas—, son puestos en tensión por una lectura igualmente transgresora, reforzada por la batería post-nietzscheana encabezada por G. Bataille y E. Cioran.
Si bien fue cabeza del Taller Literario César Vallejo, igualmente supo labrar una personalidad independiente.
En su segunda parte, publicada en 1989, “Encuentro con las mismas otredades” le da continuidad y profundiza en esos planos donde la percepción de los límites asume grandes esplendores. ¿Hasta dónde nos llega la vida, el aliento espiritual, la isla, el ser, el otro? Estas son algunas de las perlas que Mármol va hilando a partir ahora del poema en prosa.
El poema 7 es una declaración de estos dispositivos marítimos instalados en nuestras vidas como salvavida y faro:
“Morir no es pasar. Es fijarse en el centro de lo inamovible. Junto al mar ves el barco. Lo retienes. Y contigo el barco también se va muriendo. Sereno. Solitario. Diluido. morir es una suerte que dan las bellas artes”.
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